Epílogo

Año VII del Horus Djoser…

Ha pasado más de un año desde la aniquilación de los adoradores de Set. La victoria total de Djoser, ampliamente divulgada por los guerreros que participaron, contribuyó a reforzar aún más la leyenda real, en la que la reina ocupaba un lugar preeminente. La gente estaba entusiasmada con el descubrimiento del tesoro de Peribsen. Muchos soldados tuvieron la ocasión de penetrar en la caverna secreta para llevarse la vajilla de los antiguos faraones. Después de la batalla, una guarnición quedó apostada en el lugar para evitar un posible contraataque beduino. Durante todo ese tiempo, Djoser mandó confeccionar una enorme cantidad de sacos destinados a envolver los objetos. Imhotep, que se había desplazado a la cueva, estimó que los objetos alcanzaban la cifra de cuarenta mil. Fueron necesarios quinientos hombres y un centenar de acémilas para transportarlos hasta la Gran Morada.

Djoser le pidió al gran visir que construyeran un ala más junto al palacio para almacenarlos. Cuando todo estuvo en su lugar, custodiado por fieros guardias, un ejército de escribas se encargó de clasificar los objetos según su propietario, un trabajo arduo y fastidioso pues algunas piezas se habían roto durante el transporte. Se tardó más de cuatro meses en finalizar la clasificación. Djoser, jubiloso por haber podido contribuir a la restitución de lo que había pertenecido a sus ancestros, se contentó con inscribir su jeroglífico en los sacos que protegían los objetos.

La construcción de la ciudad sagrada se reinició en un ambiente más propicio. Libres al fin del espectro de la falsa maldición, los obreros regresaron y, la víspera de la proclamación del séptimo año del reinado, habían concluido el segundo piso de la pirámide. Todos sabían que no tardarían en iniciarse las obras del tercero, aunque antes debía celebrarse la importante ceremonia que tendría lugar en el segundo día epagómeno, dedicado a Horus.

Con la desaparición de los adoradores de Set, el Doble País conoció un nuevo impulso económico. La crecida que siguió a la victoria de Djoser se mostró más generosa y las cosechas alcanzaron una bonanza inimaginable. Los extranjeros que llegaban a Mennof-Ra para comerciar se maravillaban ante el esplendor de la ciudad sagrada, pese a estar inacabada, tutelada por aquel extraño monumento de dimensiones impresionantes. No podía tratarse de una simple tumba, semejante a las mastabas que se alineaban a lo largo de la llanura. Desprendía una majestuosidad misteriosa. El revestimiento de calcárea, de un blanco perfectamente liso, reflejaba la luz del sol de tal manera que movía a creer que se trataba de una manifestación de los dioses.

Poco después de su victoria, una duda insidiosa asaltó a Djoser. Nadie podía asegurar que Meren-Set hubiera muerto. Por supuesto, su cadáver calcinado aparentemente había sido devorado por los buitres. Pero el faraón no podía dejar de pensar que tal vez hubiera aprovechado la oscuridad para abandonar a los suyos y huir a través del desierto. Un acto cobarde, a la medida del personaje. Incluso si los adoradores de Set no habían vuelto a dar señales de vida con posterioridad, Djoser no podía alejar de su mente aquella duda. Decidido a eliminar a todos sus enemigos, organizó una expedición marítima, dirigida por Pianti, que fue al encuentro de los edomitas después de atravesar Ashqelon. Éstos, que aún seguían a la espera de una señal de Meren-Set para invadir Egipto, quedaron agarrotados por el pánico ante la aparición de la poderosa flota. Desplegada en abanico con el objeto de evitar la huida, la armada egipcia, compuesta por un centenar de navíos, no tuvo problemas en acabar con la treintena de naves edomitas, la mayoría de las cuales llegaron a la costa y fueron abandonadas por su tripulación. Los edomitas, poco deseosos de caer en manos de los egipcios, huyeron hacia el desierto. Djoser se incautó de sus barcos sin violencia alguna, aumentando aún más el poder de su armada.

Simultáneamente, Moshem y Semuré se desplazaron a los dominios de Meren-Set para detener a los adoradores de Set que aún quedaban allí. Capturaron a unos quince antiguos sacerdotes convertidos en guerreros y descubrieron un templo que recordaba al del Valle Rojo. Dos estatuas de Set y Baal custodiaban un altar donde aún se veían rastros de sangre. Derrumbaron las efigies e incendiaron y demolieron los edificios.

De regreso a la Gran Morada, los adeptos de Set fueron juzgados nada más hubo vuelto el rey. El recuerdo de los niños degollados impidió la clemencia de Djoser, y a su justicia no le tembló el pulso. Unos días más tarde, los adoradores de Set fueron decapitados.

Tras la ejecución, Mejerá departió largamente con el rey.

—¡Oh Toro Poderoso! Quiero que sepáis que los acontecimientos de estos últimos meses me han llevado a la reflexión. En el pasado nos enfrentamos en varias ocasiones. Creía sinceramente que era preciso conservar los cultos a Horus y Set en pie de igualdad, como antaño. Pero he comprendido, a la luz de los hechos, que teníais razón. Horus es el dios más poderoso y aquél en quien los demás reencuentran la unidad, incluido Set. Así se preservará la armonía de Ma’at. No sólo no me opongo al proyecto de la ciudad sagrada sino que lo apruebo plenamente, pues pienso que será el mejor símbolo del poder de los dioses y el único que podrá combatir con la divinidad aterradora que ha tratado de conquistar el Doble País.

