Capítulo 60

Nomos de Per Uazet, dos meses atrás…

—Jamás se nos habría ocurrido investigar esas viejas ruinas de no haberse perdido una de nuestras cabras, señor.

Siguiendo al capitán de la guardia encargado de la vigilancia de la morada de los adoradores de Set, Moshem penetró en el corazón del frondoso palmeral que comenzaba en los límites de la vieja residencia y se perdía en el oeste, en las marismas. Desde hacía meses, una veintena de soldados estaban alertas ante un hipotético ataque del enemigo. Pero no aparecieron ni una sola vez. Los edificios parecían definitivamente abandonados y eran usados como campamento por los soldados.

El capitán se detuvo ante los restos de una casa derruida, invadida por la vegetación del Delta. Sólo la forma regular de la tapia sugería que antaño había vivido allí un campesino o un pastor.

—Hay una entrada disimulada en el muro, señor. Allí una cabra cayó dentro y baló. Nos costó dar con ella. Algunos pensaban que se trataba de un affrit que nos estaba jugando una mala pasada. ¡Pero yo no temo a los affrits! —añadió—. Me introduje por allí y hallé la entrada de la cripta.

Invitó a Moshem a visitar aquella improvisada escalera que conducía al interior de las ruinas. Provisto de una antorcha, Moshem descubrió la entrada de un sótano. Atravesó una primera sala y llegó hasta una segunda, mayor, cuyo suelo estaba recubierto de arena.

—¡Mire aquí, señor! —dijo el capitán, disimulando apenas su orgullo.

—¡Por los dioses! —exclamó Moshem—. El famoso tesoro de Peribsen.

Había montones de bandejas decoradas, jarrones, esteras, joyas, collares, diademas, brazaletes, pendientes… Examinó algunas piezas, y vio los jeroglíficos de los diferentes monarcas: Den, Djer, Nebré, Aha…

—Buen trabajo, Tefir. El Horus sabrá recompensarte. Ordena a tus hombres que envuelvan estos objetos cuidadosamente en las esteras. Nos los llevaremos a Mennof-Ra.

Al día siguiente, recogieron el contenido del sótano y lo cargaron a bordo de la falúa de Moshem, que decidió abandonar el lugar. No era muy probable que los adoradores de Set regresaran mientras los soldados lo ocuparan.

De retorno, mientras la vela se hinchaba azotada por el viento del norte, Moshem se vio asaltado por una duda. Según la leyenda, el usurpador había saqueado sin pudor las moradas de eternidad de todos los antiguos Horus. Sin embargo, el número de objetos descubiertos era relativamente pequeño. Así pues, no se trataba del tesoro de Peribsen. De serlo, los adoradores de Set habrían hecho todo lo posible por recuperarlo. Pero ni se habían movido. Aquella guarida no servía más que como depósito de los objetos con que se pagaba a los hombres que los partidarios de Set contrataban. El verdadero tesoro se encontraba en otro lugar, pero ¿dónde?

Una vez en Mennof-Ra, Moshem hizo entrega de los objetos a Semuré, quien los almacenó en la Casa de la Guardia Real junto a los ya recuperados.

Unos días después, advertido de la llegada de Mentucheb y Ayún, Moshem se dirigió al puerto en compañía de Anjeri para darles la bienvenida…

Kaianj-Hotep estuvo con ellos hasta que atracó el barco. Mientras los marineros tendían las amarras, Moshem y Anjeri se acercaron a los dos comerciantes, que bajaban por la pasarela.

—¡Por las tripas del Rojo! —exclamó el imponente Mentucheb al divisar al beduino—. Moshem, hijo, ¡qué alegría volver a verte!

—Me enteré de vuestra llegada y quise recibiros en persona.

—¿Y qué misterio te trae por aquí?

—Es una historia muy larga, que os contaré encantado. Pero antes permitidme que os presente a mi esposa Anjeri.

—¡Has cautivado a una de las mujeres más hermosas de Egipto! ¡Felicidades!

Ambos se inclinaron ante la joven. Mentucheb reconoció a Kaianj-Hotep y exclamó:

—Por Horus, ¡qué placer volver a veros!

