—Han desaparecido, ¡oh Luz de Egipto! —declaró el joven capitán que Djoser había enviado a inspeccionar el lugar.
—¿Cómo?
—El pueblo de los mineros ha sido incendiado. Ocurrió hace poco. De alguna casa aún sale humo.
—Sus vigías debieron de reparar en nuestra llegada —intervino Pianti.
—Y como nuestro ejército es superior al suyo, optaron por huir.
—¿Qué han hecho con los prisioneros? —preguntó Pianti al explorador.
—No lo sé, señor. No hay señales de que se haya producido una masacre. Tal vez se los llevaron consigo.
—¡Vayamos! —ordenó el rey.
Cuando se ponía el sol, el ejército entró en el pueblo. No habían respetado ni una sola casa. Las losas de granito donde se lavaban los minerales estaban rotas. Los depósitos de agua estaban atestados de cadáveres para que las reservas de agua se pudrieran.
—¡Señor, venga! —dijo el joven capitán, y condujo al rey hacia las galerías. Había una docena, repartidas irregularmente a lo largo del acantilado, cubriendo una extensión de una milla.
—¡Por los dioses! Han obstruido las entradas —exclamó el rey.
En efecto, habían provocado derrumbamientos frente a cada una de las bocas, paralizando así la explotación de las minas.
—Es una estupidez —continuó Djoser—. No tardaremos mucho en volver a abrirlas.
—Pero nos hará retrasar —observó Pianti—. De esa manera evitan que nos lancemos tras ellos. Seguramente esperan que antes de salir en su persecución quitemos los escombros.
—¡Se equivocan! Dormiremos aquí esta noche y mañana partiremos tras ellos. Recuperaremos el oro que han robado.
Extenuados, por la noche los guerreros no tardaron en sumirse en un sueño reparador. Y entonces se oyeron aquellos gritos misteriosos. Djoser, que no lograba conciliar el sueño, fue el primero en oírlos. Del corazón del valle llegaban unas llamadas extrañas que parecían salidas de la misma montaña.
—¡Pianti! ¡Escucha!
Su compañero despertó.
—Son los zorros del desierto —susurró.
—¿Sí? Más bien parecen gemidos humanos.
Un soldado se acercó hasta ellos, pálido.
—¡Señor! ¡Son los affrits! Este lugar está encantado.
—Cállate, imbécil —gruñó Djoser—. Parecen proceder de las minas.
Cogió una antorcha y se dirigió hacia la entrada de la galería más cercana. Pero los ruidos misteriosos parecían haberse desplazado.
—¡No! Llegan de otro lugar.
Poco a poco, el campamento entero fue despertando. Muchos guerreros habían oído las extrañas lamentaciones y la inquietud comenzaba a cundir. Djoser continuó con la inspección recorriendo el resto de galerías obstruidas. Ante la tercera, los quejidos aumentaron.
—Tienes razón —dijo Pianti—. Son gritos de humanos.
—Reúne a los prisioneros nubios para que despejen la entrada lo antes posible.
—¿Ahora? Es de noche.
—La luna da suficiente luz. ¡Venga! ¡A trabajar!
Tardaron toda la noche en quitar los escombros que taponaban la entrada de la galería. Con la luz del alba, Djoser y sus compañeros vieron salir de las entrañas de la colina una silueta titubeante y despavorida, cegada por el sol naciente. La siguieron otras más, que se derrumbaron exhaustas. Lo más espantoso era la piel de aquellos hombres, cubierta de sangre. Parecían despellejados vivos, pero la razón era muy distinta. Además de las heridas provocadas por los látigos de los guardias, la sangre que los manchaba era la de los desgraciados que les habían servido de alimento para no perecer.
Uno de ellos era el jefe de la guardia, que dio cuenta al rey de todo lo sucedido.
—Hace unos meses, los edomitas se presentaron por la noche y masacraron a la mayoría de mis compañeros. Su jefe era un hombre extraño que lucía las insignias reales. El responsable de las minas afirmó posteriormente que se trataba del terrible Peribsen, que había reinado antes del buen dios Jasejemúi, pero eso es imposible. ¡El hombre que vimos parecía joven!
—¿Dónde está el responsable? —preguntó Djoser.
—Murió de agotamiento pocos días después de la masacre. Los supervivientes y los esclavos fueron obligados a extraer minerales para los agresores. Mataron a la mitad de los prisioneros y liquidaban a todo aquél que estaba enfermo o herido. Hace cuatro días el pánico pareció apoderarse de ellos. Nos encerraron en las galerías y provocaron derrumbamientos para condenarnos a morir de hambre y sed. Resistimos tres días, en la más absoluta oscuridad. Pero enloquecimos y empezamos a pelearnos entre nosotros. Los más débiles fallecieron y bebimos su sangre para no perecer. Y entonces oímos ruidos en el exterior. Gritamos durante horas pero tardasteis en oírnos.
Impresionado por el terrible relato, Djoser ordenó a los esclavos que despejaran el resto de accesos. Con el fin de la jornada, todos los cautivos habían sido liberados. Retiraron unos cincuenta cadáveres descuartizados del interior de las galerías. Durante las pugnas que acontecieron en las tinieblas, todos habían matado para sobrevivir, torturados por una sed implacable, sin saber quién era la víctima. Los supervivientes eran conscientes ahora de que tal vez habían acabado con algunos de sus amigos para beberse su sangre.
—¡Los edomitas nos las pagarán! —masculló enojado Djoser.
Pero ahora la ventaja que habían cobrado era mayor y la persecución resultaba inútil. Posiblemente, algunos barcos los aguardaban en el mar Rojo. El rey se volvió hacia Pianti y declaró:
—Que se queden mil hombres para proteger las minas. Regresaremos cuanto antes a Mennof-Ra.
Antes de su marcha, ordenó la construcción de dos nuevos depósitos de agua, cuya ubicación sólo sería conocida por los capitanes. Y el ejército reemprendió la marcha, por el desierto, camino de Yeb.