Capítulo 58

De vuelta del laberinto, nadie, ni siquiera Tanis, habría sido capaz de describir los sentimientos de Djoser. En la Gran Morada, nadie sabía adónde se había dirigido el Horus en compañía de Imhotep. Incluso habían mantenido a distancia a Semuré, encargado de la protección del monarca. Los comentarios y suposiciones se multiplicaron cuando el rey se aisló en la naos.

Permaneció allí hasta la mañana siguiente y celebró, como de costumbre, la elevación de la Ma’at. Posteriormente, le pidió a Imhotep que reuniera a la corte al completo.

Al mediodía, la sala del trono se llenó con todas las personalidades de Kemit, los sumos sacerdotes de los diferentes templos, los terratenientes y los ricos comerciantes, muchos de los cuales ocupaban altos cargos. Todos lucían suntuosas vestiduras de lino, dominadas por el rojo, el azul y el verde. La emoción invadía la sala, pues nadie dudaba que el rey hablaría de la ciudad sagrada y de la maldición que pesaba sobre ella. Se especulaba con la continuación o la interrupción de las obras.

La multitud quedó impresionada ante la majestuosidad y la autoridad que reflejaba el rostro del monarca, perfectamente hierático en el trono de ébano adornado con patas de león. En su cabeza reposaban ambas coronas, ornadas con la cobra femenina. El nejeka y el heq, el mayal y el cayado, se cruzaban en su pecho, cubierto por un medallón de oro. La falsa barba de cuero trenzado y el paño real con el taparrabos completaban su vestuario.

Junto a él se encontraban el gran visir Imhotep y la reina Nefertiti, cuya radiante belleza iluminaba la estancia. En la frente de la Gran Esposa resplandecía una diadema de oro y plata engastada de turquesas. Y en su pecho, un collar en el que se alternaban lapislázulis, amatistas y turquesas.

En la entrada, un capitán de la guardia anunciaba la llegada de los personajes.

—El señor Nemah-Ptah, responsable de la lavandería real…

—El señor Anj-Meri-Tot, responsable de los abanicos reales…

—El señor Hetep-Marej, responsable de las sandalias reales…

—El señor Aun-Nefer, guardián de las Dos Magas, Guerrero de Su Majestad…

Con rostro impenetrable, Djoser acogía uno a uno a los altos dignatarios. La mirada impasible de éstos denotaba la satisfacción vanidosa en cuanto oían el anuncio de sus funciones. A pesar de sus reticencias, tuvo que rendirse a la tradición ancestral que consistía en otorgar a una serie e individuos ineficientes títulos rimbombantes con apenas contenido práctico. El responsable de la lavandería real jamás metía las manos en el agua para lavar los vestidos del rey, lo dejaba todo a cargo de sus sirvientes. El responsable de los abanicos reales se contentaba, durante las grandes manifestaciones oficiales, con caminar junto a la litera real del soberano sosteniendo un pequeño abanico que justificaba su función. Diversos esclavos, en la misma litera, garantizaban su cometido dando aire al soberano con plumas de avestruz.

En los primeros tiempos de su reinado, Djoser había pensado suprimir esas inútiles distinciones que incrementaban los gastos del Tesoro, pues cada una de ellas estaba remunerada según reglas fijadas en el inicio de la historia de Kemit. Pero Imhotep lo había disuadido.

—Los hombres anhelan los honores y las recompensas —le explicó—. Esta tradición puede parecer onerosa, pero tiene muchas ventajas. Esas funciones honoríficas les obligan a permanecer a tu alrededor. Así puedes vigilarlos y cortar de plano las intrigas que nacen en los patios. Vendrán a suplicar tu limosna como un perro espera el hueso que su amo se digna a darle. Entretanto, se guardarán de conspirar en tu contra. Estos títulos fútiles son un medio para mantenerlos bajo tu manto satisfaciendo, únicamente, su vanidad.

