Construido a poca altura, un kom formado por las ruinas de las poblaciones que la habían precedido, Per Uazet conservaba el aspecto de una antigua capital de la época en que los nomos eran reinos independientes, gobernados por soberanos que no guerreaban entre sí para hacerse con unos territorios que, una tercera parte del año, desaparecían bajo las fangosas aguas del Nilo. Los nomarcas del Bajo Egipto no aceptaban la tutela que los reyes del Alto Egipto ejercían sobre ellos desde el legendario Menes. Aunque algunos sabían que formaban parte de una entidad mucho más poderosa y respetada en el mundo, otros, en especial los que habitaban las regiones centrales del Delta, gustaban de hacer gala de su insubordinación e independencia. Djoser lo sabía y evitaba intervenir cuando las crisis se limitaban a simples manifestaciones de arrogancia, algo de lo que no se privaba Magorah, el nomarca de la ciudad.
Indiferente al hecho de que dos jóvenes hubieran sido asesinadas en su territorio, no le brindó a Moshem un recibimiento mucho mejor del que le había deparado en su primer encuentro. Para él; ni el asesinato de dos campesinas ni la desaparición de tres niños justificaba la visita de un alto dignatario de la capital.
—Los cocodrilos devoran como mínimo a veinte chicos y a una docena de adultos cada año. Es la ley de Sobek. ¿Qué quieres que haga?
—No se trata de Sobek. Esos crímenes prueban que los partidarios de Set no han desaparecido —le explicó Moshem, tratando por todos los medios de mantener la calma—. Y se producirán más asesinatos si no detenemos a los culpables.
El nomarca se exasperó.
—No necesitamos de nadie que nos sustituya al frente de la investigación. Mis ancestros siempre impartieron justicia en sus territorios, y continuaré haciéndolo como lo hicieron ellos antes de mi llegada.
—¿Qué medidas tomarás?
El otro enrojeció de cólera y espetó:
—No tengo por qué darte explicaciones. No eres sino un vulgar capitán, y no pienso recibir órdenes de ti.
La arrogancia del hombretón, cuyo rostro estaba maquillado con kohl y malaquita, exasperaba a Moshem.
—¿Debo recordarte que obedezco órdenes directas del Horus Neteri-Jet?
Magurah lanzó un profundo suspiro; estaba irritado.
—Haz lo que creas conveniente. Pero debes saber que me quejaré de tu actitud al rey cuando me reúna con él.
Moshem no se dignó a responder y le indicó a Nadji que lo siguiera.
Se trasladaron al pueblo donde se habían cometido los crímenes. Moshem esperaba que fueran obra de un merodeador o un loco. Pero el interrogatorio de los campesinos que habían encontrado los cuerpos de las dos jóvenes confirmó sus temores: la secta maldita había golpeado de nuevo. Como en las ocasiones anteriores, la investigación no arrojó ninguna luz. A causa del aislamiento de las viviendas de las víctimas, nadie había visto ni oído nada. Los tres niños habían sido secuestrados sin que nadie sospechara nada.
—Estamos perdiendo el tiempo. Esos perros no nos han esperado. Sin embargo, es posible que aún estén por Per Uazet. Nos quedaremos unos días aquí y nos confundiremos con la población.
Durante la crecida, el río abandonaba su cauce y la ciudad quedaba rodeada por un inmenso lago que moría en el Gran Verde, a pocas millas de distancia. Las mayores inundaciones habían sepultado las casas de los alrededores, que serían reconstruidas posteriormente. Sin embargo, el nivel de las aguas había disminuido y la actividad en Per Uazet, aumentado. El comercio había reiniciado su actividad. Durante los tres días siguientes, Moshem y Nadji deambularon por las calles de la ciudad y sus alrededores, disfrazados de modestos comerciantes, esperando descubrir algún posible sospechoso.
En las tierras que circundaban el poblado, cubiertas por el fango cenagoso y maloliente, los campesinos discutían por los límites de sus parcelas, provocando un exceso de trabajo en los despachos de los jueces y escribas. Más allá, labradores lanzaban puñados de granos de trigo y cebada. Cada tanto, en una depresión del terreno, el río había dejado a su paso unos extensos estanques que iban desapareciendo poco a poco con el transcurso de la estación de la siembra.