Kaianj-Hotep se mostró sorprendido aunque esbozó rápidamente una sonrisa.

—¡El placer es mutuo!

—Me contaron la desgracia que os sucedió. Aún recuerdo a vuestro hijo.

—Los dioses fueron buenos y preservaron mi vida. Pero el dolor mora aún en mi interior.

Kaianj-Hotep saludó seguidamente a Ayún y se inclinó ante Anjeri y Moshem.

—Perdonadme, amigos. Lamento tener que abandonaros tan prontamente, pero debo acabar de dar órdenes a mi tripulación.

La noche siguiente, mientras una violenta tormenta invernal descargaba, Moshem apenas podía conciliar el sueño. Anjeri se dio cuenta.

—¿Qué perversa idea atormenta el corazón de mi amado señor? —le preguntó.

—Es curioso. Me pareció como si Kaianj-Hotep no hubiera reconocido a Mentucheb y Ayún. En ningún momento pronunció sus nombres, como si no los recordara.

—No me sorprende. Hacía años que no los veía. Desde que llegó de Biblos ha conocido a mucha gente. No puede recordar todos los nombres.

Moshem permaneció pensativo.

—Además, parecía ansioso por marcharse, como si temiera que Mentucheb le hiciera más preguntas.

—¿Y qué piensas de él?

—Nada, la verdad. Pero siempre me ha parecido un hombre extraño. Hace unos meses, nuestro amigo Semuré me encargó su vigilancia.

—¿Y?

—Kaianj-Hotep es el cortesano ferviente y activo por antonomasia, dispuesto a cualquier cosa para llamar la atención del rey. Sin embargo, se burla de la política y no ambiciona ningún honor. Su único deseo se reduce a seducir y aparentar. Sólo le interesan las mujeres y las fiestas. Estudié los archivos que guardaba el responsable de los asuntos reales. Su familia es muy antigua y noble; sus ancestros combatieron junto al Horus Menes. Tuvo un papel importante en la creación de embajadas en las costas del Levante, como en Ashqelon o Biblos. También descubrí que el padre de Kaianj-Hotep, Hetepzefi, era primo de Peribsen. A pesar de ese parentesco, no traicionó a la dinastía legítima. Gracias a Hetepzefi, las embajadas en el Levante permanecieron fieles al rey Jasejemúi. Rompieron las relaciones con Kemit durante el reinado de Peribsen en el Bajo Egipto y una parte del Alto.

—Kaianj-Hotep siempre se ha mostrado fiel para con el rey y éste le ha dado muestras de su amistad. ¿Acaso estás celoso, como Semuré?

—No, preciosa. No siento la menor envidia por él. Pero tampoco olvido que fue él quien obsequió a la reina con la manicura nubia que intentó asesinarla con la ayuda de la magia. Y quien, durante la cacería de hipopótamos, acabó con el sirviente que trató de envenenar al rey. Tal vez se dejó llevar por la ira, pero tal vez también lo hiciera para evitar que hablara. Y hay algo más: Inmaj se tropezó con él cuando había ido a refugiarse a su dominio en Per Uazet. Aquella misma noche su padre, Ferá, reapareció para involucrarla en las terribles aventuras que te ha contado. Y eso no es todo. Kaianj-Hotep no estaba en palacio durante el ataque contra el templo de los adoradores de Set. Podría ser perfectamente uno de los que huyeron.

Anjeri miró a su marido asustada. Y respondió:

—Todo eso no demuestra nada. Pasa la mayor parte del tiempo en su propiedad de Hetta-Heri.

—Su condominio está en la orilla opuesta al de los adoradores de Set.

—Te lo acaba de decir. Incluso te propuso que apostaras a tus soldados en su territorio. ¿Acaso desearía llamar la atención sobre su persona si tuviera algo que ocultar?

—Puede ser un medio muy hábil de desviar las sospechas. Así podrá tener bajo vigilancia a mis centinelas. Esta proximidad podría explicar la rapidez con que esos diablos desaparecieron cuando quisimos sorprenderlos.

—¿Por qué un hijo de una familia tan respetable urdiría un complot contra el rey?

—No lo sé, mi dulce Anjeri, pero estoy dispuesto a descubrirlo.

