Capítulo 62

Atónitos, Djoser y los suyos vieron a la joven leona derribar a la primera hiena y lanzarse ferozmente contra su garganta. Impresionadas, las demás dudaron. Empezaron a chillar, aunque ninguna osaba ir en ayuda de su semejante, que no podía hacer nada ante la fuerza de la leona. En pocos instantes, Rana la decapitó y luego se colocó entre las hienas y el macizo y empezó a rugir amenazante. El cadáver mutilado de su compañera tenía en vilo al resto de hienas. Los arqueros de Djoser aprovecharon este momento y abatieron a media docena. Las supervivientes huyeron despavoridas.

Furioso, Meren-Set ordenó a sus guerreros que cargaran. Se disponían a obedecer cuando la confusión se instaló entre sus filas. Hubo movimientos contradictorios y Saniut palideció antes de exclamar:

—¡Señor, mira!

Por el este, iluminado por el sol levante, se divisaba un ejército de, como mínimo, un millar de hombres que avanzaba hacia ellos a paso ligero.

—¡Egipcios! —exclamó Meren-Set.

En efecto, las tropas reunidas a toda prisa por Pianti y Moshem habían seguido el rastro de la leona que, gracias a su instinto, probablemente supo que su señora, Tanis, estaba en peligro.

Sabiéndose perdidos, los beduinos huyeron hacia las dunas. Tan sólo un centenar no rompió filas, espoleados por la recompensa prometida por el falso rey. Un escalofrío recorrió a Meren-Set. Junto a él no había más que sus soldados del cráneo afeitado. Apretó los dientes. El maldito Djoser estaba demasiado débil para ir tras él, pero aquel ejército tardaría menos de una hora en llegar. Tenía que huir. Emitió un grito de frustración. Una vez más, había fracasado.

Pero aún le quedaba algo: recuperar el tesoro de su abuelo, oculto en el corazón del desierto. Ordenó la retirada y sus hombres, ni lerdos ni perezosos, se dirigieron hacia el norte. Saniut dudó un momento pero acabó siguiendo a Meren-Set. Le había pasado por la cabeza la idea de entregarse, pero sabía que Djoser no tendría la menor compasión por ella.

Cuando Pianti y Moshem llegaron al macizo, los fugitivos habían desaparecido tras del horizonte. Agotados y sedientos, los asediados abrazaron a sus salvadores.

—La tempestad nos obligó a aminorar la marcha —explicó Pianti—. Tuvimos que pernoctar en Shedet. Temíamos llegar demasiado tarde.

—Los dioses nos fueron favorables —respondió Djoser—. De no ser por estas rocas providenciales, Meren-Set nos habría aniquilado. Y la tempestad que os retrasó evitó un último ataque que habría acabado con nosotros.

Mientras los compañeros del rey vaciaban las cantimploras de piel de antílope que habían traído los soldados, Moshem le explicó lo que había descubierto en Biblos.

—Por eso habías desaparecido… —dijo Djoser cuando hubo acabado el relato.

—Perdona a tu servidor, señor. Pero no tenía pruebas contra Kaianj-Hotep, y sin ellas, no creo que estuvieras dispuesto a escuchar mis sospechas.

—Cierto, amigo mío. Ese hombre había sabido acallar mi desconfianza. Por fortuna, siempre has estado a mi lado, vigilante. Una vez más, se ha demostrado que llegaste a Egipto de la mano de los dioses.

—¡La pesadilla ha terminado! —declaró Tanis, cuyos ojos ojerosos a causa de la fatiga y la arena quedaron iluminados por una gran sonrisa.

—No del todo —rectificó el rey—. Debemos atrapar a ese perro y evitar que vuelva a hacer daño.

—¡Ni lo sueñes! —exclamó Pianti— Estás agotado y no puedes luchar.

—Por los dioses, ¡que me traigan un pemil de antílope y recuperaré las fuerzas para lanzarme tras él y vencerlo!