Con el fin de las inundaciones, numerosos navíos de comerciantes varaban en el puerto, procedentes de la costa o del Alto Egipto. Uno de ellos llamó la atención de Moshem: se trataba de una nave beduina. Su capitán, Maguire, un hombre jovial, los recibió con júbilo.
—¡Qué alegría encontrarse con un amigo en este país extranjero! —dijo exultante, abrazando a Moshem como si lo conociera desde siempre.
Locuaz, le explicó que tenía que efectuar una entrega en un dominio situado más al sur. Tenía pensado llegarse posteriormente hasta Mennof-Ra, donde esperaba reunirse con otros comerciantes del Levante.
Tras aquel afable encuentro, Moshem y Nadji volvieron a pasear por la ciudad, visitando las tabernas de los muelles, frecuentadas siempre por tipos sospechosos. En vano. Aunque se cruzaron con más de uno con aspecto intrigante, en ningún momento descubrieron un cráneo afeitado o una mirada iluminada que delatara a un seguidor de Set. A mediodía, Moshem declaró:
—No encontraremos nada. A partir de mañana regresaremos a Mennof-Ra.
Volvieron lentamente a los muelles, donde habían amarrado su falúa. Pasando entre las paradas de los artesanos, atravesaron la bulliciosa plaza del mercado. De pronto Nadji cogió a Moshem por el brazo.
—¡Mira! —exclamó. Y señaló en el otro extremo de la plaza una silueta de mujer que se alejaba entre la multitud—. ¡Diríase que es la dama Saniut!
—¡Por Rammán, tienes razón!
Sintiéndose reconocida, la mujer apretó el paso. En esta ocasión no había duda: era Saniut. Apartando a los transeúntes, se lanzaron tras ella. Sin embargo, la multitud no facilitaba la tarea. La silueta desapareció por una calle adyacente que conducía a un barrio donde unos obreros reconstruían unos edificios maltrechos por las inundaciones.
Moshem y Nadji llegaron a unos terrenos aún fangosos por la reciente crecida. Una docena de obreros se irguieron ante ellos, con aspecto amenazante, blandiendo mazas de dolerita y hachas. Su jefe, un grandullón de ojos pequeños, les gritó:
—¡Por las tripas del Rojo! Os voy a enseñar a no molestar a las damas. ¡A mí, compañeros!
Moshem le mostró el ojo del Horus y replicó secamente:
—¡Piénsatelo mejor, hombre! Perseguimos a una fugitiva de la justicia real. Pertenece a la secta de los adoradores de Set, que han vuelto a secuestrar a tres niños después de haber asesinado a sus madres.
—¡Qué dices! —respondió el otro—. Ella asegura que habéis intentado robarla.
—¡Soy el capitán Moshem, responsable de las investigaciones reales, imbécil! Te ordeno que nos dejes pasar o tú también te las verás con la justicia del Horus.
A pesar de su juventud, Moshem poseía una autoridad natural que impresionó a los obreros. Se apartaron y le señalaron el camino que había tomado Saniut. Pero ya era demasiado tarde: la mujer había huido.
—¡Que la peste acabe con estos cretinos! —replicó Nadji—. La habríamos atrapado.
—En cualquier caso, ahora ya sabemos que no pereció en el templo rojo. Eso demuestra que otros también pueden haber sobrevivido. Inmaj tenía razón: seguramente huyeron por las galerías y aguardaron a que el ejército se hubiera marchado para escapar. Pero ¿qué hace aquí, en Per Uazet?
Mientras contemplaba los muelles, Moshem meditó sobre el incidente. Repudiada por Nebejet, Saniut se había marchado poco después de su liberación. Una noche la reconoció entre los brazos del señor Kaianj-Hotep, famoso por sus relaciones con todos los canallas del puerto. Y después de aquel incidente, ya nadie había vuelto a saber nada de ella, hasta el día en que Inmaj vio cómo participaba en el abominable sacrificio de los niños del templo rojo. Moshem estaba al corriente del caso. Por supuesto, sólo tenían el testimonio de Inmaj, pero era una persona digna de confianza.