—¿Qué piensas hacer?

Moshem reflexionó.

—De entrada, aceptaré la propuesta de Kaianj-Hotep y enviaré algunos guerreros a su dominio para aplacar su desconfianza. Después viajaré a Biblos.

—¿A Biblos? ¿Quieres marcharte a Biblos?

—Estoy seguro de que la clave del misterio se encuentra allí. Creo que ahí pasó algo muy distinto a lo que nos explicó. Pero no quiero que lo sepa el rey. Kaianj-Hotep es su amigo. Debo reunir pruebas antes de acusarlo.

—¿Qué le dirás a Semuré?

—Él será la única persona que esté al corriente de mi misión. Al resto les diré que voy a inspeccionar el Delta.

Con un nudo en la garganta, Anjeri gimoteó:

—Te irás por mucho tiempo…

—Regresaré en menos de dos meses.

—¿Dos meses? ¡No podré vivir sin ti durante dos meses! ¡Llévame contigo!

—¡Ni pensarlo! Es un viaje muy peligroso.

—Si vas a poner en peligro tu vida, quiero estar a tu lado.

—¡Me niego! Esta aventura es demasiado arriesgada.

—¡Llévame, por favor!

—¡No!

Era como intentar convencer a un torrente de que regrese a su cauce. Y finalmente Moshem tuvo que claudicar.

Unos días después, la joven pareja embarcaba en el navío de Mentucheb y Ayún, que regresaban a Biblos con un cargamento de lino y grano. Los acompañaban Nadji y media docena de guerreros fieles al beduino.

Al contrario de lo esperado, el viaje transcurrió sin incidentes. Anjeri, que navegaba en mar abierto por primera vez, se sentía más tranquila que el propio Moshem, lo que provocaba la hilaridad de la joven. Por la noche, Mentucheb y Ayún les hablaban del agitado viaje que habían realizado seis años atrás en compañía de un joven llamado Sahuré, que no era sino la reina Tanis que huía de Egipto.

Cuando navegaban por la costa del este, divisaron, no lejos de Ashqelon, una concentración poco habitual de navíos edomitas, aunque en número insuficiente para inquietar a los egipcios.

—¿Qué hacen? —preguntó Anjeri.

—Parece que han decidido crear una flota comercial —respondió el delgado Ayún.

—O de guerra —observó Moshem.

Menos de un mes después, el navío arribó a Biblos, puerto egipcio en las costas del Levante desde hacía más de dos siglos. Entusiasmada pero cauta, Anjeri desembarcó en aquel mundo desconocido, fascinada por todo lo que veía, sorprendida por el lenguaje de las gentes, por las botas que calzaban, por las túnicas de los sumerios…

Tras despedirse de los dos comerciantes, Moshem decidió acogerse a la hospitalidad del gobernador de la ciudad. Éste recibió al joven capitán, amigo del faraón, con grandes aspavientos. El ojo de Horus que lucía era el mejor salvoconducto posible.

—¿El señor Kaianj-Hotep? Abandonó Biblos hace años, después de la tragedia que sufrió. Mi corazón se alegra al saber que ha recuperado el gusto por la vida.

—Tú lo conociste a fondo. Háblame de él.

—Su padre y yo éramos amigos de la infancia. Luchamos juntos contra el usurpador, quien pese a todo era nuestro propio primo. Pero Hetepzefi no compartía sus opiniones. Peribsen quería convertir a Set en el dios más poderoso y llevar a Kemit a una guerra de conquista que haría de Biblos uno de sus puntos estratégicos. Era aberrante. Siempre hemos tenido una relación excelente con los habitantes del lugar, con quienes realizamos todo tipo de intercambios. Las ambiciones de Peribsen eran absurdas. En los países del Levante existen muchas naciones tan diferentes, nómadas o sedentarias, que es imposible intentar dirigirlas centralizadamente. No sirve de nada someterlas. Más vale comerciar con ellas.

—¿Y Kaianj-Hotep?

