Un viento cálido y seco barría el extraño edificio, limando las asperezas de las rocas. Con el paso de los años, una espesa capa de arena se había ido depositando en el fondo de los estrechos pasillos, abiertos a un cielo de un azul cerúleo. De lejos, se asemejaba a una masa rocosa de origen natural. Un observador avezado habría percibido, a lo sumo, cierta regularidad en la erosión de la piedra rosada. Al acercarse, los más curiosos habrían descubierto, orientada al sol naciente, una singular entrada que se abría a tres pasajes excavados en la roca. Más adelante, cada pasaje se dividía de nuevo en tres, para perderse en unos caminos tortuosos que conducían a vías sin salida o a nuevas ramificaciones.
El Laberinto existía desde tiempos inmemoriales. Sin duda databa de los orígenes del mundo, de aquella misteriosa época en que los mismísimos Osiris e Isis reinaban en el Doble País. Se ignoraba quién había ordenado su construcción y cuáles habían sido los motivos. Los últimos reyes de Kemit[2] habían olvidado el emplazamiento exacto.
Aquél que se aventuraba a franquear el umbral lo hacía por su cuenta y riesgo. Una creencia muy antigua afirmaba que en su interior se guardaba un fabuloso tesoro, custodiado por guerreros invisibles. No obstante, si dicho tesoro existía, debía de estar muy oculto, pues nadie jamás había sido capaz de descubrir más que esta sucesión de pasillos encajados, a cielo abierto, de una altura dos o tres veces superior a la de un hombre e imposible de escalar, de tan lisa como era la roca.
En torno del Laberinto el tiempo había tejido una leyenda aterradora que disuadía a los más osados de penetrar. Sólo algunos ladrones, audaces o inconscientes, tenían el valor de aventurarse en su interior. Enardecidos por el espejismo del mítico tesoro, se adentraban más y más en la sucesión de pasillos, en busca del menor indicio. Y la inexorable trampa se cerraba a su alrededor pues, a partir de determinado punto, era prácticamente imposible volver sobre los propios pasos. A los desgraciados ladrones no les quedaba más que morir de hambre o de sed mientras pedían, con la energía de la desesperación, un socorro que no llegaba jamás. Incluso si alguno hubiera oído los gemidos de los agonizantes, no habría podido intervenir, so pena de perderse a su vez en aquel dédalo pérfido.
No era extraño, al girar un pasillo, cruzarse con los restos consumidos de un merodeador imprudente que los carroñeros habían sabido localizar. Se podía errar durante años sin descubrir más que galerías que conducían a otras galerías que, por su parte, desembocaban en callejones sin salida. Aun así, a pesar de las apariencias, el Laberinto contenía un tesoro, un tesoro de una riqueza antigua e inestimable, si bien de una naturaleza totalmente diferente de la que los ladrones esperaban encontrar. Tan sólo los Iniciados conocían la llave que daba acceso a él.
Los dos cadáveres con que se topó Imhotep al girar por un pasillo eran recientes. Unos jirones de carne consumidos aún colgaban de unos huesos roídos por ratas y marabúes. Uno de éstos salió volando al acercarse Imhotep, quien se tapó la nariz para evitar el olor pestilente y continuó avanzando.
Era sorprendente que la leyenda del tesoro continuara circulando entre los ladronzuelos. En Mennof-Ra, la gente había olvidado la existencia de aquel lugar, edificado mucho antes del advenimiento del gran Menes, aquel rey mítico que unificara los reinos del Norte y el Sur. Con todo, los Iniciados aún lo visitaban regularmente. A primera vista, uno habría podido preguntarse por qué. Según los escasos merodeadores que habían logrado encontrar la salida, el Laberinto no contenía nada salvo un sinfín de pasillos, oscuras ramificaciones rocosas repletas de esqueletos de desafortunados predecesores.
Imhotep avanzaba con paso firme, procurando evitar las temibles serpientes de arena que reptaban por allí. Poseía los arcanos que daban acceso al centro del Laberinto, a aquel punto secreto que jamás ladrón alguno había sabido encontrar. Podían pasar cien veces ante la entrada sin notar nada. El mismo Imhotep tuvo que recurrir a escarbar en sus recuerdos para localizar los signos que indicaban que había llegado. Hacía tanto que no venía… Cerca de veinte años.
Unas pisadas ante un ángulo rocoso le confirmaron que no se equivocaba, y que la mayoría de sus compañeros ya estaban allí. Con emoción, puso en marcha el mecanismo secreto que accionaba la apertura de la puerta de piedra, que en nada se distinguía de la pared. Un pesado bloque de granito se movió, dejando al descubierto unos escalones que se adentraban en las entrañas de la tierra. Después de haber manipulado una palanca que devolvía la maciza puerta a su lugar, bajó por los peldaños sin dudarlo.
