Capítulo 61

Pálido, Imhotep contempló a At-Ebne antes de volverse hacia Moshem:

—Bien, si lo que dices es cierto, Kaianj-Hotep no es otro que Meren-Set, el nieto de Peribsen…

—Es la verdad, señor.

—Debemos actuar de inmediato. El rey y la Gran Esposa participan en una cacería organizada por ese criminal en el norte del lago Moréis.

—¡Por Horus! ¡Ese canalla tratará de acabar con ellos!

—Avisaré a Pianti. ¡Espero que no sea demasiado tarde!

El gran visir abandonó la Gran Morada en dirección a la Casa de Armas, que se encontraba al otro extremo del parque real. Ambos lo atravesaron a paso ligero. Un esclavo ocupado en dar de comer a los animales corrió hacia ellos, lamentándose:

—¡Señor! Perdonad a este servidor, pero Rana se ha escapado.

—¡Apártate! —gruñó Imhotep—. Tenemos otras preocupaciones.

Hacía tres días que los cazadores habían abandonado Mennof-Ra. Pernoctaron en Shedet, capital del nomos del lago Moréis, cuyo gobernador había organizado unos grandes fastos para agasajar al faraón. Al alba se pusieron de nuevo en marcha hacia el lago que habían evitado, rodeándolo por el este. Iban tras el antílope de largas astas en espiral, denominado addax, valioso tanto por su carne como por su piel, con la que se hacían diversos objetos. Sin embargo, también habían previsto capturar algunas crías que crecerían en cautividad.

La expedición estaba formada por un centenar de ojeadores, la mitad de los cuales eran sirvientes de Kaianj-Hotep. La otra mitad eran soldados del rey. Con todo, Semuré no había pasado por alto la advertencia de Moshem y, siguiendo la propuesta de Djoser, los ojeadores reales habían sido sustituidos por los mejores hombres de la Guardia Azul, la élite del ejército egipcio.

En torno del rey y la reina pululaban los nobles jóvenes, hijos de las familias de abolengo de las Dos Tierras. A muchos de ellos les fascinaba la personalidad exuberante de Kaianj-Hotep, aunque su admiración era aún mayor por Tanis, una mujer a quien no le era desconocido el manejo del arco. Pocos hombres podían rivalizar con ella. A última hora Pianti se había negado a tomar parte en la expedición. Su esposa estaba a punto de dar a luz y quería permanecer a su lado.

Por la noche, los sirvientes montaron el campamento en plena sabana, en los límites del desierto del Amenti, el territorio del antílope. Por precaución, Semuré instaló a sus hombres alrededor de la tienda real, obligando a alejarse a los de Kaianj-Hotep. No obstante, empezaba a preguntarse si Moshem estaba en lo cierto. Al cortesano, que cenaba en compañía del rey, no parecía interesarle más que las presas que cobrarían al día siguiente. Y, sobre todo, sus ojeadores no eran tantos como para inquietar a la escuadra de guerreros que protegía al rey.

Apenas despuntaba el alba cuando un extraño fragor sacó de su tienda a Semuré, que se frotó los ojos. Centenares de siluetas se dibujaban en las dunas cercanas, sobre el rosa y dorado del cielo matinal, rodeando el campamento.

—Por las tripas del Rojo. ¡Estamos rodeados! —masculló Djoser.

—Son beduinos —observó Tanis—. ¿No sellaste la paz con ellos?

Semuré ya había realizado una primera estimación de las fuerzas. Entre los cazadores se contaban los cincuenta guardias azules, los ojeadores de Kaianj-Hotep y una veintena de jóvenes nobles avezados en el arte de la guerra. Los beduinos eran más de cuatrocientos. Se reprochó el no haber ordenado a sus exploradores que otearan la zona. Pero, como había dicho la reina, la paz reinaba en el desierto.

—Parecen esperar algo —añadió Tanis, ansiosa.

De pronto, el faraón exclamó:

—¿Qué hacen los hombres de Kaianj-Hotep?

En efecto, los ojeadores del cortesano se habían transformado en guerreros y se disponían a enfrentarse a los soldados egipcios.

—¡Por Horus! —gritó Semuré—. ¡Moshem tenía razón!

—¿Quieres explicarme qué sucede? —inquirió el rey.