Por supuesto, nadie estaba dispuesto a intentar que el rey cambiara de parecer. El enemigo les llevaba ventaja, pero también estaba agotado. El ejército bebió y comió antes de ponerse en marcha. Tanis exigió participar en la persecución.

—Una vez más hemos luchado brazo con brazo, amado mío —le dijo a Djoser—. Pero nuestro enemigo aún no ha caído. Mi lugar está junto al tuyo.

Como era más tozuda que él, Djoser cedió. Y con una mujer a la cabeza, los soldados exaltados se lanzaron tras los pasos de los fugitivos. La resistencia de la que había hecho gala les llevaba a admirarla, y todos seguían encantados su fina silueta, con el arco cruzándole el pecho, porque era su reina bien amada y porque era la viva imagen de Hator, la bella diosa, esposa del Horus. Junto a ella trotaba la leona Rana, el símbolo de Sejmet. Pese al sol implacable, ningún guerrero habría querido estar en otro lugar.

Por fortuna, la tempestad de la víspera no era ya sino un recuerdo. Acostumbrado a seguir al enemigo en condiciones difíciles, el ejército apenas tuvo problemas en localizar el rastro de un centenar de fugitivos desesperados. Pero éstos también habían sufrido las inclemencias de la noche y el agotamiento se cobró la vida de algunos. A la mañana siguiente, los egipcios encontraron tres cadáveres pasto de los buitres. A pesar de que les habían arrancado los ojos, Moshem reconoció a uno de ellos y no pudo contener un grito de espanto.

—¡Por Rammán! —exclamó—. Es Saniut.

Djoser se aproximó al cuerpo alejando a patadas a los buitres.

—Ciertamente es ella. ¡Ha pagado por sus crímenes!

—¡Mirad, señor! Parece que fue degollada.

—Sin duda debía entorpecer la marcha. Meren-Set no ha dudado un instante antes de desembarazarse de ella.

Al mediodía apareció una cresta que debía superar los cien codos de altura. Al pie de la misma, aunque sobre una ligera elevación, protegida por rocas, había un campamento y algunas moradas. En cuanto divisaron al ejército, la agitación se apoderó del poblado. Los hombres tomaron posiciones a lo largo de la fortificación natural. Djoser ordenó a sus hombres que se detuvieran.

—No son beduinos —observó Semuré—. Todos llevan la cabeza rapada, como los adoradores de Set.

—No hay mujeres ni niños —añadió Pianti—. Son los guerreros de Meren-Set.

—Sin duda hemos llegado a su campamento. Pero ¿por qué lo han fijado en un lugar tan lejano, en medio del desierto? Ni siquiera hay un oasis en las inmediaciones.

Moshem intervino.

—At-Ebne, la princesa acadia que traje conmigo desde Biblos, me dijo que el tesoro de Peribsen se encontraba en el corazón del desierto, custodiado por soldados, pero desconocía su ubicación.

—¡Por Horus! —exclamó Djoser—. Si lo que dices es cierto, significa que las riquezas de los antiguos reyes se encuentran aquí. Y por eso han venido a este lugar.

—¿Qué hacemos, primo mío? —preguntó Semuré—. Los doblamos en número.

—Sin embargo, tienen el terreno de su lado. Pasaremos la noche aquí. Hace varios días que caminamos y los hombres están agotados. Si atacáramos ahora, nos repelerían sin dificultades.

Pianti estudió la disposición del lugar y precisó:

—Incluso después de recuperar fuerzas, los combates serán arduos. Su situación elevada les favorece. Temo que las bajas en nuestras filas sean considerables.

—A menos que podamos echarlos de su guarida —intervino Moshem.

—¿Y cómo vas a hacerlo, compañero? —replicó el rey, intrigado por la sonrisa astuta del beduino—. Ese pedestal rocoso es una defensa sólida. Tendríamos que disponer del doble de soldados.

—Necesitamos descansar, aguardemos a la noche —respondió el beduino, sin dejar de sonreír.

—¿Y combatiremos a la luz de la luna? El resultado será aún peor que si lo hacemos de día.