—Compartía las opiniones de su padre. Se alegró mucho cuando Neteri-Jet ascendió al trono del Doble País. Siempre mostró sus preferencias por el dios Horus. Cuando se marchó, perdí a un excelente amigo. Era un hombre bueno por naturaleza, siempre de buen humor y que supo hacerse querer por sus sirvientes y estimar por sus interlocutores. No había nadie como él para solventar los conflictos que se producían durante las negociaciones comerciales. Incluso los sumerios lo respetaban.

—¿Qué le sucedió exactamente?

—Una noche, un incendio insólito destruyó su casa. Fue imposible apagarlo. Su hijo murió, así como la mayoría de la servidumbre. Él logró escapar de las llamas, pero aquella tragedia lo marcó profundamente. Vino a despedirse de mí antes de partir hacia Egipto. Me explicó que no deseaba permanecer en Biblos después de lo que había pasado. Estaba destrozado. Y respeté su decisión.

—¿Recibiste noticias suyas después de su marcha?

—Por desgracia, no. Pero no se lo reprocho. Imagino que asocia mi imagen a la del hijo perdido y a la de Biblos.

Más tarde, a solas con Anjeri en los aposentos que el gobernador les ofreció, Moshem empezó a pensar que aquel viaje sería en vano. El retrato que el gobernador de Biblos había trazado de Kaianj-Hotep era el de un hombre de una intachable reputación, víctima de un accidente espantoso que se había cobrado la vida de su hijo. Y ese retrato se correspondía con el del cortesano de Mennof-Ra. Al contrario de lo que Moshem suponía, no cabía duda de que había reconocido a Mentucheb y Ayún. Pero, al igual que todo aquello que le recordaba el drama de Biblos, se negaba a revivirlo.

Así pues, tal vez habría que buscar las respuestas en otro lugar, intentar descubrir quién había provocado aquel incendio.

Al día siguiente, mientras un sol radiante caía sobre aquella ciudad industriosa, Moshem y Anjeri, seguidos por Nadji y los soldados, se dirigieron hacia las colinas. Las ruinas de la vivienda de Kaianj-Hotep se alzaban en un vasto terreno bordeado por un acantilado, situado al cabo de una callejuela desde la que se dominaba la ciudad y un mar de un azul resplandeciente. En el puerto, los barcos parecían juguetes. Había un callejón sin salida y pocas viviendas más.

A pesar de la abundante vegetación que se había apoderado del lugar, aún se podía advertir que un violento incendio había destruido la casa, de la que no quedaban en pie más que las paredes maestras, recubiertas por enredaderas. Varios arbustos ocupaban el corazón de la estancia principal, mientras otros cubrían las cocinas y la panadería, cuyos hornos estaban llenos de roedores. En algunos lugares la piedra parecía reducida a polvo a causa de un calor tal que no había dejado tras de sí más que superficies negruzcas sobre las que ya no podía crecer nada más.

Con parsimonia, Moshem recorrió las ruinas, intentando descubrir algún indicio improbable. Con todo, en lo más hondo de sí, una voz le susurraba que la solución del enigma se encontraba allí. Tenía la impresión de estar soñando despierto, como si Rammán le hubiera enviado alguna imagen. Tal vez los fantasmas que aún poblaban aquellos parajes intentaban comunicarse con él.

De repente sintió la desagradable sensación de quien es espiado. Escrutó alrededor, sin éxito. Tras abandonar las ruinas, se dirigió hacia la primera casa habitada. Pero no le abrieron la puerta, tal como sucedió con las restantes.

—Parece que tienen miedo —murmuró Anjeri.

Finalmente, en la entrada del callejón, una anciana accedió a hablar con él. Con mirada huidiza, se aferró al brazo del joven con una mano semejante a una garra.

—¿Qué busca en estas ruinas, señor? ¿Acaso no sabe que es un lugar maldito?

—Explícate.

—Hace cuatro años los demonios liberaron las llamas del mundo subterráneo contra la morada del señor que la ocupaba. Su hijo y sus sirvientes perecieron.

—Lo sé.

—Algunos dicen que se fue de la ciudad. Otros aseguran que su espíritu aún vaga por las ruinas de la casa.

—¿Y cómo es eso?

—No lo sé, señor. Pero es un lugar peligroso. Más os valdría marcharos de aquí si no queréis que los demonios se ensañen contra vos.

—Gracias por tus consejos, anciana.