—Moshem sospechaba que Kaianj-Hotep estaba relacionado con los adoradores de Set. Nunca lo creí del todo, pero ahora tenemos la prueba de que no mentía. Kaianj-Hotep nos ha tendido una trampa.

—¿Por qué? —intervino Tanis.

Djoser acababa de comprenderlo.

—¡Mira!

Lentamente, los guerreros se abrieron para dejar paso a un personaje inquietante, tendido en una litera llevada por una docena de guerreros con el cráneo afeitado. Enarbolaba las insignias de la realeza, el mayal y el cayado, así como la falsa barba de cuero. La cabeza estaba tocada por el nemes que solía lucir Djoser.

—¡Por fin el infame se despoja de la máscara! —rugió Djoser—. Y yo que le había brindado mi amistad… ¡Qué ciego he sido!

—Ha jugado bien sus cartas —comentó Semuré.

Tanis cogió el arco y lo armó lentamente. Djoser la detuvo con un gesto.

—Es inútil. Está demasiado lejos.

Kaianj-Hotep/Meren-Set se levantó de la litera y observó con satisfacción la trampa en la que había caído la pareja real. Abrió los brazos hacia el cielo y exclamó:

—¡Oh Set, mi padre bienamado, recibe hoy la sangre del usurpador! Ha llegado el momento en que recuperaré el trono que me pertenece, para tu mayor gloria. —Se dirigió hacia Djoser—: ¡Lo oyes, majestad! —dijo con tono irónico—. He tenido que armarme de paciencia para aplacar tu desconfianza y lograr que me admitieras en tu círculo de amistades. Hoy pagarás por tus crímenes. Acabaste con mis fieles servidores en el templo del Valle Rojo. Aniquilaste a mis valientes guerreros edomitas y nubios. Asesinaste a mi fiel compañero Nesameb, el señor del fuego.

—¡Mirad quién está con él! —gritó Djoser.

Junto a Meren-Set acababa de aparecer Saniut, esbozando una sonrisa torcida. Había llegado la hora de la venganza. No había olvidado la humillación sufrida con la liberación de Moshem. Pero lamentaba algo: la ausencia de este último, a quien le hubiera encantado castrar en persona.

—¡No soy Kaianj-Hotep! —prosiguió el falso rey—. Mi nombre es Meren-Set, hijo de Hapú-Hopte, a quien asesinaste en Mennof-Ra hace seis años. Él era hijo del gran Peribsen, a quien tu padre expulsó del trono. Pero los crímenes de tu dinastía finalizan hoy.

Tanis cogió la mano de Djoser.

—¿Qué podemos hacer, amado mío? ¿Morir y dejar que se salga con la suya?

Djoser se acercó a Semuré.

—¿Qué opinas, primo?

—Es inútil esperar ayuda. Shedet está demasiado lejos y es imposible que envíen tropas. Por precaución, mis soldados trajeron armas y escudos. Están bien pertrechados y son los mejores guerreros de Egipto.

—Entonces lo intentaremos —declaró Djoser—. A ese imbécil le encanta hablar. Eso nos proporciona tiempo. Nuestra única opción pasa por romper el cerco y huir. Los beduinos apostados en el lago son demasiado numerosos. Pero hacia el norte hay un macizo rocoso donde podremos resistir.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que los dioses acudan en nuestra ayuda, primo mío. Si nos quedamos aquí estamos condenados. Ordena con discreción a tus hombres que reúnan todas las armas y se preparen para romper el cerco.

—Muy bien, señor.

La maniobra se llevó a cabo sigilosamente, mientras Meren-Set continuaba con su discurso, visiblemente satisfecho de sí mismo, saboreando su fácil victoria.

De repente, tras una discreta orden de Semuré, las tropas reales echaron a correr en medio de los gritos de guerra. A cierta distancia, los arqueros hincaron la rodilla y dispararon, abatiendo a más de veinte beduinos. Sorprendidos por el repentino ataque, los edomitas tardaron en reaccionar. En una carga desesperada, Djoser y los suyos rompieron el cerco, obligando a retroceder al enemigo y abrieron una brecha por la que consiguieron escapar.

Furioso por haber sido interrumpido en su perorata tan bien ensayada, Meren-Set ordenó a gritos que los arqueros tomaran posiciones y dispararan. Pero Djoser y los suyos ya estaban fuera del alcance de los arcos. Se produjo un momento de confusión durante el cual los asaltantes no supieron qué hacer, a la espera de las órdenes de su jefe.