Dudó. ¿Debía advertir a Magurah de la presencia de Saniut, perseguida por la justicia? No creía que aquel personaje le concediera su ayuda. Así pues, lo mejor sería enviar media docena de guardias en busca de la fugitiva y sus cómplices, una tarea que no podía realizar él mismo pues ella lo conocía.
Con la caída de la noche, tras una cena de hermandad compartida con el capitán Maguire y sus hombres, Moshem y Nadji regresaron a su falúa. Achispados por un excelente vino del Delta, no se percataron de la vasija que se hallaba entre los cabos, en la extremidad de la embarcación. Se cubrieron con las mantas y conciliaron rápidamente el sueño.
Moshem juró más tarde que su dios, Rammán, le había lanzado una advertencia aunque tal vez no fuera más que un simple dolor de estómago provocado por el vino. Era noche cerrada cuando se despertó de un sobresalto. El corazón le palpitaba y sentía retortijones en el vientre. Trató de levantarse para ir a vomitar por la borda cuando oyó un ruido extraño en las proximidades de la embarcación. Suspiró. Se trataba únicamente de una falúa encallada en el fango. Con un dolor de cabeza insoportable, trató de reunir fuerzas para levantarse. De improviso, un nuevo ruido sonó, como si alguien cerca de él hubiera destapado una vasija. Un momento después, el aire se llenó de un hedor insólito, que le trajo unos recuerdos espantosos. Le recorrió un escalofrío. Se incorporó bruscamente y empezó a gritar:
—¡Nadji! ¡Al agua!
Pero el otro dormía profundamente. Moshem vio la llama de una antorcha en el otro extremo de la falúa. Después un resplandor intenso lo cegó y la embarcación se incendió. Una vaharada infernal rodeó al joven. Cogió a su compañero en brazos y saltó a las oscuras aguas.
Nadji empezó a chillar antes de atragantarse con las aguas fangosas. Al ver que el fuego devoraba la nave comprendió que su maestro y amigo le había salvado la vida.
Más tarde ambos fueron izados al navío de Maguire, fondeado a poca distancia. Éste hacía aspavientos y se golpeaba las piernas con los brazos, aterrado.
—¡Jamás había visto nada igual! —exclamó—. Incluso a pesar de la proximidad del agua, el fuego no ha dejado ni rastro del barco.
Moshem sacudió la cabeza. Habían querido matarlos aprovechando la noche. Recordó aquel sueño misterioso en que una silueta furtiva se deslizaba hasta su falúa para verter en ella el contenido de una tinaja. Seguramente Rammán había querido prevenirlo. En verdad, el atentado llevaba la marca de los adoradores de Set. Saniut probablemente había avisado a sus cómplices. Así, pues, no estaba sola, y era muy posible que la guarida de los felones se hallara en las inmediaciones de Per Uazet. Además, Moshem estaba seguro de que los incendios habían sido provocados por un material altamente inflamable que los criminales transportaban en jarras. Pese a todo, su expedición no había sido un fracaso.
—¿Puedes llevarnos hasta Mennof-Ra, amigo Maguire? —le pidió al capitán beduino.
—Será un placer, hermano mío. En cuanto haya entregado mi carga nos dirigiremos a la capital.
A la mañana siguiente, el navío abandonaba Per Uazet. Bonachón y jovial, Maguire dedicaba su tiempo a regañar a una tripulación que parecía burlarse de sus órdenes. Supersticioso irredento, temía el destino que le reservaban los dioses. No había mañana en que no se levantara sin pensar que ese día podía ser el último. Iba cargado de amuletos y talismanes destinados a granjearse la protección de todo tipo de divinidades. Pesimista por naturaleza, se imaginaba a su esposa y sus hijos, viuda y huérfanos. Los veía mendigando por las callejuelas de Biblos, disputando la pitanza a perros errabundos y ratas. Era tanta la claridad de la escena en su mente que suspiraba y lloraba. Moshem lo escuchaba con una indulgencia divertida. En algunos aspectos le recordaba a Nebejet. Se prometió presentarlos. No obstante, ese acérrimo pesimismo de Maguire desaparecía en cuanto bebía un vaso de vino o cerveza.