La escalera, de unos treinta escalones, culminaba en una galería bordada de nichos alumbrados por unas lámparas recién encendidas. Un olor a aceite de lino flotaba en toda la estancia. En los huecos se alzaban una veintena de estatuas que representaban las divinidades más importantes de Egipto: Horus, Isis, Osiris, Hator, Set, Ra, Tot, Ptah, Sechat… Imhotep las saludó respetuosamente una a una y se dirigió al otro extremo, que daba a una sala más amplia. Allí, las lámparas de aceite revelaban un conjunto de alvéolos hendidos en la roca. Cada uno de ellos contenía rollos de papiros u objetos insólitos, como esos poliedros regulares de madera de sicómoro. Recubrían la totalidad de paredes de la cripta. Imhotep sabía que todo el conocimiento del mundo se hallaba en aquellos preciosos documentos, preservados así por la sabiduría de los Iniciados del furor de los hombres.
Éstos, una docena en total, aguardaban a Imhotep. Su líder no era otro que Sefmut, el sumo sacerdote Sem[3] la más alta autoridad religiosa del Doble Reino y amigo del rey Djoser. Tomó la palabra:
—Hermano Imhotep, sé bienvenido entre los tuyos. Que Maat inspire tus palabras y tus actos, y que Horus te proteja.
—Mi corazón se regocija de encontraros, hermanos, como se regocija de volver a ver este sagrado lugar.
Al fondo de la sala se alineaban unas sillas de madera de ébano en las que los Iniciados tomaron asiento. Imhotep se instaló en un sillón frente a ellos. Sefmut continuó:
—Hermano, como sabes, nuestro maestro Meritrá se ha unido al reino de Osiris. En el pasado te escogió para sucederle cuando llegara su hora. Desgraciadamente, los acontecimientos decidieron de otro modo y tuviste que exiliarte por orden del rey Jasejemúi. Pero hete aquí de nuevo, tal como habían predicho los símbolos mágicos. Yo, Sefmut, he aguardado este momento con impaciencia y ansiedad, pues los años pasaban y tú no volvías y mi cuerpo se debilitaba. Durante tu ausencia ocupé en tu lugar el papel de Gran Iniciado, Guardián del Conocimiento, como me lo pidió Meritrá. Hoy, estas funciones regresan a ti.
Sefmut se levantó y entregó a Imhotep un med[4] esculpido y recubierto de oro que confirmaba su rango.
—Hermanos —declaró Imhotep—, sin duda los dioses deseaban imponerme las pruebas que he debido atravesar desde hace veinte años. Aunque he sufrido por hallarme lejos de Kemit y de aquellos a quienes amaba, he abierto mi mente a mundos diferentes que me han aportado una nueva visión del Conocimiento y del Doble Reino. Tras un período turbulento, por fin ha llegado el reinado de Djoser. Una era de paz y prosperidad se abre ante nosotros y nos permitirá hacer de Egipto el reflejo del Nilo celeste que cada noche observamos en medio de las estrellas[5]. Este proyecto perdurará durante numerosas generaciones y no veremos nosotros su fin. Sin embargo, a nosotros nos toca fundarlo. Dedicaremos nuestras fuerzas a la edificación de un monumento de una concepción totalmente nueva, morada eterna del rey divino, reflejo de Horus, símbolo de su autoridad y lugar donde se expresarán los néteres.
La sorpresa se dibujó en los rostros de sus compañeros, salvo en el de Sefmut, a quien ya había comunicado sus intenciones. Imhotep se dirigió a la larga mesa de granito que ocupaba el centro de la sala y desenrolló el papiro que había traído consigo. La sorpresa cedió su lugar a la estupefacción y, posteriormente, al entusiasmo. Cada Iniciado comprendió entonces por qué su maestro, el viejo Meritrá, lo había designado como sucesor cuando no era más que un joven: el espíritu del mismísimo Tot se expresaba a través de Imhotep. El proyecto desvelado por los papiros era tan fabuloso que nunca el mundo vería nada similar.
—¿Dónde pretendes erigir el monumento? —preguntó Sefmut.
—Sólo hay un lugar digno para acogerlo: la llanura donde se construyeron las moradas de eternidad de los antiguos Horus, aquél a quien el rey bautizó como Sakkara, a partir del nombre del halcón sagrado de la isla de Osiris. Se encuentra en la Balanza de las Dos Tierras. Así se reafirmará la soberanía de Djoser sobre el Alto y el Bajo Egipto. Confirmará la alianza indisoluble del loto y del papiro[6].