A un kilómetro se alzaba un macizo de piedra lleno de cavidades horadadas por los vientos del desierto. Djoser y sus hombres corrían hacia aquel precario refugio, mientras sus perseguidores no acababan de organizarse. Sobre la litera, Meren-Set echaba espumarajos de rabia.

—¡Acabad con ellos! ¡Matadlos a todos! —exclamaba.

Finalmente una marea humana se lanzó tras los egipcios. Pero Djoser y sus compañeros les llevaban una considerable ventaja. El macizo rocoso se encontraba en medio de las dunas y las rocas, como una isla en el océano. Casi sin resuello, los fugitivos llegaron al lugar y tomaron posiciones. Los arqueros, a las órdenes de Tanis, habían cogido numerosos carcajes destinados, en principio, a la caza del antílope. Las primeras flechas volaron cuando el enemigo intentaba acercarse a aquella fortaleza natural. Los adoradores de Set fueron recibidos sin piedad ninguna. Un pequeño escuadrón logró invadir las montañas, pero cayeron ante un coloso de origen acadio que empuñaba una enorme maza engastada de pedazos de sílex que causó estragos entre las filas enemigas. Tras numerosos cráneos aplastados, y acosados por los arqueros, los asaltantes tuvieron que retroceder a pesar de su número. Desde cierta distancia, Meren-Set, impotente, contempló la retirada de sus tropas. Ordenó una nueva carga, que transcurrió como la anterior: bajo una lluvia de flechas que los egipcios disparaban con asombrosa precisión.

—¡Ese perro se ha burlado de mí! —chilló de rabia el aspirante a faraón—. Sustituyó a sus ojeadores por sus mejores tropas.

Junto a él, Saniut seguía los combates con pasión. Después de haber perdido a más de cincuenta guerreros, Meren-Set ordenó la retirada. Cuando los capitanes regresaron, declaró:

—No tienen ni agua, ni víveres. No aguantarán mucho más.

En la fortaleza rocosa, Djoser aprovechó el respiro para organizar la defensa. Gracias a la sorpresa del ataque, sólo había perdido a tres hombres, muertos al romper el cerco.

—Ese Meren-Set es un fantoche —le dijo a Semuré—. Si supiera disponer a sus arqueros, acabaría con nosotros.

—Esperará que nos muramos de sed. No tenemos agua.

—Debemos aguantar, primo mío. Estoy seguro de que los dioses no nos abandonarán.

Las cavidades de aquella isla de granito ofrecían multitud de escondrijos, algunos de los cuales tenían las mismas dimensiones que una pequeña gruta. En algunos lugares crecían plantas con hojas duras como el cuero.

Para vengarse de la jugarreta de Djoser, Meren-Set ordenó el pillaje de las provisiones reales, y luego hizo rodear el macizo. Sus guerreros bebieron y comieron a voluntad al tiempo que se mofaban de los asediados.

—Esos imbéciles están hartándose de vino —observó Djoser—. No creo que puedan combatir ahora mismo.

—Podemos aprovechar la ocasión para huir.

—Es demasiado arriesgado. Son cuatro veces más numerosos que nosotros.

Al mediodía, cuando más apretaba el calor, Meren-Set ordenó un nuevo asalto, desoyendo las normas básicas de la prudencia militar. En esta ocasión la lluvia de flechas no pudo detener totalmente a los asaltantes, quienes, borrachos a causa del vino espeso de Dajla, combatían a muerte. Apostados en sus posiciones, los hombres de Djoser provocaron una carnicería. Tanis, en la cima de la roca más alta, había reunido a los mejores arqueros y defendía los lugares más amenazados. Cuando comprendió que le sería imposible hacer salir a Djoser, Meren-Set ordenó un nuevo repliegue estratégico, abandonando a más de un centenar de caídos. El ataque había tocado a una decena de soldados de Djoser, seis de ellos sólo heridos.

—¡Sois unos cretinos! —estalló de rabia Meren-Set—. Un puñado de hombres son suficientes para teneros en jaque…

—Tienen una posición privilegiada, señor —respondió un jefe beduino—. Y saben combatir. Necesitamos refuerzos.

—¿Cómo? ¿Lucháis en una proporción de cuatro contra uno y necesitáis refuerzos?

—Acabarán con nosotros si no contamos con refuerzos —se obstinó el beduino.

