A mediados del mes de mechir, la flota real capitaneada por Setmosis entró en el puerto de Mennof-Ra. Una multitud se reunió en los muelles para dar la bienvenida a su soberano. La impaciencia y el gozo eran tanto mayores cuanto que, desde hacía meses, la ciudad vivía sumida en una pesadilla. Tanis se sintió tremendamente aliviada al ver a Djoser en el puente de su navío. De ser por ella, habría corrido hasta él para abrazarlo. Pero era preciso guardar las formas, que el soberano respetaba sumamente. Se contentó con contemplar ansiosamente a su esposo, observando cuánto había adelgazado y buscando con la mirada nuevas cicatrices.
Esperaron a encontrarse en la Gran Morada, rodeados por los amigos más íntimos, para dar rienda suelta al cariño y el afecto.
—Oh bienamado, no te imaginas la alegría que siente mi corazón al volver a verte. Durante estos últimos meses temblaba de miedo pensando en ti, y, no he sobrevivido sino gracias a la esperanza del reencuentro. ¡Demos gracias a los dioses, que te han devuelto sano y salvo!
—Querida mía, el amor colma mi corazón al verte tan bella. Cada día lejos de ti ha sido un suplicio que hoy concluye. Regocijémonos, pues con la ayuda de Horus he vencido a nuestros enemigos. Sus jefes son ahora esclavos condenados a extraer oro de las minas de Nubia.
—A pesar de mi angustia, siempre creí en tu victoria, querido señor. —Tanis hizo una pausa antes de continuar—. Me encantaría haber sido tan fuerte como tú. Por desgracia, un enemigo abyecto ha invadido el Doble Reino y no he sabido luchar contra él como tú lo habrías hecho.
—Habla sin miedo, dulce esposa. ¿Qué ha sucedido?
—Esa maldita guerra no tenía más propósito que alejarte de la capital para dejarla a merced de los partidarios de Set, que han cometido innumerables crímenes. Semuré dobló la vigilancia en la cantera de la ciudad sagrada y no se atreven a atacarla, pero lo hacen donde menos se les espera. Los silos, los navíos y numerosas viviendas han sido asoladas por ese extraño fuego que no se extingue. Ayer ardieron más casas en el barrio de los artesanos. Y mi corazón se entristece con la noticia que debo comunicarte.
—¿Cuál?
—Nuestro amigo Barkis, el tejedor, falleció.
Le contó brevemente cómo había muerto el hombre que les había enseñado el arte de tejer, al derrumbarse su casa en llamas. Djoser se sintió abrumado. Al igual que sucedía con su viejo señor Meritrá, el artesano y sus tejidos formaban parte de su infancia.
Tanis continuó:
—El enemigo es imprevisible e implacable. El poblado de Ameni también ha sido pasto de las llamas y muchas aves murieron calcinadas. Por fortuna no hubo víctimas. Pero eso no es todo: los asesinatos rituales han vuelto a empezar. Durante los meses de famenot y mechir, tres madres jóvenes fueron asesinadas y sus hijos secuestrados. Moshem está tras la pista de los criminales, pero aún no ha podido capturarlos.
El joven se aproximó y se inclinó ante la pareja real.
—Hemos descubierto su cuartel, ¡oh Luz de Egipto! Se trata de un condominio abandonado en el nomos de Per Uazet. Advertí a Semuré y organizamos un ataque. Desgraciadamente, cuando desembarcamos ya habían desaparecido. Semuré cree que fueron advertidos por un traidor, aunque yo me inclino a pensar que su verdadera guarida no se halla muy lejos de allí y que se refugiaron en ella en cuanto sus exploradores les anunciaron nuestra llegada. Están muy bien organizados. Hemos dejado un centenar de guerreros en la zona. Desde entonces no han vuelto a dar señales de vida. Además, en Per Uazet vi a la señora Saniut, mi antigua ama. Sin embargo, logró escabullirse. A la noche siguiente, Nadji y yo estuvimos a punto de perecer quemados vivos. No cabe duda de que sus cómplices trataron de acabar con nosotros.
