Capítulo 53

Algunos aseguraban que no había nada peor que las tierras rojas del Amenti, donde se decía que se encontraba la entrada del reino de Osiris. Pero el desierto que se extendía al este de Talmis, en dirección al mar Rojo, les pareció aún más espantoso a los cinco mil soldados que habían partido con la misión de recuperar las minas de oro que habían caído en manos de los rebeldes.

Rodeados por los soldados, cuatrocientos prisioneros, los príncipes nubios y sus capitanes capturados en Buhen, encadenados los unos a los otros, andaban vacilantes bajo un sol de justicia. De vez en cuando uno se desplomaba, agonizante, con la respiración entrecortada y ojos febriles. Y lo abandonaban a su suerte. Los buitres sobrevolaban el lugar y no aguardaban a que la víctima muriera para comenzar a devorarla.

Djoser se obligaba a no sentir la menor compasión por esos seres inmundos que tenían las manos manchadas con la sangre de las mujeres y los niños cuyos cuerpos había hallado, abiertos en canal, en Tutzis y otras poblaciones. Su única preocupación era llegar a las minas con el mayor número de supervivientes.

Los exploradores, los sementiús, que llevaban años recorriendo el desierto, eran los únicos que conocían el camino del valle de Esjú. Gracias a ellos se habían descubierto la mayoría de los yacimientos auríferos. Djoser tomó la precaución de llevar consigo algunos de esos personajes curiosos, cuya mirada ávida le recordaba a aves rapaces. Tenían la piel quemada y reseca, pero parecían fundirse con el suelo como si percibieran la menor vibración. Caprichosos e independientes, sabían descubrir las trampas del desierto. Se decía que habían sellado un pacto con las divinidades que poblaban la soledad de las arenas, e incluso con los affrits.

Su carácter arisco no dejó de sorprender al rey. Desde siempre, el nebú, el oro, pertenecía al señor de las Dos Tierras. Se usaba para fabricar los objetos sagrados destinados a los templos y para las ofrendas a los difuntos. Sin embargo, nadie salvo los sementiús conocía los misteriosos caminos que llevaban hasta los yacimientos. Si los edomitas habían logrado descubrir su ubicación, se debía a que algún explorador les había revelado lo que sabía. Djoser consideró delicado poner el destino de las expediciones que se dirigían a las minas de oro en manos de esos extraños personajes, y ordenó a los escribas que tomaran el máximo de notas sobre los caminos que seguían.

—Quiero que lo anotéis con la máxima precisión para luego trazar un mapa que permita a la escolta encargada de llevar el oro a Egipto orientarse sin problemas en este infierno.

La sed era otro de los problemas. El rey había tomado la precaución de llevar una caravana de acémilas cargadas de jarras de agua. La estación permitía albergar la esperanza de que encontraran pozos pero, al cabo de diez días, el ejército tuvo que abastecerse con las reservas obtenidas en Talmis. Los hombres debían racionar el líquido. Se produjeron peleas porque hubo incluso que compartir el agua con los prisioneros.

—¡Abandonémoslos! —gruñó un capitán con los ojos enrojecidos—. O nos moriremos de sed.

—¡Pues bebe sangre! —exclamó Djoser—. Si los edomitas han hecho este viaje, nosotros también lo haremos.

En el paisaje rocoso se alternaban mesetas interminables presididas por vientos ardientes y valles áridos. Los hombres sufrían, con la boca reseca y los músculos agarrotados. De vez en cuando, algunos morían, mordidos por serpientes o escorpiones. Así cayeron media docena de soldados. Pero la columna continuaba la marcha. Por la noche, los hombres se derrumbaban extenuados con los pies llenos de llagas, mientras esperaban la ínfima ración de agua que les consolaría de los sufrimientos padecidos durante la jornada. No obstante, nadie bajaba los brazos. El rey daba muestras de un coraje invencible. Djoser no se lamentaba nunca y todos ponían todo su empeño en imitarlo.

Al undécimo día, descubrieron un punto de agua, una suerte de estanque situado en la cavidad de un circo de granito, engastado entre los desfiladeros de piedra roja como un diamante en un joyero. Los hombres y los animales recuperaron fuerzas. Los soldados se alimentaron de unas gacelas que vivían en las inmediaciones del oasis. Djoser ordenó a sus escribas que anotaran su ubicación.

—Tendremos que construir un depósito en la zona —declaró—. En esta estación, el nivel de agua es considerable. En el mes de epifi, el lago debe de vaciarse casi por completo. Quiero que los guerreros que escolten los cargamentos de oro puedan encontrar agua sean cuales sean las circunstancias. No obstante, debemos mantener en secreto el emplazamiento del depósito, salvo para los capitanes. Y lo anotaremos en el mapa[42].

Conforme avanzaban, los accidentes del paisaje se multiplicaban. En la mañana del decimosexto día realizaron un descubrimiento macabro. En el fondo de un valle seco yacían los esqueletos de un centenar de hombres. Djoser se acercó, rodeado por sus capitanes.

—Son soldados egipcios —dijo Pianti.

En efecto, los restos de pieles de pantera secas y hechas trizas por las bestias y las tormentas de arena daban fe de su pertenencia a la Casa de Armas. Sin embargo, también había otros cadáveres diferentes. Restos de armas rotas, hundidas en las cajas torácicas despojadas ya de carne hablaban de los violentos combates acaecidos unos meses atrás.

—Debían de transportar el oro a Talmis —concluyó Djoser—, pero fueron atacados por los edomitas.

—Eso confirma que se han hecho con las minas —dijo Pianti.

—No por mucho tiempo, ¡tenlo por seguro! —Se dirigió a un explorador—: ¿Estamos muy lejos?

—A dos días, ¡oh Toro Poderoso!

—¿Puedo confiar en ti? ¿Quién me asegura que no nos harás caer en una trampa?

—Odiamos a los edomitas, ¡oh gran rey! Capturaron a varios de los nuestros y los convirtieron en esclavos. Por eso os ayudamos.

Extenuado por la larga marcha iniciada diecisiete días atrás, Djoser decidió depositar su confianza en aquel hombre, que no ganaba nada en sellar un pacto con el enemigo.