Meren-Set desenvainó su espada y la apretó contra el gaznate de su subordinado.

—Recuerda lo que te prometí. Pero si fracasas no tendrás nada.

—¿De qué nos servirá el tesoro cuando se pudran nuestros huesos en el desierto? —respondió el beduino, impertérrito.

Meren-Set comprendió que su alianza con los beduinos, a quienes había prometido una parte del tesoro de Peribsen, estaba al borde de la ruptura.

—¡Está bien, conseguiré refuerzos! —acabó cediendo, conciliador—. Mis trescientos guerreros más fieles se encuentran a menos de medio día de camino, hacia el norte. Enviaré a un explorador que los traiga aquí. Vais a ver lo que es combatir de verdad…

El jefe beduino meneó la cabeza. Meren-Set añadió:

—Cuando caiga la noche habrán estado todo un día sin probar una gota de agua. Entonces podréis volver a la carga.

En realidad, hacía falta viajar más de un día para llegar a la pequeña cueva donde se encontraba el tesoro de su abuelo. Pero prefirió mentir a los beduinos. Cuantos más murieran durante el asalto al macizo menos tendría que pagarles, y bastaría con eliminar a los supervivientes.

Meren-Set lo había advertido. A pesar de su valor, Djoser y sus compañeros comenzaban a necesitar agua.

—Si atacan ahora —declaró el rey—, estamos perdidos.

No obstante, ante la ejemplar actitud de Tanis, que permanecía apostada en la cima, ningún guerrero se atrevía a dar muestras de debilidad. Cuando el sol se ponía lentamente en el desierto del Amenti, Meren-Set ordenó atacar de nuevo. Con sus espadas y mazas, los guardias azules aguantaron con bravura el primer envite, cuando de pronto apareció un aliado imprevisto. Apenas habían llegado unos cuantos beduinos hasta la plataforma de granito cuando se levantó un violento vendaval, provocando una tormenta de arena que cegó a los beligerantes. Ocultos tras las rocas, los egipcios se vieron menos expuestos que los asaltantes, que tuvieron que retirarse. A lo lejos, Meren-Set empezó a proferir juramentos.

—¡Por el aliento ardiente de Apofis! ¿Qué dios los protege?

Era imposible ver más allá de diez pasos. Los guerreros, en un estado lamentable, regresaron a duras penas al campamento, que también había sucumbido a la tempestad. Mal plantadas, las tiendas fueron arrancadas una tras otra, llevándose los pocos víveres que quedaban. Varias tinajas de agua rodaron, deparando el mismo destino a asaltantes y asaltados.

Meren-Set se retiró a la única tienda que aún se sostenía en pie. La cólera le nublaba las ideas. Había preparado minuciosamente su estrategia, nadie había sospechado de él, había logrado incluso acallar las sospechas de aquel zorro de Semuré y de su perro de caza beduino, y aun así todas sus intentonas fracasaban irremediablemente.

Mientras la tempestad de arena arreciaba, trató de comprender qué errores había cometido. Al llegar a Egipto carecía de un ejército suficiente para derrocar a aquel maldito Djoser. Tras la muerte de su abuelo Peribsen, su padre se había refugiado en Taimeh, la capital del reino edomita. Siempre había odiado aquel país donde había crecido. La gente era grosera, vulgar y adoraba a un dios abominable llamado Baal. Al crecer, aprendió, arropado por su padre Hapú-Hopte, a manipular a aquellos bárbaros. Seis años atrás, su padre, al frente de un ejército edomita, había conseguido sellar un pacto con los Pueblos del Mar para lanzarse a la conquista de Kemit. Llegó hasta Mennof-Ra, pero el maldito Djoser, que aún no era rey, los derrotó y los expulsó más allá del Sinaí. Hapú-Hopte murió durante los combates. Meren-Set creía que los egipcios jamás habían sabido quién estaba detrás de aquella invasión. Por entonces aún era joven y seguía con vida gracias a una cobarde huida hacia el desierto. Rememorando aquella amarga y vergonzosa derrota, había esperado para saciar su sed de venganza y conquistar aquel trono que, no le cabía duda, le pertenecía por derecho. Porque el usurpador no era Peribsen, que había conquistado la doble corona tras un arduo combate, sino Jasejemúi, que había conspirado con los sacerdotes de Horus. Él, Meren-Set, tenía que restablecer el culto del néter más poderoso, Set el Destructor. Debidamente formado por su padre, se sentía investido de una misión divina. Era el legítimo monarca del Doble País.