—Eso demuestra que no todos los adoradores de Set murieron en el templo rojo —concluyó Djoser—. Pero es algo que ya me temía. Asimismo, fueron ellos quienes encabezaron la revuelta de los príncipes nubios en mi contra.
Imhotep tomó la palabra.
—Hay algo más, señor. Es posible que los adeptos de Set se hayan aliado con los edomitas. El objetivo que persiguen todos los atentados es desestabilizar el Doble Reino para preparar una nueva invasión.
Djoser esbozó una mueca.
—Los edomitas son individuos primitivos y mucho menos inteligentes que sus cabras. No son tan astutos para idear una estrategia tan compleja.
—El hombre que los dirige no es edomita, señor, y es de una inteligencia excepcional. Me temo lo peor, pues se escuda en una legitimidad en la que no cree nadie más pero que podría granjearle el favor de algunos nobles nostálgicos del pasado.
—Explícate, amigo mío.
—La aparición de los objetos que pertenecieron a los antiguos Horus demuestra que está en posesión del tesoro del usurpador. Así pues, es muy posible que Peribsen tuviera un hijo al que confió el secreto de dicho tesoro. Y es ese hijo, o uno de sus descendientes, quien hoy usa el poder que le confiere esa inestimable riqueza para tratar de reconquistar la Doble Corona. Ese descendiente se aparece a tus enemigos bajo los rasgos de Peribsen para que crean en su regreso desde el reino de Osiris y someterlos así a su voluntad. Con ese propósito fundó la secta de los adoradores de Set, una horda de guerreros fanáticos dispuestos a sacrificarse para que triunfe el dios rojo. Dispuestos, asimismo, a inmolar niños para devolver a Set la fertilidad de que Horus le despojó. Aún no dispone de suficiente poder militar para inquietarnos, y de ahí la prudencia de los edomitas, a quienes ha convertido en sus aliados, gracias sin duda al inmenso tesoro de Peribsen. No persigue sino sumir el país en el caos antes de invadirlo. Y para ello debe eliminarte. Ya lo ha intentado y fracasó. Pero no dudará en persistir. No es posible la paz entre vosotros. Uno debe desaparecer. ¡Ten cuidado! Ese hombre es un demente y hará cualquier cosa para salir victorioso, incluso destruirse a sí mismo. Además, goza de una ventaja sobre ti: no conoces su rostro. Tal vez jamás haya estado frente a ti, o tal vez se disimule entre tus amistades más íntimas.
Djoser escrutó los semblantes de los presentes. ¿Podía haber un felón tan abominable oculto entre los suyos? Era imposible saberlo. Siempre había pensado y actuado correctamente, de acuerdo con la verdad de Ma’at. Hoy se daba cuenta de lo mucho que todo aquello podía perjudicar a quien se encontrara en la cima del poder. Y con todo, no habría cambiado sus maneras. El pueblo lo admiraba por su rectitud y su sentido de la justicia, y no iba a decepcionarlo. Acabaría con ese canalla, pero a su manera. Cambiando de tema, preguntó a Imhotep:
—¿Qué opinas del fuego-que-no-se-extingue, oh tú cuya sabiduría es igual a la de Tot?
—Estoy convencido de que el hombre del rostro quemado es Nesameb, aquel sabio al que conocí en Sumeria. Según Moshem, los adeptos de Set recibieron un importante cargamento de petróleo. Ese petróleo es uno de los componentes del producto altamente inflamable responsable de los incendios.
—¿Y cómo lo transportan?
—Posiblemente oculto en tinajas que deberían contener vino, agua o cerveza, o lo dejan en el punto donde debe desatarse el fuego. Basta con que un cómplice lleve una antorcha. He iniciado mis investigaciones sobre ese producto.
Tanis intervino.
—Desafortunadamente, el pueblo no cree que sean atentados. Los rumores de la maldición se magnifican y ya son muchos los que creen que esos incendios monstruosos son la manifestación de la cólera de un dios o un demonio. Muchos obreros han huido de la cantera de Sakkara y se han producido motines. Los inductores, temblando de pánico, me pidieron que interrumpiese los trabajos de la ciudad sagrada. En sus palabras, una gran desgracia se cerniría sobre Kemit si la obra se acababa. Los incendios son advertencias. Algunos hablan del aliento de fuego de Sejmet, otros del hálito infernal de Set, furioso por haber sido relegado a un estatus inferior.
