Capítulo 51

Hacía ya casi un mes que el ejército había abandonado Mennof-Ra. Peret, la germinación, había sucedido a la estación de la inundación. El Nilo había regresado a su cauce. En el valle del río-dios, los campesinos tuvieron que abandonar la cantera de Sakkara para volver a sus campos y preparar la siembra. Y lo mismo habría debido suceder en Nubia. No obstante, las salvajes hordas de Aj-Mehr habían devastado la región de Kush, sembrando muerte y desolación a su paso. Aparentemente, Aj-Mehr había decidido practicar una política de tierra quemada. Una vez perdidas las piraguas, no le quedaban muchos medios más para huir de su perseguidor. Djoser, previsor, ordenó cargar víveres en abundancia. Con todo, tenía que reprimirse cada vez que descubrían, en el lecho de un río, una ciudad o un poblado incendiados. Si querían atrapar al cruel jefe rebelde, era preciso que no cayeran en sus trampas.

Así pues, la política de destrucción sistemática de Aj-Mehr no contribuyó a frenar el avance de los egipcios. Mucho peor, se volvió en su contra. Obligado a dejar atrás las piraguas que le habrían permitido mantener la distancia entre la flota real y la suya, había perdido una de sus mayores ventajas. El paso ligero agotaba a sus guerreros, acosados por un enemigo que ya los había derrotado y que no parecía dispuesto a darles cuartel. Habrían preferido librar una verdadera batalla en lugar de huir de un rival cuya presencia resultaba cada día más próxima. Poco a poco, con la fatiga, el coraje se fue debilitando, cediendo su lugar a un nuevo sentimiento: el miedo. El adversario cobraba una dimensión tanto más inquietante cuanto que era invisible. Colérico, Aj-Mehr, siguiendo la recomendación de su estado mayor, dejó de arrasar poblados. Tenían que pasar como fuera la Segunda Catarata antes de ser alcanzados. De no lograrlo, estarían perdidos.

Pero ya era demasiado tarde. Djoser no permitía que sus hombres reposaran más que unas horas durante la noche, consciente de la necesidad de impedir que el enemigo superara la Segunda Catarata. Cuando pasaron junto a las primeras ciudades que no habían sido devastadas, supo que saldría victorioso. Tres días después, divisaron los primeros grupos de nubios. Pianti exclamó:

—¡Están agotados! Podemos acabar con ellos aquí, ¡oh Luz de Egipto!

—No caigamos en la tentación, compañero. Debemos continuar nuestro camino y adelantarlos para cortarles la retirada.

—¿Y cuándo lucharemos?

—Tenemos que llegar hasta Buhen. Allí aguardaremos la llegada del enemigo.

—Pero la ciudad debe de estar en sus manos. ¿Eres consciente de que estaremos atrapados entre ambos?

—Llegaremos en tres días. A Aj-Mehr le harán falta cinco. Cuando la alcance, la ciudad será nuestra y no podrá hacer sino rendirse o librar su última batalla.

—¿Y si la ciudad resiste?

—No lo hará si usamos las mismas armas que el enemigo.

—¿Qué armas? —preguntó Pianti, intrigado.

—Ya lo verás cuando lleguemos. Con un poco de fortuna, no tendremos que combatir contra los habitantes de Buhen. Ellos se unirán a nosotros.

Pianti no insistió. El fulgor de los ojos del rey le recordaba el que había percibido poco antes del último combate contra el usurpador Nekufer. Gracias a su valor y a la ayuda de los dioses, Djoser lo venció sin derramar sangre egipcia, simplemente rogándole al dios Ra que cubriera su rostro luminoso. Y Ra obedeció. La exaltación se apoderó del corazón de Pianti. Djoser les deparaba a los nubios otra sorpresa. Y el joven general no estaba dispuesto a perdérsela por nada del mundo.

Aprovechando la noche, el rey ordenó a los ñam-ñam que se habían unido a su bando que se infiltraran en las líneas enemigas y le informaran de sus maniobras. Ávidos de combate, los caníbales se desvanecieron en la oscuridad. De regreso, trajeron con ellos las vísceras de algunos enemigos caídos en el transcurso de feroces escaramuzas.

Al día siguiente, la flota adelantó a los nubios. A ambas orillas, se reunieron jaurías de guerreros, blandiendo hachas y mazas mientras gritaban desafiando a los egipcios. Pero los capitanes habían dado órdenes muy explícitas. No debían responder a la provocación. Al ver cómo se alejaba la flota, los aullidos se transformaron en un gran silencio, seguido poco después por una explosión de rugidos de victoria.