—Sin duda estaremos más despiertos que ellos, ¡oh Luz de Egipto! Antes de partir, el señor Imhotep me confió una cosa. Ven a verla.

Condujo al rey, atónito, hacia las acémilas cargadas con las provisiones. Tres de ellas transportaban tinajas protegidas por gruesas mantas espesas.

—Dudó mucho antes de confiarme estas tinajas. Pero temía que tuviéramos que librar un combate duro.

—¿Qué contienen?

Moshem levantó la tapa de cuero de una de ellas. Un olor nauseabundo, que todo el mundo reconoció al instante, salió de ella.

—¡El-fuego-que-no-se-extingue! —exclamó Djoser—. Pero ¿cómo…?

—Imhotep consiguió la fórmula del producto inventado por Nesameb —le explicó Moshem—. No te lo dijo porque creía que era un arma demasiado perniciosa. No obstante, quiso ayudarte cuando supo que habías caído en una trampa.

—¿Y cómo vamos a usar esa… esa cosa?

—Ya he pensado en ello, señor. ¡Mira!

De un saco de cuero sacó una cuerda y fibra de palma, con las que hizo una honda.

—Bastará con humedecer la fibra con el producto, prenderle fuego y lanzarla contra el campamento enemigo. Cuando las tiendas ardan, será fácil atacarlos.

—¡Que Horus proteja a Imhotep! —declaró Djoser—. Estaremos en deuda con él en esta nueva victoria.

A la caída de la noche, los ocupantes del poblado seguían sin moverse. Apostados en sus posiciones, observaban al ejército egipcio, desafiándolo con la mirada, a lo cual evitaron responder los soldados de Djoser. Los adoradores de Set reforzaron las defensas, temerosos de un ataque nocturno. Pero los egipcios permanecían a distancia. Poco a poco, las tinieblas cubrieron el desierto. Los defensores aumentaron la vigilancia, pero continuaban viendo, a lo lejos, las hogueras del campamento egipcio. De pronto, a poca distancia, nacieron unos extraños fuegos que se arremolinaban a más y más velocidad. Al cabo de un instante volaron, describiendo parábolas luminosas en el cielo nocturno. Una tras otra, las bolas de fuego cayeron sobre las tiendas y rodaron por el suelo, abrasando todo lo que tocaban.

—¡Los affrits! —gritó un hombre.

—¡Imbécil! ¡Son los egipcios! —respondió otro.

Desconcertados, los guerreros no pudieron evitar que una segunda oleada de bolas ardientes se cerniera sobre el poblado. Al poco, éste se convirtió en una enorme hoguera.

Y entonces, una lluvia de flechas surgida de la nada se abatió sobre los adoradores de Set.

Djoser vigilaba la evolución de las operaciones.

—Este fuego es un arma espantosa —dijo—. Ahora entiendo por qué Imhotep quería ocultármelo. Asola todo lo que toca. Pero es justo que nosotros lo usemos. Esos perros han matado a muchos inocentes con esa arma demoníaca.

Un pánico indescriptible se apoderó de los adoradores de Set. Corriendo de un lado para otro, les era imposible escapar de las flechas mortales que llovían, en plena noche. Deslumbrados por las llamas del incendio, ni siquiera podían localizar al enemigo. Mientras algunos trataban de responder desde las murallas, sus camaradas se transformaban en antorchas vivientes. Esperaban que, de un momento a otro, llegara el asalto. Pero éste no llegaba. Y era impensable lanzar una contraofensiva y adentrarse en las tinieblas hostiles, plagadas de enemigos. Los asediados permanecieron así toda la noche.

Djoser aguardó al alba para ordenar el ataque final. En algunos lugares aún ardían fuegos. Penetrando en la ciudad, las tropas de Djoser acabaron rápidamente con los defensores, extenuados tras una noche infernal. Si algunos aún tenían fuerzas para luchar con la rabia producto del odio más absoluto, otros, por el contrario, comprendieron que todo estaba perdido y se rindieron. A media mañana, los últimos focos de resistencia habían sido reducidos. Más de doscientos adoradores de Set habían muerto. Los otros fueron maniatados y conducidos al centro del poblado devastado.