—¿Qué opina Mejerá?
—Su posición es ambigua. Está convencido de la existencia de los partidarios de Set, pero también cree que un demonio se cierne sobre nosotros. Cree que el espectro de Peribsen es una manifestación del mismísimo Set. A sus ojos, no hay nada que demuestre que el usurpador tuvo un hijo.
Pensando en todos los inocentes que habían sido sacrificados por la locura del enemigo, Djoser tuvo un estallido de cólera.
—¡Maldita sea esa hiena apestosa! —rugió—. No tiene el valor de atacarme de frente, como un adversario leal, y se ensaña con mi pueblo con sus crímenes odiosos y ese fuego infernal. Haré que lo devoren los perros hambrientos.
Imhotep puso la mano en el brazo del rey.
—Aplaca tu cólera y tu rencor, amigo mío. Te debilitan y podrían hacerte cometer errores. Tu enemigo no se parece a ningún otro. Es desleal, manipula las mentes, no tiene escrúpulos y su ambición desmesurada justifica los actos más ignominiosos. Ya llorarás a los compañeros caídos por su crueldad. Debes enfrentarte a él con sus propias armas. Si no, a pesar de tu poder, te vencerá.
Djoser meditó las palabras de Imhotep, esforzándose para apaciguar el odio que lo corroía y recuperar la calma. Sabía que las palabras de Imhotep eran las de Ma’at.
—Mi corazón ha acogido tus palabras, mi fiel amigo. Y haré como me aconsejas. ¿Han sido avistados los edomitas en las fronteras de Kemit?
Semuré habló:
—Algunas tropas se han reunido en las proximidades de Ashqelon. Disponen de naves, aunque su número es insuficiente para atacarnos. Además, Moshem ha sellado un pacto con los pastores de las marismas para que repelan una posible invasión, lo que nos permitirá ganar tiempo llegado el momento.
Djoser se frotó el mentón, despojado poco antes por un sirviente de la falsa barba de cuero trenzado.
—No lo entiendo. Si hubieran reunido un ejército más poderoso habrían podido atacaros en mi ausencia.
—La derrota que les infligiste hace cuatro años desanimó a la mayoría de los jefes de las tribus —respondió Imhotep—. Aguardan prudentes el rumbo que tomen los acontecimientos. Por eso tu rival hizo que los príncipes de Nubia se rebelaran contra ti. Confiaba en que la guerra duraría lo suficiente para que tuviera tiempo de recabar los apoyos necesarios. Para su desgracia, lo has pillado a contrapié con tu rápida victoria.
—Su plan fracasó. No le queda más salida que volver a intentar eliminarme. Tenemos que aumentar la vigilancia.
Semuré reforzó la guardia en torno de la familia real. Como si el retorno del Horus hubiera ahuyentado al enemigo que asolaba Mennof-Ra desde el interior, los atentados cesaron. Tras quince días sin incidentes, el soberano se disponía a esperar. Tal vez los adoradores de Set habían admitido su derrota. La victoria aplastante de Djoser sobre los nubios había desalentado a los edomitas. Privado de sus poderosos aliados, ¿acaso el fantasma de Peribsen había optado por renunciar a sus locos anhelos?
Poco a poco, la corte regresaba a la normalidad. Los señores que habían preferido abandonar la atmósfera opresiva de la capital regresaron a sus dominios. Así, reapareció Kaianj-Hotep, de vuelta de su feudo en Hetta-Heri, acompañado por su séquito personal. A pesar de sus reticencias, Semuré tuvo que admitir que el buen humor del cortesano había devuelto en cierta medida la alegría y el gusto por las celebraciones. En verdad, se dio cuenta de que ya no sentía celos por aquel incorregible seductor. El vientre de Inmaj crecía y su próxima paternidad le hacía estar dispuesto a reconciliarse con todo el mundo.