Regresó hacia las ruinas. Anjeri lo seguía con inquietud.

—No te entiendo, Moshem. ¿Qué esperas descubrir en un lugar tan siniestro?

—Tal vez el espíritu de Kaianj-Hotep.

—Kaianj-Hotep está en Egipto. Su espíritu no puede hallarse aquí.

Moshem no respondió. Volvía a sentir que alguien vigilaba sus pasos. Discretamente, se dirigió a sus soldados mediante señas y éstos se dispersaron lentamente, ocupando las ruinas. De pronto, Nadji gritó:

—¡Ahí! ¡Un hombre! ¡Huye!

Tras un muro ennegrecido por las llamas una silueta claudicante intentaba alcanzar un hueco en la roca. Pero los soldados se abalanzaron sobre ella con presteza.

Era un anciano calvo de barba hirsuta y blanca. Su delgadez esquelética indicaba que no podía comer todos los días según su voluntad.

—¿Quién eres? —le preguntó Moshem.

Con la mirada asustada, el anciano intentó zafarse, pero le era imposible escapar.

—¡Habla! —insistió el beduino—. No queremos hacerte daño.

Para tranquilizarlo, Anjeri le tendió un pastelillo de miel que había comprado aquella misma mañana. El anciano lo devoró mientras su mirada escurridiza iba del uno al otro. Finalmente dijo.

—Mi nombre es Affar, señor. Era uno de los esclavos del señor Kaianj-Hotep.

—¿Recuerdas qué sucedió la noche del incendio?

El viejo meneó tristemente la cabeza.

—¡Oh, sí! Fue terrible. Mi señor había acabado de comer. Como solía tener por costumbre, charlaba con su hijo en el jardín y me envió por una jarra de vino de Egipto. Y gracias a eso aún sigo con vida, señor. Me disponía a bajar al sótano donde almacenábamos las bebidas cuando unos hombres irrumpieron en la casa. No comprendí qué sucedía. Oculto tras un muro, vi cómo los hombres mataban a los sirvientes que se hallaban en la cocina. Los degollaron como a carneros. Sentí tanto miedo que me escondí en el sótano, detrás de las grandes tinajas. Los criminales no dieron conmigo. Desde mi escondite, oí los gritos de mis compañeros. Me habría gustado ayudarlos, pero sólo era un anciano y no podía hacer nada. Y después llegó el silencio. Un olor nauseabundo invadió la casa. Y al poco, todo ardió. Como si las llamas del reino de los muertos hubieran enloquecido. Intenté huir, pero estaba rodeado por el fuego. Era una hoguera extraña, viva. Tuve la impresión de que algo, tal vez una voz humana, pronunciaba mi nombre. Nunca había sentido tanto miedo. Tuve que regresar al sótano, donde me quedé durante dos días. Finalmente decidí salir. Todo había adquirido un tono negruzco, y no quedaba casi nada en pie. Algunas paredes aún humeaban. El suelo ardía bajo mis pies. Conseguí llegar hasta la calle. Los vecinos creyeron que era un espectro que regresaba del reino de los muertos y me arrojaron piedras para que me fuese. Estaba aterrado, no sabía qué hacer. Huí y empecé a caminar. No sé cómo llegué hasta el puerto. Y ahí, a lo lejos, vi cómo mi señor Kaianj-Hotep embarcaba en un navío. Era él, no me cupo la menor duda. Quise unirme a él, pero mis viejas piernas apenas me sostenían. Cuando llegué, la nave ya había zarpado.

—¿Y qué hiciste?

—No sabía adónde ir, señor. Siempre había vivido en esta casa, pues había sido sirviente del señor Hetepzefi, el padre del señor Kaianj-Hotep. Así que regresé a las ruinas y las ocupé. Con el tiempo, los vecinos acabaron aceptándome. No quieren dirigirme la palabra, pero de vez en cuando me dejan comida en un rincón.

—¿Por qué atacaron esos hombres la morada de tu señor? ¿Y por qué, después de haber matado al hijo y los sirvientes, permitieron que huyeras con vida?

—No lo sé, señor.

Moshem escrutó el rostro del viejo.

—Tengo la impresión de que me ocultas algo.