—¡Señor! Meren-Set no está por ninguna parte —dijo un capitán después de registrar las tiendas.

—¡Lo quiero vivo! —gritó Djoser.

—Tal vez haya perecido durante la noche, en el incendio de las tiendas —sugirió Pianti.

Examinaron atentamente todos y cada uno de los cadáveres calcinados. La mayoría, sin embargo, resultaban irreconocibles. Interrogaron a los prisioneros, pero nadie sabía qué había sucedido. Uno de los jefes declaró que el «rey» había llegado la víspera y había anunciado que el usurpador Djoser podía aparecer en cualquier momento y atacar el poblado y que había que defenderlo hasta la muerte para gloria de Set.

—Aún estaba entre nosotros la noche anterior —añadió—. Pero desde entonces nadie ha vuelto a saber de él.

—Uno de esos cuerpos ha de ser el suyo —declaró Djoser—. Pero tal vez escapó. Nunca lo sabremos.

De pronto, la voz de Tanis lo interrumpió.

—¡Djoser! ¡Acércate!

Al pie de la línea rocosa había un sendero excavado en la piedra, que recorría la pared abrupta en dirección a una vasta brecha situada a media altura. Djoser, seguido por Semuré, Pianti y Moshem, se unió a ella.

—¿Crees que podría conducir…?

—¿Al tesoro de Peribsen? Pues claro que sí. De lo contrario, ¿por qué habría mantenido semejante ejército en un lugar tan aislado?

Sin esperar respuesta, enfiló el camino. El rey y sus compañeros la siguieron. La senda, nacida a partir de una brecha en la roca abierta durante un temblor de tierra, había sido retocada por el hombre. Estrecha y abrupta, se reveló extremadamente peligrosa. Bordeada por un acantilado, se ocultaba detrás de un pico o serpenteaba para continuar ascendiendo hasta la parte más alta del acantilado rojo.

Finalmente, después de una ascensión terrible llegaron a una especie de plataforma irregular, delimitada por dos paredes verticales que se cerraban formando un embudo y se reabrían en la boca de una caverna. Previsor, Moshem llevaba con él antorchas, que encendió antes de penetrar en la gruta. La arenisca recubría el suelo, llevada hasta allí por los vientos del desierto.

—¡No hay nada! —dijo Pianti al descubrir un espacio vacío de altos y oscuros muros.

—¡Por aquí! —dijo Tanis.

Una segunda abertura, disimulada por una pared rocosa, se adentraba más. Tras caminar por un estrecho pasillo, el primer grupo alcanzó un segundo espacio mayor que el primero y al abrigo de los vientos.

—¡Por Horus! —exclamó Djoser—. Es…

—El tesoro de Peribsen —completó Tanis, boquiabierta.

Todos permanecieron en silencio ante la esplendidez de los objetos que tenían ante sus ojos. Había jarrones de piedra, esculpidos en granito rojo de Yeb, en esquisto azul del valle del Ro-Henú, en la fina calcárea de Turah. Otros eran de alabastro. Los platos y bandejas se amontonaban junto a los vasos, copas y cuencos. También había muebles de ébano y de sicómoro.

Djoser examinó los jeroglíficos en los rebordes de los objetos.

—Este plato pertenece al ka de Nebré —dijo—. Y éste, a Narmer.

—Este jarrón está marcado con el sello de Djer —añadió Moshem.

Estupefactos por la abundancia y la riqueza de su descubrimiento, recorrieron el vasto espacio subterráneo.

—¿Qué haremos con todo esto? —preguntó Semuré—. Las mastabas de los antiguos Horus están en un estado lamentable. Los ladrones no tendrán dificultades para apoderarse de los tesoros.

Djoser reflexionó y luego declaró:

—Tranquilo, el lugar que les tengo reservado está al abrigo de todos los ladronzuelos.