A principios del mes de famenot, Djoser decidió organizar un gran fasto para celebrar su victoria. Mientras el pueblo participaría desde las orillas de Nilo, la corte iría a bordo de la nave real. Los festejos quedaron fijados para mediados de mes.
El navío de gala había sido construido inmediatamente después de la coronación del Horus. Era de cedro y roble, de más de cien codos de eslora y un perfil majestuoso. Eran precisos doscientos remeros para impulsarlo. Durante las ceremonias oficiales, su capitán fue Setmosis, el joven almirante de la flota.
Ante la inminencia de las festividades, un batallón de obreros, carpinteros, pintores y tejedores trabajaban en cubierta. El oro procedente de Nubia había sido fundido y convertido en finas hojas con que los metalúrgicos chapaban cuidadosamente el mástil y la cabina destinada al rey.
Aquella mañana, el soberano tenía que acudir al puerto para visitar a los artesanos que trabajaban en su barco. Así pues, todos multiplicaron los esfuerzos para llamar su atención.
Cuando llegó, el regocijo fue excepcional, pues lo acompañaban la reina Nefertiti y sus hijos, la princesa Jira y los príncipes Seschi y Ajti. Daban la imagen de familia unida que les encantaba ver a los egipcios. Tras la pareja real iban las damas de compañía de la reina y algunos señores. Pero había otro motivo de satisfacción: cuando visitaba a sus obreros, el rey procuraba ofrecerles una comida suntuosa. Aquella misma mañana, a primera hora, habían llegado las tinajas con cerveza y vino.
Setmosis bajó a tierra para postrarse ante Djoser, quien lo alzó amistosamente. La corte embarcó. Se había preparado una mesa donde los sirvientes comenzaban a colocar bandejas llenas de fruta, panes de todos los tipos, pasteles de miel y dátiles y aves asadas a las hierbas, especialidad de Ameni.
Como era costumbre, Djoser y Tanis se interesaron por el trabajo de todos, haciendo preguntas a las que los valerosos artesanos, impresionados, respondían en ocasiones con dificultades. El hijo de Barkis, el tejedor, se ocupaba del taller de su padre. Con sus obreros, adornaba la cabina real con telas azules, verdes y rojas. El rey y la reina lo conocían porque habían aprendido juntos el arte de los tejidos, cuando su maestro Meritrá les exigió que aprendieran los oficios manuales. A causa de los recuerdos que los unían, la complicidad entre ellos era estrecha.
Mientras la corte admiraba el suntuoso navío, Inmaj distraía a los pequeños. Éstos, después del episodio del secuestro, sentían por ella una admiración ilimitada y un gran afecto. La joven estaba radiante. Su embarazo la había embellecido. Gracias a un pequeño mono regalo de Serenaré, cuyas travesuras provocaban la hilaridad de los tres niños, era la atracción del navío.
De pronto, el simio se escabulló y corrió hacia la batayola. Inmaj se lanzó tras él entre las carcajadas de los obreros. Decidido a aprovechar la ocasión, el mono se abalanzó sobre la proa. Inmaj apenas lo vio saltar a la bodega. Penetró en ella y fue a parar al lugar donde se encontraban las tinajas de vino y cerveza. El lugar ideal para ocultar a un pequeño mono ebrio de libertad. Comenzó a llamarlo, sin obtener respuesta.
Creyó ver una silueta entre las sombras y se acercó. De improviso, en la penumbra, un perfil oscuro se erigió ante ella. Era un hombre vestido con una capa que cubría su rostro. Inmaj lanzó un grito. El mono adivinó que su señora se encontraba en peligro y saltó sobre el desconocido, arrancándole la capa. Como en una pesadilla, la joven reconoció el rostro espantoso de aquel hombre con la cara quemada. Quiso saltar sobre ella, pero el animal lo arañó con furia. Inmaj salió de la bodega gritando de terror.
A partir de ese momento todo fue muy rápido. Alertados por los gritos de la joven, Djoser y los miembros de la corte la vieron salir de la bodega y precipitarse sobre el rey chillando palabras ininteligibles. Setmosis comprendió que en las entrañas del navío se ocultaba un peligro aterrador. Al instante, cara quemada apareció en la proa. Tras un momento de vacilación, trató de huir. Pero estaba rodeado por numerosos obreros y guardias. Consciente de que no tenía escapatoria, regresó al interior del barco. Setmosis se lanzó tras él, seguido por media docena de guerreros.