Desde entonces, Djoser se habituó a dicha costumbre, que le había mostrado un aspecto desconocido del alma humana. Esa ridícula carrera de los hombres por hacerse con más y más honores había acabado divirtiéndolo, porque le permitía ver hasta dónde eran capaces de humillarse para obtener los favores que pretendían. El arte de gobernar estaba basado en todas esas mezquindades.

La gran sala del trono se llenó. A una señal de Imhotep, se hizo el silencio y Djoser habló.

—Pueblo de Kemit, hace tres años que iniciamos la construcción de un monumento extraordinario, una ciudad sagrada donde confluirán el mundo de los néteres y el de los hombres. Desde entonces se respira un clima enrarecido en el Doble País. En varias ocasiones, la Gran Esposa y yo mismo hemos sido víctimas de atentados. Nuestros hijos, el príncipe Nefer-Sejem-Ptah y la princesa Jira, fueron secuestrados. Gracias a la benevolencia de los dioses, esos complots fracasaron.

»Llevamos a cabo una investigación que nos reveló la existencia de una secta secreta compuesta por unos individuos adoradores del dios rojo y cuyo objetivo era sumir a Kemit en el caos. Esos seres monstruosos asesinaban a madres jóvenes para secuestrar a sus pequeños, que eran degollados en el altar de un dios bastardo, hijo de Set y del demonio edomita al que llaman Baal. Descubrimos el templo donde llevaban a cabo esos sacrificios ignominiosos. El infame Ferá, el antiguo visir del buen dios Jasejemúi, cayó durante los combates con ocasión de la destrucción del templo maldito.

»Creímos haber acabado con aquella plaga. No obstante, hace unos meses los edomitas invadieron las minas de oro de Kush. Nuestros soldados fueron convertidos en esclavos y tuvieron que extraer el oro para éstos. Poco después, varios príncipes nubios se rebelaron y asesinaron a nuestros aliados en Kush. Los vencí y recuperé las minas de manos de los edomitas. Mucho antes de mi partida, se propalaron por Mennof-Ra rumores de una supuesta maldición que pesaba sobre la cantera de Sakkara. Predecían la llegada de desgracias en las Dos Tierras si se continuaba con la construcción de la ciudad sagrada.

»Después de mi marcha hacia Nubia, varios incendios misteriosos acabaron con decenas de ciudadanos y obreros y, hace sólo tres días, ese terrible fuego-que-no-se-extingue se cobró la vida de uno de mis más fieles compañeros, el almirante Setmosis. Mi corazón se entristece al hablaros así de él, pues no hemos recuperado su cuerpo y me será imposible ofrecerle la morada de eternidad que se merecía. Setmosis era un amigo y fue un gran soldado. Luchó en varias ocasiones junto a mí. Estaba al frente de la flota de Mennof-Ra que repelió al invasor edomita, participó en la campaña contra el templo rojo de Set y recientemente me había acompañado a Nubia, donde sus conocimientos de la navegación nos permitió franquear sin problemas la Primera Catarata y aplastar a los rebeldes. Y hace tres días sacrificó su vida para capturar al responsable de aquellos terribles incendios.

»Algunos de vosotros estáis convencidos de que todos estos siniestros se deben a los dioses, soliviantados por la construcción de la ciudad sagrada. Quiero deciros a quienes así pensáis, con toda rotundidad, que os equivocáis. He hablado con los dioses y éstos me han respondido. Están totalmente de acuerdo con la construcción de la ciudad y no tienen nada que ver con las catástrofes que han asolado al Doble País. Éstas son obra de los partidarios de Set, esos malditos criminales que aseguran descender del dios híbrido Set-Baal. Han logrado sobrevivir y aún hoy continúan con sus planes de destrucción y odio contra Kemit.

Hizo una pausa y, elevando lentamente el tono, proclamó:

—Yo acuso a los adoradores de Set de haber difundido esa falsa maldición con el objeto de desestabilizar las Dos Tierras y preparar una nueva invasión edomita. Acuso asimismo al siniestro personaje que los dirige y que no tiene el valor para atacarme de frente. Da así muestras de su valor y catadura, limitándose a degollar a mujeres y niños indefensos. Este ser despreciable aparece también en lugares aislados, oculto tras los rasgos del usurpador Peribsen, y les hace creer que ha regresado del reino de Osiris. Así ha podido conseguir que algunos jefes nubios se unan a su abominable causa. Con todo, su miserable fracaso es una muestra de su pusilanimidad.