—Os lo juro, señor. No sé nada más.

—¡Habla! Proteges a alguien, ¿no es así? ¿De quién se trata?

—¡No diré nada, señor!

—No temas, Alfar. Dime qué sucedió y nada te ocurrirá.

El anciano dudó antes de añadir, con voz entre colérica y doliente:

—El señor Kaianj-Hotep fue el mejor amo que jamás tuve. Nunca me azotó. Era un hombre bueno. Pero aquella noche infernal me sentí presa de una duda. Cuando regresé a las ruinas descubrí nueve cuerpos calcinados. Uno era el de un niño de diez años, el hijo de mi señor, y siete pertenecían a los sirvientes.

—¿Y el noveno?

Affar apretó los dientes para contener las lágrimas y prosiguió:

—No sabía a quién podía pertenecer. Pero al cabo de un momento vi el anillo de mi señor. No se había quemado, así que lo recogí. Pero no sé qué creer. Mi señor jamás se separaba de aquel anillo, un regalo de su madre. Pensé que aquél podía ser su cadáver. Y sin embargo, dos días después del incendio, vi cómo mi señor abandonaba Biblos a bordo de un barco.

Moshem meditó unos momentos y declaró:

—Si admitimos que tu señor murió en el incendio de su casa, ¿quién era el hombre que viste embarcar?

El anciano se sumió en un mutismo obstinado.

Moshem se impacientó:

—¿Por qué te niegas a hablar?

Tras él, una voz femenina respondió a su pregunta:

—Para protegerme, señor.

El joven se volvió de golpe y vio a una andrajosa mujer rubia. Pese a ello, de su porte se desprendía un origen noble. El viejo Affar se postró a los pies de ella.

—Señora, ¿por qué? No había dicho nada, no había hablado de vos.

—Lo sé, mi fiel amigo. Pero ya no soporto vivir así. Hay un medio de vengarse y no dudaré en usarlo. Estoy dispuesta incluso a perder la vida.

—¿Quién eres? —le preguntó Moshem.

—Mi nombre es At-Ebne. Soy una princesa acadia.

—¿Y de quién deseas vengarte?

—De Meren-Set, el nieto de aquél al que los egipcios denominan el usurpador.

—¡Por los dioses! El señor Imhotep tenía razón —exclamó Moshem.

La joven se sentó en la tapia e inició un extraño relato.

—Lo conocí en Ur. Venía de Taimeh, la capital del país de los edomitas. Era un personaje fascinante, encantador y divertido. Me sedujo y me convertí en su amante. Creí que se casaría conmigo. Así pues, cuando me pidió que abandonara a mi familia y me fuese con él, acepté. Más me habría valido morir. Poco a poco, fue desvelando su verdadero rostro, el de un ser corroído por la ambición y obsesionado con reconquistar el trono de su abuelo. Al principio yo no sabía quién era, pero cuando abusaba de la bebida me relataba su historia. Su abuelo era el usurpador Peribsen. Tras su derrota, Peribsen le ordenó a su hijo Hapú-Hopte que abandonara Egipto y se refugiara en el desierto. Le confió la ubicación del tesoro que había acumulado con los saqueos. El botín estaba en un lugar secreto y custodiado por guerreros fieles. Posteriormente, Hapú-Hopte llegó hasta Edom, donde pudo refugiarse en la corte del soberano, con el que se alió. Meren-Set, su hijo, nació en Taimeh. Creció convencido de que el trono de Kemit le pertenecía y que debía arrebatárselo a los descendientes de Jasejemúi.

»Hace unos años, Hapú-Hopte selló una alianza con los edomitas y los Pueblos del Mar para invadir Kemit. Pero fueron derrotados y Hapú-Hopte murió durante los combates. Meren-Set quería vengar su muerte y recuperar el trono que le pertenecía. No disponía de los efectivos suficientes pero tenía algo a favor: su padre le había revelado el lugar del desierto del Amenti donde se hallaba el tesoro de Peribsen.

»Partimos de Ur con destino a Lagash. Allí, Meren-Set conoció a un individuo sospechoso con quien trabó amistad. Se llamaba Nesameb y había tenido que huir de Urik porque lo consideraban un hechicero. Había fingido su muerte al incendiar su propia casa. A mí me daba miedo, porque su rostro había sido destruido preso de las llamas. Él sabía preparar una especie de líquido extremadamente inflamable.