El recuerdo del templo rojo regresó a Djoser, quien empezó a chillar:
—¡Abandonad el barco! ¡Ahora!
Tanis cogió a los niños y se precipitó hacia la rampa. La seguían las damas de compañía, presas del pánico. Desconcertados, los obreros no comprendían qué sucedía. Algunos, espantados, saltaron por la borda. Djoser, aún en el puente, instaba a los rezagados. Todavía quedaban treinta obreros cuando se oyó un fragor terrible y un hálito ardiente se apoderó del navío. Djoser corrió hacia la proa, donde se encontraban el pequeño mono de Inmaj y dos soldados aterrados con sus atuendos ardiendo. El interior era pasto de las llamas, que habían atacado la estructura de la nave. Dominado por el miedo, Djoser llamó con todas sus fuerzas a Setmosis, prisionero del incendio, pero ya era demasiado tarde. Una violenta ráfaga de aire proyectó hacia él una cortina de llamas. Apenas tuvo tiempo para echarse atrás y caer sobre los cordajes. Una espesa humareda negra se alzó a su alrededor, haciéndolo lagrimear. Por todas partes se oían gritos de terror.
De improviso, junto al gran mástil doble, el puente se hundió en medio de un crujido siniestro, llevándose consigo a un grupo de obreros. Las llamas se alzaron como queriendo cazar la vela. En el muelle, la multitud chillaba al ver que el navío ardía de popa a proa y el soberano aún estaba a bordo.
Confiando los niños a Inmaj, Tanis intentó aproximarse pero tuvo que desistir ante la temperatura que reinaba a causa del incendio. Semuré la retuvo por el brazo. Mientras buscaba con sus ojos desesperadamente la mirada del rey, temió lo peor hasta que unas siluetas ennegrecidas emergieron de las oscuras aguas, a pocos metros de ella. Entre ellas, Tanis reconoció la de Djoser, que llevaba al hijo de Barkis, aparentemente herido. Se abalanzó sobre él, a punto de desfallecer.
—Era imposible llegar hasta la rampa —le explicó el rey unos momentos después—. Tuve que saltar por el otro lado.
El glorioso navío ofrecía un aspecto apocalíptico. En pocos minutos las llamas habían asolado el puente, y el mástil no era sino una enorme tea. Si bien la mayoría de obreros lograron huir a tiempo, una decena habían quedado a merced del incendio.
—¡Contadme qué ha sucedido! —ordenó Djoser a los dos soldados que habían acompañado a Setmosis.
—El hombre del rostro quemado nos llevó hasta la bodega —respondió uno de ellos—. Estaba oscuro y era imposible ver nada. Oímos ese extraño ruido, como el de una tinaja que se rompe, y surgió una llama de la nada. El fuego se extendió por todas partes en apenas unos segundos.
—En el centro había un demonio que no dejaba de chillar —añadió su compañero—. Sus vestiduras ardían pero continuaba rompiendo las jarras, que se inflamaban. Acabó pereciendo entre las llamas. Tratamos de huir, pero el fuego nos rodeaba…
—Sin duda ese canalla se dedicó a rociar el barco con petróleo —intervino Semuré.
—Y Setmosis no consiguió escapar… —murmuró Djoser con un nudo en la garganta. Apretó los dientes para contener las lágrimas.
Por la noche, los restos del orgulloso navío se reducían a un esqueleto calcinado y medio hundido en el muelle.
—Nos equivocamos al pensar que los adeptos de Set se habían rendido —declaró Djoser—. Siguen ahí. Y de no haber sido por Inmaj, no habríamos sospechado de la presencia de aquel perro a bordo. Sin duda esperaba a que se iniciaran las festividades para incendiar el navío. Para entonces estaríamos en el centro del río y las víctimas se habrían contado por decenas.