Pero como contaba con pocos efectivos, decidió invadir el país desde el interior. En un primer momento tuvo que ocultarse tras una identidad falsa. Sabedor del asombroso parecido con su primo Kaianj-Hotep, lo hizo desaparecer y ocupó su lugar. Aquella solución presentaba una ventaja doble: le permitía circular libremente y heredaría una fortuna considerable. Tenía dos ases en la manga: el inmenso tesoro que le había legado su abuelo, y cuyo emplazamiento conocía sólo él, en el desierto del oeste, y su amigo Nesameb, que conocía los secretos del fuego-que-no-se-extingue. Debía añadir, además, varios centenares de guerreros fieles a las ideas de Peribsen que habían seguido a Hapú-Hopte en el exilio y con los que había fundado una nueva religión destinada a devolver la fertilidad a Set.

Por desgracia, Meren-Set carecía de aliados en Kemit. Se le ocurrió entonces usar la imagen de su abuelo, Peribsen, que aún tenía partidarios aquí y allá. Había sido sencillo hacerse pasar por su espíritu, de vuelta del reino de los muertos para reconquistar el trono. Poco a poco, el movimiento de los adoradores de Set había renacido, y con él los sacrificios rituales cuyos orígenes se remontaban al principio del mundo, tal como le había enseñado su padre. Los miembros estaban vinculados por la sangre y se juraban una lealtad indefectible, y sobre ellos ejercía un poder absoluto.

Asimismo, había descubierto el rastro de los antiguos ministros de Sanajt, a quienes Djoser había expulsado nada más llegar al poder. Ferá, el antiguo visir, se unió inmediatamente a su causa. De todos modos, nadie, a excepción de Nesameb, sabía su verdadera identidad. Así garantizaba su anonimato. Se aparecía a sus fieles únicamente bajo los rasgos de Peribsen.

Tras echar raíces en el Doble Reino, pasó a la acción. Su primer objetivo fue eliminar a la pareja real para crear el caos propicio para el ascenso al poder. Privado de su dios viviente, el Doble Reino se volvería hacia él, heredero de un rey poderoso.

Pero entonces comenzaron las dificultades. Sus diferentes intentos se saldaron en fracasos. La primera vez, aquel maldito médico convertido en gran visir había salvado a la reina gracias a una magia más fuerte que la de la chica nubia que había conseguido infiltrar en el entorno real. En la segunda ocasión, un estúpido cortesano borracho derramó una botella de vino en los panes envenenados, a raíz de lo cual perdió a uno de sus adeptos más fieles: el panadero Uti. Por fortuna, éste no había hablado. Convencido de vérselas con el verdadero espectro de Peribsen, prefirió morir antes que traicionarlo. Aquella tonta de Inmaj había provocado el fracaso del tercer atentado, durante la caza del hipopótamo. Tuvo que matar él mismo al esclavo encargado de verter el veneno en el vino del rey.

Decidió entonces cambiar los métodos e inmolar a los hijos reales en honor de Set. Pero el fracaso del inútil de Ferá provocó que el templo del Valle Rojo fuese descubierto y él tuvo que ocultarse en las galerías secretas y sacrificar a una parte de sus fieles para llevar al rey a la trampa.

Y se le ocurrió una nueva idea: desacreditar al rey a ojos de su pueblo. El plan que había diseñado parecía inapelable. Después de haber abandonado Mennof-Ra, reunió a una parte de los edomitas en el mar Rojo. Desde allí, atravesó la cadena montañosa que bordeaba el desierto oriental del valle del Nilo y se apoderó de las minas de oro de Kush. Auspició la rebelión de los príncipes nubios e hizo que invadieran el Doble País. Sabía que Djoser respondería a la agresión. Esperaba así tenerlo ocupado lo suficiente para poder atacar en persona el Delta y tomar el Bajo Egipto. Durante todo aquel tiempo, en Mennof-Ra, su fiel Nesameb había creado un clima de angustia haciendo que la población pensara que una maldición sobre las obras de Sakkara hacía que se multiplicaran los incendios.

Por su parte, reunió a todas las tribus edomitas y les pidió que estuvieran prestas para invadir Egipto. Por desgracia, algunos príncipes lo abandonaron, por cobardía. Aún les escocía el recuerdo de la derrota anterior. Para colmo de infortunios, el Horus acabó en poco tiempo con los nubios y recuperó las minas de oro unos meses después.

