Al día siguiente, cuando el alba iluminaba el valle del Nilo con una luz malva, Djoser e Imhotep se pusieron en marcha después de cruzar hasta la orilla oriental. Les acompañaban una docena de hombres, entre quienes se encontraban, además de Bejen-Ra y Hesirá, varios sacerdotes de Ptah, Horus e Isis. Una escolta de guardias del gran visir seguía al cortejo.
Tras abandonar las tierras fértiles, el grupo se internó en el desierto, bajo la mirada perpleja de algunos campesinos madrugadores. Tras varias horas de marcha agotadora, llegaron a una formación rocosa caótica en la que no tardaron en reconocer una abertura. Mientras la escolta de soldados se preparaba para aguardarlos en el exterior, Imhotep hizo un aparte con Djoser.
—Amigo mío, éste es un lugar sagrado. Salvo los Iniciados, nadie ha penetrado en él jamás. Así pues, debes jurar que nunca explicarás lo que te será revelado en su interior. ¿Lo juras?
El rey dudó antes de declarar con voz decidida:
—Lo juro. Mi palabra es la de Ma’at.
Imhotep inclinó la cabeza y lo invitó a seguirlo. Sus compañeros cerraban la comitiva. El grupo se adentró en unos pasadizos de paredes lisas gris rojizo. El rey se dio cuenta de que le sería imposible encontrar por su propio pie el camino de regreso. Impresionado por lo lúgubre del lugar, topó con algo que se deshizo bajo sus pies. Más tarde comprendería que se trataba del cadáver momificado de un ladrón del desierto.
—Muchos ladrones han tratado de descubrir el secreto de este lugar —le explicó Imhotep—. Pero ninguno lo ha logrado.
Finalmente llegaron a un callejón sin salida. Atónito, Djoser vio cómo la pared se abría para dejar entrever una escalera que descendía a las entrañas de la tierra. Poco después se encontraban en una extraña sala, que se fue iluminando a medida que los Iniciados encendían las lámparas de aceite ocultas en las cavidades de la roca. El rey observó que los muros de la sala estaban cubiertos por nichos donde se acumulaban todo tipo de documentos y objetos misteriosos.
—¿Dónde estamos? —preguntó inquieto.
—Te encuentras ante el Laberinto sagrado del Conocimiento. Únicamente los Iniciados saben cómo llegar hasta él y cómo salir de él. Nadie sabe cuándo se construyó. Sin duda existe desde el origen de los tiempos. A excepción del gran Menes, nunca un faraón ha sido admitido en su interior. Tú eres el segundo.
Le mostró las celdas.
—Todo el saber del mundo se encuentra en estos libros y en estos objetos. Así queda a salvo del fragor de las batallas y las estériles luchas por el poder. Somos los Iniciados, los guardianes del conocimiento y la sabiduría. Algunos secretos custodiados por el laberinto son tan sorprendentes que sería demasiado peligroso divulgarlos. Si cayeran en manos de individuos sin escrúpulos y ambiciosos, la utilización que les darían podría sumir a las Dos Tierras en el caos.
—Hay infinidad de libros. Ni siquiera la biblioteca de la Gran Morada tiene tantos. Haría falta toda una vida para estudiarlos. ¿Qué contienen?
—Informes sobre experimentos médicos y científicos, la historia de Kemit desde mucho antes de la unificación de Menes. Algunos rollos son relatos de viajes. Desde siempre, los egipcios han construido naves que los han llevado muy lejos, más allá incluso de lo que tu imaginación puede concebir. —Le señaló un rollo grueso, atado con unas cintas de cuero—. Éste, por ejemplo, evoca el periplo de un navegante que se dirigió hacia el oeste y descubrió que el Gran Verde desembocaba en un mar aún más vasto. Visitó países donde hacía tanto frío que el agua se solidificaba y donde los hombres construían grandes círculos rocosos para observar las estrellas. Este otro habla del viaje de un marino que llegó tan lejos, hacia oriente, que tardó más de treinta años en regresar a Egipto. Describe unos animales tan extraños que apenas cabe imaginarlos. Se topó con hombres con la piel de marfil y ojos almendrados, que levantaron un imperio sorprendente, mucho mayor que las Dos Tierras.