—Pero ahora ha muerto —intervino Semuré—. Y si se ha llevado consigo su secreto, es posible que los incendios cesen.
Por fin poseían la prueba de que el origen de los siniestros era obra de un criminal. No obstante, los dos soldados supervivientes tenían una versión de los hechos totalmente diferente. La espantosa visión de la antorcha humana danzando en pleno centro de las llamas los había impresionado terriblemente, y estaban convencidos de que no se trataba de un mortal. Sus ojos habían visto al demonio del fuego en persona. Semejante criatura no podía morir así, pasto de las llamas. Regresaría y desataría de nuevo su cólera sobre el Doble País. Su historia fue de boca en boca, provocando el pánico entre la población.
Durante los días siguientes, varias historias más confirmaron la supuesta maldición. Aprovechando la confusión de los habitantes, varios individuos misteriosos auguraban la destrucción de Kemit si no cesaba inmediatamente la construcción de la ciudad sagrada. A pesar de los esfuerzos de Semuré y Moshem, les resultó imposible capturar a ninguno de ellos. Las consecuencias de dichos rumores no se hicieron esperar. Desoyendo las palabras de Imhotep, muchos obreros abandonaron la cantera, imposibilitando la continuación de los trabajos.
Se nombraron varios delegados. Apoyados por Mejerá, pidieron audiencia al rey que los recibió y escuchó con atención. Le explicaron que temían seguir en sus puestos. Todos tenían miedo de convertirse en la siguiente víctima del demonio del fuego. Por más que Djoser les aseguró que los incendios habían sido provocados y que el responsable había perecido en el de la nave real, no logró convencerlos. Sus temores habían arraigado.
Cuando se retiraron, el propio Djoser tuvo que admitir que la historia de los soldados también había socavado su tranquilidad. No podía alejar de su mente el recuerdo de los hombres que habían muerto ante sus ojos, la atroz muerte de Setmosis. Una duda insidiosa lo invadía: ¿y si los rumores eran ciertos?
Numerosos señores que habían asistido al drama lo incitaban a que abandonara el proyecto de la ciudad sagrada. Entre ellos, Pianti, marcado por la desaparición de su amigo Setmosis. Lo apoyaba Kaianj-Hotep, en quien el incendio de la nave había despertado unos recuerdos espantosos, como le confió a Djoser.
—¡Oh Luz de Egipto! No puedo olvidar la muerte de mi hijo por culpa de ese maldito fuego. No puedo creer que sea obra de los hombres. Un demonio se cierne sobre nosotros y temo que los incendios no sean sino los augurios de una catástrofe mucho más terrible.
—¿Como ésta?
—En algunos países del Levante, hay leyendas que hablan de bolas de fuego gigantescas que han acabado con ciudades enteras porque sus reyes habían osado desafiar a los dioses. Y hoy no queda en su lugar más que aridez, una especie de roca vitrificada que impedirá que ninguna planta pueda crecer. —Se volvió hacia el beduino—. Amigo Moshem, tú que vienes de la región del Mar Sagrado, tú conoces estas leyendas.
—Cierto. Cuando la reina Nefertiti viajó a nuestras tierras le mostré un lugar semejante.
—¿Acaso hemos suscitado la cólera de los dioses, amigo mío? ¡Dime qué debo hacer!
Una luz rosa y dorada iluminaba sobrenaturalmente la inmensa llanura de Sakkara. El valle del Nilo desaparecía tras una bruma deslumbrante sobre la cual se elevaba un sol rojo.
Trastornado por los últimos acontecimientos, Djoser no había podido pegar ojo en toda la noche. Poco antes de la aurora, se dirigió a la explanada sagrada en compañía de su esposa y del gran visir, con la esperanza de encontrar una respuesta.
Unos aromas sutiles y frescos llenaban sus pulmones, una mezcla de los efluvios acuáticos procedentes del río y de las fragancias de las plantas de la meseta humedecidas por el rocío. Ante ellos, el esbozo de la muralla de la ciudad sagrada reflejaba la luz dorada del alba. Más allá se alzaba la impresionante construcción de la tumba real, cuya base ya tenía una altura de veinte codos y más de doscientos de largo. En el centro se había iniciado la edificación de un segundo nivel, con lo que su altura alcanzaba los cuarenta codos. No había construcción en el mundo con semejantes dimensiones. A lo lejos, al sur, el pueblo de los talladores de piedra parecía abandonado. Tan sólo algunos irreductibles permanecían en el lugar, decididos a no ceder al terror supersticioso que había provocado la huida de sus compañeros.