—Tu decisión es sabia, amigo mío, y me regocijo con ella —respondió Djoser—. Podrás continuar celebrando el culto al dios rojo con toda tranquilidad. Ocupa su lugar en la gran enéada, y en Sakkara erigiremos una capilla en su honor. No obstante, temo que la interpretación demoníaca que Peribsen y sus descendientes han hecho de él no ha hecho sino comenzar. Meren-Set murió, no cabe duda, pero sus ideas le sobrevivirán. Y temo que reaparezcan en el futuro porque la mente humana posee unas zonas de tinieblas insondables donde se oculta el horror más absoluto.

Después de la victoria sobre los edomitas, Djoser le comunicó a Imhotep su decisión acerca del fuego-que-no-se-extingue.

—Tuviste razón al guardar el secreto de aquella arma, amigo mío —le dijo—. Las carnicerías que puede provocar son espantosas. Evidentemente, durante la batalla del desierto, me permitió salvar la vida de muchos de mis soldados, y los crímenes abominables cometidos por los adoradores de Set justificaban su uso. Pero aún resuenan en mis oídos sus gritos de dolor y agonía. Vi consumirse sus cuerpos entre las llamas. Si algún día alguien usara semejante arma en una contienda, nada podría resistírsele.

Meditó unos momentos antes de proseguir:

—No soy un conquistador. Mi única preocupación es la defensa del Doble Reino y no usé esa arma maldita más que con ese solo objetivo. Sin embargo, otros me sucederán, y no podemos predecir su talante. Si alguno de ellos fuera de espíritu débil, habitado por el deseo de la dominación y el poder, podría utilizar el fuego-que-no-se-extingue para fines perversos. Tan sólo los dioses saben qué desastres se producirían. Creo que es mejor que conserves el secreto en el Laberinto del Conocimiento, únicamente al alcance de los Iniciados.

Imhotep se inclinó.

—Tu decisión te honra ¡oh Luz de Egipto!, pues da la medida de tu sabiduría. Haré tal y como dices.

Como para concretar la euforia que reinaba de nuevo en las Dos Tierras, Tanis le anunció a Djoser que esperaba un niño. La pequeña Inja-Es nació pocos días antes de las fiestas epagómenas y de la ceremonia destinada a devolver sus pertenencias a los antiguos Horus.

Jamás la llanura sagrada de Sakkara había conocido semejante manifestación religiosa. Al frente avanzaba la litera real, portada por veinte soldados. Djoser, revestido con las insignias reales, resplandecía con toda la majestuosidad y el vigor de sus veintiocho años. Lo seguía la litera de la Gran Esposa, adornada con un manto blanco bordado con hilos de oro y magníficas joyas. Tras ellos iban centenares de sacerdotes, cada uno con un saco de objetos preciosos pertenecientes a los antiguos Horus. La columna era tan larga que tardó más de una hora en llegar al gran patio situado frente a la base de la futura pirámide. En el centro se abría una nueva galería que conducía hasta unos túneles excavados especialmente para albergar las riquezas de los reyes. De las tumbas de estos últimos no quedaban más que ruinas, y volver a guardar ahí los objetos sería provocar a los saqueadores.

Djoser había decidido preservar sus bienes en el interior de su propia morada de eternidad[43].

Mientras tenía lugar la ceremonia, Djoser contemplaba los dos primeros niveles de la pirámide. Ante él se alzaba la rampa que desembocaba en las galerías subterráneas, situadas a setenta codos de profundidad. Se sintió lleno de satisfacción. Había derrotado totalmente a Peribsen y a sus herederos. Incluso si Meren-Set había logrado huir, había perdido las riquezas que le conferían fuerza.

Dada la cantidad de sacos, la procesión duró hasta el crepúsculo. Poco a poco se alzó un viento seco, procedente del desierto del Oeste. Djoser contempló el sol poniente, Ra-Atum, aquél que existe y que no existe.

En una hora, el sol desaparecería en el cuerpo de su madre, Nut, la diosa del cielo y las estrellas, para renacer al alba del día siguiente.

Y una leve inquietud se apoderó del rey. Egipto acababa de conocer una nueva época de abundancia. Pero si su amigo Moshem estaba en lo cierto, los cinco años de prosperidad estaban tocando a su fin, para dejar paso a cinco años de sequía y hambrunas. ¿Bastarían las reservas para luchar contra los malos tiempos? Así lo esperaba, aunque ya temía por su pueblo, que se vería afectado por aquellos acontecimientos.

Inhaló profundamente e intercambió una mirada de complicidad con Tanis, su bienamada esposa. Habían vencido al enemigo insidioso, representado por los adoradores de Set. Y en adelante lucharían con todas sus fuerzas para ayudar al Doble Reino a superar aquella nueva prueba.

Y, con la ayuda de los dioses, triunfarían.