Capítulo 52

Acompañado por el fiel Nadji, Moshem no tuvo problemas en llegar hasta Mehrú, el jefe de los pastores del Delta, quien lo recibió con grandes muestras de afecto. No obstante, las negociaciones no resultaron tan simples como podría pensarse. Ante todo, Moshem tuvo que participar en una cacería en las marismas a bordo de las naves de papiro, actividad que prácticamente no llevaba a cabo desde que llegara a Egipto. Sin embargo, su anfitrión parecía muy interesado en ella. Si bien el joven tuvo que soportar algunos remojones forzados, la amistad con el jefe de los pastores salió fortalecida. Durante el festín que la siguió, Moshem le explicó a Mehrú la amenaza que se cernía sobre Kemit, insistiendo en el papel que podía desempeñar su pueblo.

—Ayudaremos al rey de Kemit, amigo mío —respondió Mehrú—. Esos malditos edomitas asesinaron a muchos de los nuestros durante la última invasión. Mi propio hermano pereció en la batalla. Estoy impaciente por poder añadir sus huesos a mi collar —concluyó, mostrando el collar en que ya había engarzado algunas falanges de los sacerdotes de Set.

Cuando abandonó las marismas, Moshem estaba convencido del apoyo del pueblo del Delta. Con todo, a pesar de los temores de Imhotep, el enemigo seguía sin mostrarse. A lo sumo, algunos navegantes, habían observado una concentración de navíos edomitas, aunque su número era insuficiente para invadir Egipto.

Pese a la atmósfera enrarecida que se respiraba a causa de los recientes atentados, los trabajos en Sakkara continuaban. Con el inicio de la estación de peret, muchos obreros regresaron a sus tierras para la siembra. Tan sólo permanecían los talladores, los canteros y los escultores. La mayoría residía permanentemente en la llanura. Les habían construido un poblado al sur del recinto sagrado, donde se habían trasladado junto a sus familias. Pasada la estación de las inundaciones, la población de Sakkara no superaba los tres mil habitantes, incluidos mujeres y niños. Alrededor de las incipientes murallas corrían centenares de chicos desnudos, con la cabeza rapada a excepción del mechón rizado en torno de la oreja derecha. Los mayores ayudaban a transportar los pesados monolitos hasta la cantera. Los más jóvenes cuidaban de los rebaños de cabras y de corderos que completaban la dieta de los obreros.

Sin embargo, el componente más importante de la alimentación eran los cereales, el trigo y la cebada, procedentes de los silos reales. Mientras los hombres trabajaban, las esposas hacían pan y cerveza. Ésta se fabricaba con los panes de harina de cebada, que se sumergían en un agua que se dejaba fermentar. Después de la fermentación se llevaba a cabo la decantación, y la cerveza se filtraba en unas tinajas antes de perfumarla con hierbas o fruta.

La mayor parte de la carne que se consumía era responsabilidad de Ament, el criador de aves de Kennehut. Gozaba de una gran popularidad entre los obreros, quienes al llegar por la mañana siempre lo saludaban con entusiasmo. Ante la multiplicación de éstos tuvo que ampliar su recinto y contratar a varios ayudantes, que se instalaron al pie de la llanura, cerca de su morada. Esas tiendas acabaron dando lugar a una pequeña población que lo había adoptado como jefe. A pesar de su título de responsable de la cría real de aves, había sabido mantener su carácter sencillo.

Inquieto por naturaleza, Ajet-Aa solía despertarse al alba para acompañar a los equipos que iban a buscar el trigo y la cebada a los silos reales de Mennof-Ra. Aquella mañana, Ameni había decidido acompañarlo. A él también le afectaban las cuestiones relacionadas con el grano, que usaba en parte para alimentar a las aves. El intendente, celoso de sus prerrogativas, puso mala cara en un primer momento. Pero le gustaba la compañía de aquel personaje, cuyo constante buen humor y optimismo compensaban su carácter nervioso. No tenía la menor duda de que Ameni le acompañaría hasta que se pusiera el sol.

Mientras atravesaban Mennof-Ra, Ajet-Aa, aún dormido, zarandeaba a sus sirvientes, como de costumbre. Temeroso de no llevar a cabo su cometido, supervisaba personalmente el trabajo de los encargados del avituallamiento. Desde que desapareciera Najt-Huy en el accidente de Sakkara, su sustituto, Ho-Hetep, designado por Imhotep en ausencia de Djoser, se mostraba más cooperador y no tenía mayor problema en conseguir el grano necesario para alimentar a sus obreros.

El parque de los silos reales se encontraba al sur de la ciudad, no lejos de la plaza de las Ejecuciones. Era un lugar amurallado y custodiado por soldados de élite. Tan sólo tenían acceso el responsable de los graneros y sus escribas, los campesinos encargados del ensilaje después de las cosechas y los sirvientes que llevaban comida a los guardias.