Unos días más tarde, Imhotep se desplazó a la llanura sagrada en compañía de varios Iniciados, entre quienes se hallaban Sefmut, el arquitecto Bejen-Ra y el escultor Hesirá. Una pequeña escolta de una veintena de soldados los protegía, dirigida por Jerseti, capitán de la guardia de Iunú, la ciudad sagrada donde residía Imhotep.
Tras haber presentado diversas ofrendas a Jasejemúi y Sanajt, los reyes desaparecidos, el grupo se apartó de la necrópolis que bordeaba la frontera oriental del llano y se dirigió al sudoeste. Una sabana de arbustos[7] dominada por las altas siluetas de las acacias o los sicómoros ofrecía abrigo a diferentes animales: zorros, ibis, unas especies de antílopes con cuernos en forma de lira… También se podían ver leones, jirafas e incluso algún elefante y algún rinoceronte. La vegetación los disimulaba rápidamente de la vista de los venidos a rendir homenaje a sus difuntos.
Mientras los guerreros vigilaban los alrededores para impedir un posible ataque de una manada de fieras o de una banda de ladrones, Imhotep y sus compañeros pusieron manos a la obra. Bajo la mirada intrigada de Jerseti, estudiaron con detenimiento el terreno, plantaron piquetas y recogieron muestras de tierra. En ocasiones, mantenían discusiones durante las que trazaban, apresuradamente, planos en el suelo. Narib, el escriba de Imhotep, tomaba notas profusamente.
Por la noche, cuando Ra-Atum descendía en el horizonte, inundando la sagrada meseta de una luz malva, los Iniciados hicieron una pausa para avituallarse. Jerseti comprendió que el trabajo no estaba, ni mucho menos, a punto de concluir y que continuaría durante gran parte de la noche.
Comenzaron librándose a las abluciones en un agua especialmente traída por los soldados. En efecto, los sacerdotes se lavaban dos veces al día con un agua donde debía haber bebido un ibis, pájaro consagrado al dios Tot.
Posteriormente, cenaron carne de buey sin salar. La sal, especialmente la marina, estaba considerada como la baba seca de Set. El joven capitán admiraba a aquellos sabios que conocían los secretos de los símbolos sagrados y cuya existencia ascética había acercado a los dioses. Concluida la cena, la noche desplegó su centelleante manto en el firmamento. Un viento ligero y tibio se había levantado, dando pie a una sinfonía de olores que el calor del sol retuvo en la tierra a lo largo del día: efluvios del lejano río, perfumes de flores, aromas de la misma tierra…
Siempre bajo la mirada de Jerseti y sus hombres, los sacerdotes retomaron la obra. Observaron las estrellas, colocaron unos bastones muescados en lugares precisos para fijar la orientación. Un instrumento extraño, que el guerrero recordaba recibía el nombre de clepsidra, permitía calcular el tiempo transcurrido. De vez en cuando, Imhotep y sus compañeros se prosternaban en un punto concreto del suelo, en dirección a un astro u otro, sin duda para venerar los espíritus de los reyes difuntos, que una vez fenecidos se unían a las estrellas.
El grupo regresó varias noches seguidas. Finalmente, colocaron unos hitos, delimitando las diferentes superficies, incluidas todas en la de mayor envergadura. Jerseti se rascó la cabeza para tratar de adivinar qué clase de monumento pretendía construir ahí Imhotep, casi en los límites del desierto. La gran superficie tendría unos mil codos por quinientos. Plantado el último poste, Imhotep contempló la sabana iluminada por el plateado resplandor de la luna. En su cabeza se trazaba ya el grandioso edificio que poco después surgiría de la roca. No había un lugar más adecuado. El suelo era resistente y permitiría cavar las galerías donde serían embalsamados los miembros de la familia real.
Una noche, unos gritos desgarraron el silencio a cierta distancia. Posteriormente, resonó el eco de una batalla. Rápidamente, Jerseti y sus guardias se reagruparon alrededor de los Iniciados.
—Proceden de la necrópolis —dijo el joven capitán.
—¡Ladrones, sin duda! —dedujo Imhotep—. Esos perros no respetan las casas eternas. Han debido de toparse con la guardia del rey. Jerseti, ¡llévate a la mitad de tus hombres y échales una mano!
—¡Con mucho gusto, señor!
Dirigió una orden silenciosa a los guerreros, que desaparecieron en la noche. Imhotep volvió a mirar el llano. Una vez concluido, el monumento de Sakkara desafiaría al más astuto de los ladrones.
Tan sólo quedaba convencer al rey Djoser de que iniciara los trabajos.