Unas nubes espesas cubrían el enorme monumento, otorgándole un aspecto de sueño inacabado. Djoser se volvió hacia Imhotep.
—Amigo mío, ¿he dado muestras de un orgullo desmesurado?
—No, señor —respondió Imhotep—. Tú no sabes qué es el orgullo pues aceptas con humildad los homenajes que a través de tu persona rinden al dios Horas. Por eso entrarás en la historia como un gran rey. Y por eso mismo no debes ceder a las pérfidas trampas que prepara tu enemigo. Ha conseguido poner a prueba tu seguridad porque ha logrado infundir pánico entre tu pueblo. Incluso ha sembrado la duda entre tus compañeros más cercanos. No te queda más que un puñado de artesanos fieles que aún duermen en su poblado. No debes rendirte a sus maniobras arteras. —Señaló el coloso con el dedo—. Mira, Djoser, mira ese monumento e imagínalo acabado, cuando el revestimiento de calcárea lo cubra con una blancura resplandeciente. Imagina las capillas que te he mostrado en los planos. ¿Crees sinceramente que semejante homenaje a los dioses puede ofenderlos?
—No lo sé… no sé qué pensar. Demasiados amigos han pagado con su vida este proyecto. —Se volvió hacia Tanis—. ¿Qué opinas, mi dulce compañera?
—Comparto la opinión de mi padre, bienamado. La desgracia aún merodea entre nosotros, pero es fruto de los hombres y no de los néteres, sin duda satisfechos con la realización de tan magnífico monumento. Y creo, al contrario que muchos de nuestros amigos, que el infortunio caerá sobre nosotros si no lo concluimos. Porque si lo interrumpimos demostraremos haber cedido ante el falso dios que nos acosa. No debemos regalarle la victoria, Djoser. Ninguno de tus ancestros imaginó una ciudad sagrada como ésta. Gracias a ella, tu nombre pasará de siglo en siglo y de milenio en milenio. Y eso te convertirá en alguien verdaderamente inmortal. Y contigo, la riqueza y la justicia de tu reinado. Si hoy cedes al enemigo, caerás para siempre en el olvido y el caos se instalará en el Doble Reino.
—¿Con cuántos sacrificios más pagaré esta decisión?
—La victoria se acerca, hermano. El hombre que conocía el secreto del fuego-que-no-se-extingue ha muerto.
—Pero tal vez transmitió su terrible secreto…
Atrapado en un doloroso dilema, Djoser se apartó de sus compañeros. A veces creía oír a Setmosis gritarle que continuara con la tarea. Su muerte no debía ser en vano. En otros momentos creía ver una inmensa ola de fuego abatirse sobre el valle sagrado, devorando todo lo que encontraba a su paso. ¿Y si Moshem se había equivocado…? Tal vez había que interpretar de otro modo los sueños en que se le aparecía el valle asolado por un aliento infernal.
Finalmente, regresó con Imhotep.
—No sé qué decisión tomar, amigo mío. Los dioses se niegan a iluminarme.
Distinguió tres siluetas que se acercaban. Reconoció al arquitecto Bejen-Ra, al escultor Hesirá y al viejo Sefmut. Los tres se postraron ante él e Imhotep se los llevó aparte, bajo la atenta mirada de la pareja real. Imhotep regresó junto al rey y declaró:
—Existe un medio de disipar las dudas de tu mente. Pero para ello debo tener el consentimiento de mis compañeros. Y me lo han concedido. Para ti, Horus Neteri-Jet, excepcionalmente, transgrediremos las reglas que rigen nuestro grupo desde el origen de los tiempos.
—¿Qué quieres decir?
—Existe un lugar sagrado donde obtendrás respuestas a todas tus preguntas. Te llevaremos mañana.