El sol apenas se había levantado cuando, a la cabeza de los porteadores y de las acémilas, Ajet-Aa llegó a la pesada puerta de madera. El capitán responsable del lugar lo conocía y le permitió el paso. Sabía, además, que más valía no importunarlo.

—¡Que Ptah os sea favorable, señor Ajet-Aa! —lo saludó el soldado, postrándose—. Os esperaba. El señor Ho-Hetep me advirtió de vuestra visita.

La pequeña tropa penetró en el almacén. A la izquierda se alzaban los habitáculos de los guardias. Frente a la entrada se encontraban los silos, con sus formas cónicas henchidas. La cifra no era inferior a cincuenta y formaban cinco filas. De una docena de codos de altura cada uno, guardaban una parte de la riqueza real. Según la tradición, todas las tierras de Kemit pertenecían al rey. Durante las cosechas, únicamente una fracción quedaba en manos de los campesinos, para las futuras siembras y para su alimentación. El resto se almacenaba antes de ser redistribuido en función de las necesidades. Los silos tenían dos aberturas. Una en la parte superior, por donde se introducía el grano; la otra, inferior, permitía recoger, siempre bajo la mirada draconiana de los escribas, las cantidades estipuladas.

A causa de la abundancia de las primeras cosechas, varios obreros se ocupaban de la construcción de nuevos silos en previsión de las restantes cosechas del año. Tras éstos se adivinaban los cimientos circulares de ladrillo cocido y las tinajas con el agua para el mortero y los andamios.

Siguiendo al escriba contable, Ajet-Aa y Ament llegaron hasta los silos para extraer las raciones de la jornada. Los asistentes comenzaron a llenar las vasijas con la ayuda de un medidor de tierra. El escriba vigilaba la operación con mirada recelosa.

De naturaleza curiosa, Ajet-Aa se dirigió a los silos en construcción. A aquellas horas de la mañana los obreros aún no habían llegado. Con la luz púrpura del sol de levante, los andamios parecían insectos monstruosos ocupados en la construcción de un nido gigantesco. Se disponía a regresar con sus compañeros cuando divisó una silueta furtiva que se deslizaba tras la primera fila. Pensó que se trataba de un sirviente y continuó su camino. De pronto notó un olor desagradable. Miró alrededor. Parecía proceder del último silo. Intrigado, se aproximó. Oyó un crujido y entrevió el resplandor de una antorcha. Repentinamente, el aire se transformó en una hoguera infernal y una lengua de fuego lo rodeó y abrasó sus vestiduras. Paralizado por el dolor y el terror, empezó a gritar. Dos poderosos brazos lo cogieron y sostuvieron. Adivinó la silueta robusta de Ameni, quien vertió sobre su cuerpo una tinaja de agua.

Instantes después, recuperó el aliento, rodeado por la multitud. El olor infernal se confundía con el hedor a carne quemada. Tardó en darse cuenta de que aquel olor procedía de él. Tenía el cuerpo dolorido pero podía continuar. A pocos metros, los restos del último silo y las ruinas de los andamios ardían con una luz intensa y desprendían una espesa columna de humo.

—¡El-fuego-que-no-se-extingue! —murmuró.

El capitán declaró:

—Ha ardido un andamio, señor. Ha estado a punto de caer sobre vos. Pero Ameni lo vio y corrió para socorreros.

Ameni puntualizó:

—No entiendo por qué el fuego se ha declarado así.

—Vi a un hombre cerca de un silo —dijo Ajet-Aa—. Y vi las llamas de una antorcha. Y luego todo ardió.

—El incendio ha sido provocado. Los demonios no tienen nada que ver.

El capitán de la guardia ordenó a sus hombres que registraran el lugar. Sin embargo, el agresor había desaparecido.

Tras examinar las heridas del intendente, Ameni declaró:

—Las quemaduras no son graves, señor. Os encontraremos algo de ropa para que podáis abandonar el lugar vestido apropiadamente.

Emocionado, Ajet-Aa tomó las manos del criador de aves.

—Te lo agradezco, amigo. Ya apreciaba tu compañía y los pinchos de oca a las hierbas. Ahora eres como un hermano.

—Me alegro, señor.

Si bien todo acabó sin víctimas y con una firme declaración de amistad, no cabía duda de que el incidente se inscribía en la serie de accidentes que asolaban Mennof-Ra desde la partida del rey; Semuré y Moshem no sabían por dónde empezar. El enemigo era invisible y atacaba donde menos se le esperaba. Y desconocían los medios que utilizaba. Asimismo, pocas personas pensaban que aquellos acontecimientos tuvieran un origen criminal. La mayoría de obreros, manipulados por los agitadores, estaban convencidos de que pesaba una maldición sobre la capital. Varios individuos aseguraban que un dios superior había desatado su cólera contra la ciudad, y que los incendios y las catástrofes no eran sino los primeros avisos. Se acercaba una nueva era que provocaría la caída de las divinidades falsas y la aparición de un néter extraordinariamente poderoso.