Djoser guardó silencio antes de continuar:

—¡Y sé que ese hombre me está escuchando en este momento, pues se encuentra en esta sala!

Un murmullo recorrió a los asistentes. El rey prosiguió:

—Pese a que desconozco de quién se trata, quiero que sepa que ha fracasado. Hemos frustrado su plan. No cederé a su chantaje pues eso significaría que Setmosis y todos los que han muerto en los incendios perecieron en vano. Quiero que sepa también que a partir de hoy, el Horus Neteri-Jet le librará un combate implacable y que no habrá lugar de Kemit donde pueda sentirse a salvo.

Djoser hizo una pausa. La concurrencia se miraba entre sí en busca de una señal que desvelara quién era el traidor: palidez, inquietud injustificada, vergüenza, respiración entrecortada. El rey continuó con firmeza:

—No pesa ninguna maldición sobre la llanura sagrada. Los demonios con que los cómplices del falso Peribsen han querido atemorizar a nuestro pueblo no existen. Así pues, proseguiremos con la construcción de la ciudad sagrada de Sakkara. ¡Que así se escriba y se cumpla!

Jipa, el escriba real, transcribió concienzudamente las palabras del soberano. Siguió un largo silencio. Luego, se elevó un murmullo, reflejo de la polémica decisión de Djoser. Algunos la aprobaban plenamente. Otros, al contrario, temían que un hálito de fuego surgido de la nada los engullera.

Pero no sucedió nada y todo el mundo se retiró en medio de la confusión, después de postrarse ante el rey. Junto a él, Imhotep reflejaba satisfacción.

A partir del día siguiente, la proclama del rey recorrió la capital. Poco a poco, los obreros fueron olvidando sus temores y regresaron a la llanura de Sakkara. Y la cantera recuperó el aspecto de hormiguero.

Unos días después, Moshem, acompañado por su esposa Anjeri, aguardaba la llegada de un navío procedente del Levante y avistado por los vigías. En él viajaban los inseparables Mentucheb y Ayún. Moshem no había olvidado el viaje realizado con ellos ni el de Tanis, seis años atrás. Puesto que había abandonado Kemit poco después de su nombramiento como responsable de las investigaciones reales, no estaban al corriente de su presencia en suelo egipcio. Y por ello el motivo de su regocijo sería doble.

Como de costumbre, la actividad en el puerto era febril. De repente, Moshem vio entre la multitud a Kaianj-Hotep, que se dirigía hacia él con una sonrisa de oreja a oreja. En su presencia, se inclinó con respeto.

—Señor Moshem, mi corazón se alegra por tener ocasión de hablarte. Sé que nuestro bienamado soberano, Vida, Fuerza y Salud, te ha nombrado capitán de la Guardia Azul que manda nuestro amigo Semuré. Parto hoy para mi dominio en Hetta-Heri, donde permaneceré unos días. Quiero transmitirte mi apoyo en la lucha que el rey ha decidido librar contra los adeptos a Set. Sé que poseen un cuartel situado en uno de los afluentes del Nilo que separa los nomos de Hetta-Heri y Per Uazet. Mi condominio se encuentra también allí. Si mi ayuda puede serte de alguna utilidad para vigilar su guarida, no dudes en acudir a mí.

—Os lo agradezco, señor.

—¡Ahí están! —exclamó Anjeri con voz alegre.

En efecto, el navío de los comerciantes se acercaba y Moshem reconoció, a pesar de la distancia, las siluetas del gran Mentucheb y del delgado Ayún. El corazón del joven le dio un vuelco.

—¿Esperas a unos amigos? —preguntó Kaianj-Hotep.

—Unos amigos que no he visto en años. Me encantaría presentároslos, si puede esperar.