Tuvo que huir a través del mar Rojo y unirse a toda prisa a la flota edomita, diezmada a causa de la deserción de varios navíos. Con todo, logró reunir una cincuentena de barcos, fondeados en las inmediaciones de Ashqelon a la espera de sus órdenes de invadir el Bajo Egipto una vez hubiera muerto Djoser.

Los rumores de la maldición comenzaban a dar sus frutos cuando el rey regresó victorioso de Nubia. Orgulloso por esa nueva gesta, ordenó, a pesar de los numerosos incendios, continuar con los trabajos de Sakkara. Ante el aumento de la vigilancia en la llanura, a Meren-Set le fue imposible volver a ensañarse con la cantera. La ciudad estaba tomada por escuadrones de guardias azules. Tuvo que moverse con habilidad para introducir las jarras de aceite en la bodega de la nave real. Desgraciadamente, ese nuevo atentado, que debía acabar de una vez con la familia real, fracasó por culpa de un mono.

¡Por culpa de un mono!

Era para echarse a llorar. Tanto más desde que el fiel Nesameb había perecido, llevándose con él su secreto. A partir de entonces decidió armarse de paciencia y esperar a que las aguas volvieran a su cauce. Nadie sospechaba de Kaianj-Hotep y el único hombre que conocía su verdadera identidad ya no estaba entre los vivos. Cuando advirtió que el rey bajaba la guardia ante el cada vez más improbable retorno de los adoradores de Set, decidió volver a golpear. Habían pasado varios meses desde el incendio del navío real y esta vez estaba seguro de salir airoso. Había previsto hasta el menor detalle. Según la versión que pensaba ofrecer, una partida de bandidos procedentes del desierto había atacado el campamento real y matado al rey, a la reina y a todos los nobles que habían intentado, valerosamente, defenderlos.

Cumplida la misión, ordenaría a los edomitas que remontaran el río hasta Mennof-Ra para ayudarle a apoderarse de la Doble Corona. En medio del caos que inevitablemente suscitarían los acontecimientos, era imposible que no se alzara con la victoria.

Sin embargo, una vez más, aquel maldito Djoser volvía a burlarse de él.

La preocupación invadió a Meren-Set. Un dios poderoso se había aliado con su enemigo: Horus. Pero Horus no tenía envergadura para enfrentarse al dios guerrero, dijeran lo que dijeran los teólogos de Iunú. Set siempre había sido más poderoso, y continuaría siéndolo. Tan sólo era preciso devolverle la fertilidad, y de ahí los sacrificios.

Con los ojos cerrados para protegerse de la arena, lanzó un largo grito de rabia. Alguien lo había traicionado, ya que los ojeadores de Djoser eran su propia guardia. Con todo, comenzaba a dudar de ello. Aquella tempestad no podía ser sino la manifestación del dios hostil.

Se puso a chillar:

—¡Set! ¡Ayúdame! ¡Por ti combato!

Sólo el fragor de la tormenta respondió a su llamada. Meren-Set se sintió totalmente abandonado. Y aquel viento, aquella arena que azotaba su rostro y sepultaba poco a poco a sus guerreros, aquel desierto, ¿no eran acaso las manifestaciones del cuerpo de Set el seco, el árido? Comenzó a comprender que su locura había querido engendrar a un dios hijo únicamente de su imaginación, el cual, para expresarse, cometía las acciones más espantosas, un dios que se alimentaba de la sangre y sufrimiento de los hombres y que se había aposentado en la locura de uno de ellos. Un dios que sobreviviría a su muerte, que se expandiría, tanta era la insondabilidad y el misterio que envolvían al alma humana, capaz de lo mejor y de lo peor.

Sin embargo, el dios hostil tal vez no fuera diferente al mismísimo Set de los orígenes, que se armonizaba con el resto y sólo destruía para dar una vida mejor. Era la arena del desierto, aunque protegía asimismo el valle fértil. Un valle donde él, Meren-Set, no había sabido sembrar más que desolación y muerte. Y por eso, ahora Set lo rechazaba.

Toda su vida había sido un continuo de odio y venganza. Cegado por la sed de poder y una ambición desmesurada, había sacrificado a infinidad de inocentes sin el menor remordimiento. Tan sólo existía el fin. Su único amigo, Nesameb, había perecido. Había preferido que el fuego se lo llevara, aquel fuego que desde siempre lo había fascinado, antes que caer en manos de Djoser.