Durante el viaje, el olor dulzón y desagradable que flotaba en la nave llamó la atención del joven.
—¿Transportas betún, amigo mío? —le preguntó.
—No. Se trata de ese aceite negro que se encuentra en las capas freáticas del desierto. Lo llaman petróleo. Tengo que entregar un centenar de tinajas en un condominio situado entre Hetta-Heri y Per Uazet.
—¿Y por qué tanta cantidad? Normalmente sólo se usa con fines médicos.
—Desconozco el uso que les va a dar el noble señor que me hizo el pedido.
Moshem no insistió. Después de todo, el destinatario podía beberse el petróleo si así lo deseaba, tanto le daba. No obstante, había algo que seguía intrigando a Moshem: el olor del petróleo le recordaba ligeramente al hedor que flotaba en los lugares devastados por los incendios misteriosos. Sin embargo, el olor del betún tampoco era muy diferente.
Durante el día, el navío viró hacia occidente, tomando un canal transversal. Al mediodía, Maguire ordenó que atracaran en un pontón de madera. Un grupo de individuos con la cabeza rapada y capitaneados por un personaje de rostro chato y ojos separados, como los de un ave rapaz nocturna, los recibió.
—Es curioso —observó Nadji—. Esta propiedad se parece a la que visitamos hace un año.
—Tienes razón: los edificios son parecidos. Pero es imposible afirmarlo rotundamente. Por entonces, las aguas de Apis lo habían anegado todo.
Los hombres comenzaron a descargar las tinajas. Deseosos de continuar investigando, Moshem y Nadji se ofrecieron a acompañar a Maguire. Se dirigieron hacia la casa. Se trataba, ciertamente, de la casa de la cual les había hablado el hombre del Ujer. De repente, Moshem dio un respingo: a lo lejos acababa de aparecer Saniut. Las dudas acabaron de disiparse: aquella propiedad era una de las guaridas de los adoradores de Set. Le indicó a Nadji para que regresara a toda prisa al barco. Si Saniut los descubría, estaban perdidos.
Aparentemente, Maguire no tenía ni idea de quiénes eran los seguidores de Set. Pero a Moshem no le cabía duda de que acababan de entregarles el producto necesario para la fabricación del líquido inflamable que les permitía cometer los atentados. Se prometió contárselo a Imhotep.
Más tarde, cuando el navío volvió a zarpar, Moshem le preguntó:
—Dime, capitán, ¿conoces bien al señor al que has entregado las cien tinajas de petróleo?
—Sólo sé su nombre: se llama Bolben. Y paga bien.
Le mostró lo obtenido del trueque. Moshem no se sorprendió al ver varios platos con las insignias de los antiguos reyes. Reconoció las de Djer y Nebré. Ese Bolben estaba en posesión del tesoro de Peribsen. No insistió. Debía regresar a Mennof-Ra y advertir a Semuré lo antes posible. Una operación militar relámpago acabaría definitivamente con ese nido de felones.
Nada más llegar a la capital, la noche siguiente, se dirigió a palacio, donde contó a Semuré parte de sus descubrimientos.
Dos días después, una decena de navíos zarpó poniendo proa al Delta, con el millar de guerreros reunidos apresuradamente por Semuré. Para impedir una posible huida, las tropas se dividieron en dos y penetraron en el canal por ambas entradas.
No obstante, la expedición se saldó con un fracaso: cuando Moshem llegó a la propiedad, estaba desierta. Tan sólo las innumerables huellas de pasos demostraban que había sido el escenario de una actividad intensa unos días atrás. Semuré empezó a soltar juramentos.
—¡Alguien avisó a esos malditos de nuestra llegada! —exclamó—. Entre nosotros se oculta un traidor.
—Mmmm —respondió Moshem tras reflexionar un momento—. Es posible que este lugar no sea más que el sitio donde llevan a cabo los contactos. Su verdadera base debe de hallarse en otro lugar. A juzgar por la rapidez de nuestra llegada, no parecen estar muy lejos.