Algunos nichos albergaban objetos realizados con madera de sicómoro, de formas misteriosas y acabado perfecto.
—Son poliedros —le explicó Imhotep—. Representan las estructuras primordiales a partir de las cuales la naturaleza construye el universo.
—No acabo de entenderlo…
—¿No has notado la maravillosa armonía que se desprende de las formas en la naturaleza? Las hojas, las flores, las cáscaras, las plumas de las aves, los cristales de los minerales… Todo, absolutamente todo, responde a unas concepciones geométricas perfectas.
—Meritrá me había hablado de ello, ciertamente.
—Sígueme.
Invitó a Djoser a pasar a la siguiente estancia, presidida por una larga mesa de madera en la que Bejen-Ra disponía unos rollos de papiro. El rey y los Iniciados se dispusieron alrededor. Imhotep guardó un momento de silencio y declaró:
—Djoser, he querido que vieras todo esto para que comprendas por qué es tan importante la construcción de la ciudad sagrada. —Extendió varios rollos sobre la mesa, mostrando los planos de Sakkara, ya conocidos por el soberano—. En realidad, la utilización de la piedra no es la única innovación de esta arquitectura. Se basará en el poder mágico de los Números.
—¿Los Números?
—Hasta la fecha, nuestros arquitectos desconocían su poder. Construían las mastabas de manera empírica, sin una verdadera planificación previa. La ciudad de Sakkara se basará en las reglas sagradas de los Números, unas reglas que rigen el universo, aunque sólo están al alcance de los Iniciados. Como acabo de decirte, la naturaleza ignora el caos y cada una de sus creaciones está fundada en la utilización de la geometría sagrada que, desarrollada hasta el infinito, en ocasiones engendra unas formas de complejidad apabullante. Nada de lo que vemos en la naturaleza es fruto del azar; todo obedece a sus leyes. Son la armonía, el espíritu mismo de Ma’at. Y así concebimos la ciudad de Sakkara.
—¡Háblame de los Números!
—El UNO, a la vez único y múltiple, es la base de la Creación. Contiene potencialmente al resto de números. Al igual que el rey de Egipto, simboliza el equilibrio entre ambos universos, el visible y el invisible. Tú, Djoser, eres la encarnación del Horus, aunque también eres único, el símbolo de este equilibrio cósmico.
»El UNO engendra al DOS, su doble, su reflejo, la esencia femenina que lo completa. Tal es Tanis, tu compañera, la imagen de la diosa Hator. La unión del UNO y del DOS da lugar al TRES, la tríada sagrada, que representa a los niños que nacerán de vosotros y, por extensión, al conjunto del pueblo de Kemit.
»El DOS, asociado a sí mismo, engendra el CUATRO y con él, el cuadrado, el cuadrilátero ideal. Pero si se asocia el UNO al TRES, aparece una nueva dimensión, que trasciende el plano para dar origen al espacio, al volumen, mediante la reunión de tres triángulos equiláteros, y la construcción de la primera de las formas fundamentales: el tetraedro.
»A partir del CUATRO, espacio en gestación, la Creación continúa, añadiéndose en cada ocasión la unidad, hasta la aparición del OCHO, que sugiere el doble cuadrado o rectángulo. Es el espacio de creación perfecto, en cuyo interior se manifiesta la mente. Pues la diagonal de ese gran cuadrado muestra la raíz del CINCO, la quintaesencia, el número de la Armonía. A partir de ese rectángulo construiremos la ciudad sagrada.
Sobre el plano, señaló una extraña parrilla formada por cuadrados dobles que contenían perfectamente los diseños de todos los monumentos que compondrían la ciudad. El recinto también era un rectángulo.
Las dimensiones de la pirámide, en el cuadrado inicial de la primera mastaba, eran sorprendentes ya que la relación de la raíz de la longitud y la anchura era de cinco a dos.