¡No! Todas estas elucubraciones eran falsas. ¡Set no podía traicionarlo así! ¡Meren-Set había querido devolverle la fertilidad! ¡No iba a abandonarlo!

Junto a él, adivinaba la forma alargada de Saniut, a quien había recogido poco después de haber sido repudiada por su marido. Pensó distraerse unos días con ella, mas ella le había mostrado también una lujuria insaciable y una perversidad insospechada. Tardó poco en descubrir que la necesitaba. Pero su lujuria era tal que él se sentía incapaz de dar la talla. Había consentido en ofrecerle otros hombres, so pena de quedar extenuado. Esa depravación sólo era comparable a su crueldad y su odio. La visión de la sangre de los niños, que en él satisfacía una necesidad religiosa, para ella era una forma más de gozo. Habría deseado empuñar el cuchillo sacrificador. A él le resultaba imposible pensar que tal vez ella lo hubiera traicionado, pero sabía que un día u otro tendría que acabar con su vida.

Durante la noche nadie pudo pegar ojo. La tempestad no amainaba, como si no existiera nada más salvo aquel caos ululante. Los guerreros de Meren-Set se habían tumbado en el suelo, buscando cualquier irregularidad que pudiera protegerlos. Pero todo fue en vano. Era imposible ver y tenían que cambiar de posición constantemente para evitar quedar sepultados. La protuberancia rocosa ofrecía cierta protección a Djoser y los suyos. Desde el inicio de la tempestad, se habían cobijado en las diferentes grutas situadas en la dirección contraria a la del viento. Aunque la arena no era del todo molesta, estaban hambrientos y sedientos. La última vez que habían probado bocado se remontaba a la mañana. Con la garganta seca, no se atrevían a moverse. La tiniebla era absoluta y sólo la aparición furtiva de la luna llena la interrumpía fugazmente.

Arrebujada en los brazos de Djoser, Tanis se sentía extraña. Consideraba que tal vez tuviera que mostrar miedo. Por fin el monstruo se había despojado de la máscara. Y en cuanto cesara la tempestad, al día siguiente, lanzaría al ataque a sus hordas y acabaría con ellos. Con todo, se notaba aliviada. Por fin podía dar nombre a la entidad nefasta que emponzoñaba su vida desde hacía un tiempo. Y, a pesar de la tempestad, a pesar de las tinieblas, a pesar de los sufrimientos, sentía en su interior un rayo de esperanza que se negaba a extinguirse y una profunda serenidad. El olor de la arena se mezclaba con el de la roca, y el de su compañero con el de ella. Una vez más, combatían juntos. En pocas ocasiones se había sentido tan afortunada. Estaba segura de que algo sucedería. Los dioses no podían abandonarlos así y permitir que aquel demente triunfara.

Con el alba, la tempestad amainó. Los beduinos parecían desorientados. Tres heridos, habían muerto sepultados por la arena. Cuando Meren-Set salió de los jirones de lo que había sido su tienda, que acabó viniéndose abajo, contempló la fortaleza rocosa, iluminada por el sol levante. Distinguió las siluetas que recuperaban sus posiciones defensivas. La exaltación volvió a apoderarse de él. Atrás quedaba el resquemor de la noche pasada. Ese nuevo día iba a ser testigo de su victoria.

De pronto, una nueva idea surgió en su mente. Llamó a uno de sus capitanes:

—¡Ve en busca de las hienas! —le dijo—. Podrán escoger menú.

Utilizadas en la caza del antílope, las hienas domesticadas habían permanecido en el límite de la sabana arbórea que bordeaba el desierto. Cuando Meren-Set las lanzó contra la masa rocosa, Saniut emitió un grito de triunfo. Las bestias, una veintena, destrozarían al enemigo.

Exhaustos tras una larga noche sin pegar ojo, los asediados se disponían a sufrir el terrible asalto cuando se produjo un acontecimiento inesperado: una forma amarillenta apareció por la sabana oriental en dirección al macizo. Se abrió paso entre las líneas de los beduinos y se lanzó tras las hienas. Desde la cima de las rocas, Tanis lanzó un afónico grito de alegría.

—¡Rana! ¡Es Rana!

Y en ese momento supo que estaban salvados.