La mismísima Tanis empezaba a sentir miedo. En dos meses, los incidentes se habían multiplicado. Tres naves habían naufragado; en el puerto, un cargamento de madera procedente del Levante había sido destruido por un misterioso incendio. Y peor aún: los incendios habían asolado el barrio de los artesanos. Varias personas habían perecido vivas. Barkis, que se había formado junto a Djoser y Tanis, murió mientras intentaba salvar su taller; en Turah, varias columnas se derrumbaron; por fortuna no hubo víctimas. Moshem había descubierto varias pistas que daban a entender que se trataba de un sabotaje, pero los canteros se negaban a aceptar esa hipótesis.

—La locura se ha apoderado de Mennof-Ra, ¡oh reina mía! —le declaró Semuré a Tanis—. Aunque aún no hemos logrado encontrar a los culpables, estoy convencido de que los accidentes han sido provocados. Pero el pueblo cree que un demonio se ensaña con la ciudad.

—¿Y si tuviera razón…? ¿Y si la construcción de la ciudad ha desencadenado realmente la cólera de los dioses?

—Tenemos pruebas de lo contrario, Tanis. Los sacerdotes de Set intentan sembrar el caos en nuestras mentes. No debemos caer en su trampa.

La noche siguiente, Tanis apenas pudo conciliar el sueño. En el exterior resonaba una tormenta de inusitada violencia. Las trombas de agua lavaban las terrazas de palacio mientras los rayos desgarraban la noche glauca.

Las sábanas de lino entre las que Tanis intentaba dormir se le pegaban a la piel. Echaba de menos a Djoser. Tenía la impresión de que a su alrededor se iba cerrando una trampa perversa cuyo objetivo no acertaba a comprender. La aparición del espectro de Peribsen en Nubia no era una casualidad: habían querido alejar al rey de Mennof-Ra para que la capital fuera más vulnerable a un posible ataque edomita. ¿Quién era ese fantasma incorpóreo? ¿Acaso era, como creía su padre, un hijo o un descendiente de Peribsen? ¿O se trataba en verdad del usurpador, que había regresado del reino de los muertos para disputarle el trono a su legítimo heredero? Aquellos incendios inexplicables, los accidentes incomprensibles, ¿eran obra de los partidarios de Set supervivientes o eran la materialización de la furia de los dioses, como aseguraba Mejerá? ¿Se equivocaba al afirmar que aquellos acontecimientos guardaban alguna relación con la construcción de la ciudad sagrada? Nunca antes se había construido un monumento semejante. ¿Y si los dioses estaban celosos? En ese caso, sin embargo, ¿de dónde procedían los objetos que habían pertenecido a los antiguos reyes y que circulaban, cada día más numerosos, por la ciudad?

Al día siguiente se dirigió al parque de buena mañana. No había pegado ojo casi en toda la noche. Cada vez que conseguía dormir, se despertaba con un acceso de angustia, como si aquel ente maligno merodeara a su alrededor. Lo adivinaba en la sombra, espiando todos y cada uno de sus gestos, disimulándose bajo el rostro de los amigos, urdiendo sus trampas. El desarrollo sin precedentes del Doble Reino le parecía, de pronto, una carrera incontrolable que podía desembocar en un pozo sin fondo. Si las fuerzas de las tinieblas lograban desestabilizar a los dioses y eliminar al rey, Kemit se sumiría en un caos semejante al Nun. Habían sido suficientemente sutiles para engañar a los magos de Mennof-Ra, cegados por unos oráculos que auguraban un futuro esplendoroso. Tan sólo Imhotep había sido capaz de descubrir, tras aquella aparente euforia, los inquietantes símbolos que demostraban la existencia de un peligro espantoso, surgido del rincón más recóndito y oscuro de la mente humana. Y era eso mismo lo que la angustiaba. Aquellos odiosos crímenes cometidos contra mujeres y niños, los monstruosos atentados o la estúpida guerra en Nubia no eran las manifestaciones de la cólera de una divinidad, sino la consecuencia de la voluntad de un ser humano poseído por un espíritu demoníaco, el reflejo del dios al que temía Mejerá, un dios abominable surgido de la metamorfosis de Set.

Sintió un cansancio profundo. ¿Acaso era tan complicado el mundo de los humanos? ¿Un mundo de apariencias, hipócrita e ilusorio? Aun así, era preciso que mantuviera la compostura de una reina, que disimulara sus debilidades. Nadie debía intuir aquella angustia, so pena de que, en ausencia del rey, el pueblo se volviera contra ella e Imhotep.