—Te sorprendiste cuando te mostré los planos del proyecto —prosiguió Imhotep—. En verdad, la piedra conferirá a Sakkara la solidez que le permitirá perdurar. Sin embargo, su verdadera función le vendrá otorgada por la magia de los Números, esos Números sagrados que rigen todo el universo, tanto en el mundo de los hombres como en el de los néteres.
»Nuestros templos no son lugares donde venerar o rogar a los dioses cuyas manifestaciones de cólera tememos. Al contrario de los sumerios, no les tenemos miedo pues, como los hombres, los néteres se inscriben en la armonía del universo, cuyos principios fundamentales simbolizan. Y nuestros templos son lugares privilegiados donde se concentra su esencia.
»¿Te das cuenta del increíble poder que representará Sakkara en el terreno de la mente? Bastará para luchar victoriosamente contra las fuerzas del caos que hoy intentan arrebatarte el trono. Pues simboliza la armonía, la verdad y la justicia frente a la más ignominiosa de las sociedades: un mundo degenerado en el que los más fuertes aplastarán sin piedad a los más débiles, un mundo que ni siquiera es semejante al de los animales pues éstos matan para alimentarse o defenderse. No debes culparte por el espantoso poder de tamaña barbarie. Si el reinado de la armonía desaparece, si el hombre se aparta de las leyes esenciales de la naturaleza, el caos se impondrá lentamente y llevará al mundo hacia un pozo sin fondo. Surgirán reyes procedentes de un fango más negro que el de las marismas, e impondrán por medio de la violencia su sed de poder y dominación. Aparecerán nuevas creencias que acabarán con la libertad del hombre y darán lugar a masacres e incluso a la aniquilación de pueblos enteros para satisfacer la crueldad de unos pocos. La secta de los adoradores de Set nos advierte sobre las espantosas aberraciones que la mente humana puede producir.
»Con esta nueva divinidad, ha aparecido también una entidad aterradora, que entronca con el mismo hombre y que, por lo tanto, renacerá una y otra vez de sus cenizas, como el benú. Sin embargo, si este pájaro sagrado es el símbolo de la vida, ese dios maldito acarreará la destrucción y la desolación. Presiento, para los siglos venideros, la lucha implacable de los hombres contra este dios funesto y contra sí mismos para preservar la justicia y la armonía.
»¿Entiendes ahora por qué no debemos detener la construcción de la ciudad sagrada? Asusta a quien se oculta tras los adeptos de Set. Cuando haya concluido la obra, lo expulsará para siempre jamás de las fronteras de Egipto. Por eso quiere acabar con ella. No debes caer en su trampa, Djoser. Esta ciudad te supera, como nos supera a todos. Concebí los planos, los diseñé y nuestro pueblo los lleva a cabo impulsado por su fe. Sin embargo la idea originaria procede de mucho más arriba. Me fue inspirada por los mismos dioses. Me limité a interpretar su voluntad.
»Tú, Horus Neteri-Jet, serás aquél que ordenará su construcción; su poder protegerá a las Dos Tierras durante milenios. La realización de la ciudad trascenderá tu reinado, tu morada de eternidad.
Impresionado, Djoser contempló respetuoso los rollos de papiro, acariciando aquellas hojas repletas de misterio. Le estaba agradecido por haber depositado su confianza en él y por los secretos que le había revelado. Creía haber arrancado un velo que le permitía ver el universo de un modo nuevo. No era sino un eslabón de la historia, un elemento a través del cual se expresaban los dioses. El enemigo había sembrado la duda cobardemente en su interior, pero sabría deshacerse de esos temores. No debía permitir que las fuerzas del caos triunfaran, so pena de traicionarse a sí mismo y, sobre todo, de traicionar a Kemit y a los dioses. Se volvió hacia Imhotep y declaró con voz firme:
—No dejaré que Isfet reine en el Doble País. Continuaremos con la construcción de la ciudad sagrada.