»Por aquel entonces, yo aún desconocía muchas cosas de Meren-Set. A menudo, sin embargo, me hablaba de cambiar la religión de Egipto y reimplantar la de su padre, quien afirmaba que el dios Set era el más poderoso. Aseguraba que era preciso devolverle la fertilidad de la que le había despojado el dios Horus.

—Conoces bien nuestros dioses para ser acadia.

—A fuerza de oír hablar de ellos, acabé adoptándolos. Sabía que sus aliados edomitas no eran suficientemente poderosos para volver a intentar la invasión de Egipto. Día y noche, urdía con Nesameb planes cada vez más complicados e incomprensibles. Yo veía cómo se iba sumiendo en una suerte de locura mística. Afirmaba ser el único heredero de la corona de Set, la encarnación del dios. Un dios cuya fertilidad quería restablecer.

At-Ebne hizo una pausa. Sus ojos brillaban por las lágrimas contenidas. Con voz entrecortada por la emoción, prosiguió:

—Mi vida se convirtió en una pesadilla. Fuera de los muros de Lagash, él organizaba ceremonias execrables durante las cuales sacrificaba a niños. Me… me obligó a beber su sangre para vincularme a su maldito dios.

Moshem la cogió de la mano suavemente.

—Conocemos todos esos horrores. Ha cometido los mismos crímenes en Egipto.

—Me habría gustado abandonarle, pero me amenazó con una muerte horrible si lo hacía. Así pues, a pesar del miedo que sentía, me quedé a su lado. Un día declaró que estaba listo y abandonamos Lagash en dirección a Biblos. Me dijo que iba a visitar a su primo Kaianj-Hotep. Eran como gemelos. Yo temía encontrarme con otro personaje tan repugnante como él. Sin embargo, Kaianj-Hotep era una persona encantadora que nos acogió con los brazos abiertos. Por desgracia, era demasiado ingenuo.

»Affar no te ha explicado que la noche del incendio, el señor de la casa ofrecía una cena en honor de su primo, al que no veía desde hacía años. Cuando los guerreros de Meren-Set irrumpieron por sorpresa en la casa, vi cómo Meren-Set le asestaba personalmente una puñalada a Kaianj-Hotep, como si un hermano asesinase al otro. Sus hombres aniquilaron a los esclavos e incluso al joven, que intentó escapar entre gritos. Fue una carnicería espantosa. Quise huir, pero estaba atrapada entre dos guerreros. Cuando todo hubo concluido, Meren-Set se acercó y me dijo: “Mi bella At-Ebne, creo que aquí se separan nuestros caminos. Ya sabes demasiadas cosas de mí. Sabes dónde se encuentra mi tesoro y en cualquier momento me traicionarás. Así pues, he de abandonarte aquí”.

»Creí que iba a degollarme, como había hecho con el resto. Pero sólo me golpeó brutalmente en el estómago. Luego sus hombres me ataron.

»—No quiero que fallezcas de inmediato —me dijo—. Así podrás comprobar la eficacia del producto de mi amigo Nesameb.

»Grité, le supliqué, pero su decisión era implacable. Reía dando patadas a los cadáveres ensangrentados. Sus hombres rociaron con un líquido espeso el suelo y las paredes. Uno de ellos lanzó una antorcha y a continuación todos huyeron. El fuego se desencadenó inmediatamente. Empecé a chillar, desesperada. Pensaba que moriría quemada viva cuando Affar surgió del sótano y me llevó a cubierto. Desde entonces vivimos los dos en estas ruinas.

—Una historia espantosa —murmuró Anjeri.

—Debemos regresar a Egipto —declaró Moshem—. Por fin sabemos quién es nuestro enemigo.

Cogió a At-Ebne por los hombros.

—¡Escucha! Eres la única que puede desenmascarar a Meren-Set. Debes venir con nosotros a Mennof-Ra. El Horus Djoser sabrá recompensarte si le ayudas a desenmascarar a Meren-Set.

La joven no vaciló:

—¡Iré contigo!