Tuvo ganas de ir a visitar a sus animales. Al menos ellos no mentían. Una leona siempre sería una leona, y una gacela, una gacela. No había dado más que unos pasos cuando una silueta grácil se aproximó a ella y se restregó contra sus piernas: la leona Rana.

—Buenos días, preciosa —dijo Tanis, agachándose.

La complicidad que mantenía desde el primer día con los animales, y especialmente con los leones, no había disminuido desde que ascendiera al trono. Rana no se había olvidado de los mimos que le había hecho, y daba muestras de una docilidad tal que permitía que se le acercara y la acariciara cualquiera. Bien alimentada, no necesitaba cazar, y las cebras, las gacelas y el resto de antílopes no se asustaban con su presencia, paseando con una actitud altanera e indiferente. Tanis seguía siendo su ama, y la seguía como un perro en cuanto aparecía.

Con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, la reina se sentó junto a la leona y la cogió por el cuello.

—¿Por qué el mundo de los hombres no es tan sencillo como el tuyo, amiga mía? —dijo dulcemente.

Como si adivinase su desolación, Rana le lamió la cara.

De pronto, Semuré se presentó ante la reina. Él tampoco había logrado conciliar el sueño. Cuando estaban solos, rescataban el trato familiar de los años de infancia.

—Tanis, debes regresar a palacio. Mejerá desea verte.

El capitán de la guardia condujo al gran sacerdote de Set hasta la sala del trono, donde se encontraba Tanis. Se postró ante ella y dijo:

—¡Oh Gran Esposa!, os ruego prestéis atención a mi súplica. En ausencia del Horus Neteri-Jet, sois vos la personificación del poder. No ignoráis los numerosos accidentes que han acaecido desde su marcha. Los rumores de una maldición corren por la cantera de Sakkara. Lo he dudado mucho, y me he hecho aconsejar por mis compañeros. Se asegura que son obra de unos individuos contratados para difundir falsas noticias. Sin embargo, nada explica las tragedias que se han cobrado la vida de muchas personas, entre ellas nuestro estimado Najt-Huy. Así pues, vengo a solicitaros que interrumpáis las obras de la ciudad sagrada.

—Mejerá, sé que tus intenciones son honestas, pero debo mostrarme tan firme como mi esposo el rey. Se ha demostrado que la muerte de Najt-Huy se debió a un sabotaje. Los rumores no son sino una treta para desestabilizar al Doble País y minar la confianza de los obreros y el pueblo en Imhotep, y en mí en ausencia del rey. Me niego a ceder a las presiones. Proseguiremos con la construcción de la ciudad sagrada. Los accidentes son obra de los partidarios de Set. Y tenemos pruebas de ello.

—Es imposible —respondió Mejerá—. Los partidarios de Set perecieron en el templo rojo.

—No lo creo. Inmaj dijo que existían varias galerías ocultas tras la gran sala. Es posible que muchos huyeran, incluido aquél que se oculta tras el espectro de Peribsen.

—Ese presunto descendiente del usurpador no es más que una leyenda, ¡reina mía! Los adeptos de Set murieron. Los dioses provocaron su aniquilación destruyéndoles gracias al fuego. Acordaos de la leyenda de Atum.

—¿Y los dioses permitieron que perecieran también cien de los nuestros? Me niego a creer semejante barbaridad.

—Ése fue el precio de la furia del dios rojo. Eliminó a los partidarios de Set porque habían traicionado su imagen. Pero se opone a la construcción de la ciudad sagrada. Se considera vilipendiado, abandonado por Djoser. El rey se equivoca al subestimar su poder. Debéis rediseñar los planos de la ciudad para equiparar Set a Horus.

—Y si los partidarios de Set han desaparecido, ¿cómo explicas que el fantasma de Peribsen haya aparecido en Nubia?

—No guarda ninguna relación con los partidarios de Set. Es la manifestación del propio Set, que ha adoptado el aspecto de Peribsen porque ese rey lo consideraba el más poderoso de los néteres.

—Y levantó a los nubios contra Djoser…

—Porque se sentía traicionado. Por eso os suplico que detengáis las obras y reconsideréis los planos.

—No puedo tomar esa decisión, Mejerá.

De pronto, un capitán anunció la llegada del responsable de las investigaciones reales. Moshem entró y se prosternó ante Tanis.

—¡Reina mía! He de comunicaros un hecho terrible: los adoradores de Set han vuelto a atacar. Dos madres jóvenes han sido asesinadas en el nomos de Per Uazet, y sus hijos han desaparecido.

—Por los dioses, ¡que no vuelva a empezar todo! —exclamó Tanis. Se volvió hacia Mejerá—: ¿Y te atreves a asegurar que la secta de Set ya no existe?