—¡Deben de creer que huimos de ellos! —murmuró Pianti.

—¡Menuda estupidez! —dijo Djoser.

Con todo, el entusiasmo de los ñam-ñam fue breve. Su jefe había comprendido la maniobra del faraón. Poco después, las hordas vociferantes reemprendieron la marcha a paso ligero. Pero no podían luchar contra la velocidad de los navíos.

Djoser aún recordaba su primera campaña, y en su excelente memoria conservaba la imagen de las diferentes ciudades nubias. No se había equivocado al afirmar que bastaría con tres días para llegar a Buhen. Por precaución, las tropas desembarcaron y rodearon la ciudad. Tras la orden de asalto, los mejores soldados egipcios se dirigieron hacia unas murallas escasamente defendidas.

—Pero ¿qué sucede? —preguntó un capitán—. Parece como si se negaran a combatir.

—El Horus lo había previsto —respondió el general—. Pero no creía que fuera posible. Debe de haber un motivo.

Tras el desembarco, Djoser había desaparecido. De repente, las columnas de soldados se abrieron respetuosamente. Ante la mirada atónita de Pianti y los miembros del estado mayor, apareció una lujosa litera, la que el rey transportaba siempre a bordo de su navío de guerra para las recepciones oficiales en las capitales de los nomos. Como si se tratara de una visita protocolaria, se enfundó los ropajes reales. Con actitud hierática, lucía el cayado y el mayal, y la barba de cuero bajo el nemes de lino poblaba su rostro. La frente estaba tocada con la corona donde aparecía la cobra femenina, que simbolizaba la cólera del rey.

—¡Por Horus! —exclamó Hakurna—. Me llena de orgullo ser amigo y aliado de un rey tan grande. La ciudad se rendirá sin oponer resistencia.

En efecto, visiblemente impresionados por la majestuosidad que desprendía la escena, los pocos guerreros apostados en las murallas parecían petrificados. Hubo unos momentos de confusión antes de que las puertas de la ciudad se abrieran. Un grupo encabezado por un nubio grande y tocada su cabeza con pluma de avestruz, se postró a los pies del rey, que se irguió en su litera y tomó la palabra.

—Mi cólera es grande, habitantes de Buhen. Habéis tomado las armas para combatir a vuestro rey y, con él, a mí, dios soberano de Kemit. ¿Acaso no os había demostrado, a pesar de vuestra derrota, mi magnanimidad?

El jefe tocado con el plumaje, Rehn-Ret, comenzó a lamentarse retorciéndose las manos.

—¡Perdonad a vuestros servidores, oh, Toro Poderoso! ¡Fuimos engañados!

—¿Por quién?

Otro se lanzó al suelo gimoteando.

—Apareció otro soberano de Egipto, ¡oh gran rey! Nos aseguró que regresaba del reino de Osiris para derrocar al usur… para derrocaros.

—¿Y os prometió la victoria?

—Sí, ¡oh Luz de Egipto! Y le creímos, tontos de nosotros.

—Así pues, me habéis traicionado. Habéis matado a aquellos de vosotros que me eran fieles. ¿Y dónde se encuentra ese espectro tan poderoso? ¿Tendrá acaso el valor de mostrarse para enfrentarse conmigo cara a cara, como lo hice antaño con el usurpador Nekufer?

Djoser avanzó lentamente hacia ellos. No llevaba armas, tan sólo el cayado y el mayal, objetos estériles frente a las mazas y azagayas de los nubios. En las filas egipcias, varios temblaban. ¿Por qué el Horus se exponía de aquel modo? Bastaba con un arquero belicoso para acabar con la vida del rey. No obstante, su actitud había dejado literalmente inmóviles a los jefes enemigos. En ese instante se produjo otro hecho que dejó atónitos a los guerreros egipcios. Djoser se encontraba tan cerca de los jefes que los habría podido tocar con la mano. Pero ninguno de ellos se levantó: todos seguían prosternados y temblorosos. Más sorprendente aún, mientras permanecían así, una multitud surgió de la ciudad, lentamente, habitantes y soldados, hombres y mujeres, niños y ancianos, y todos se inclinaron ante Djoser, absolutamente hierático.

Pianti, entrecortada la respiración porque temía por su amigo y soberano, murmuró al oído de Hakurna:

—Por esto es digno del trono del Horus, hermano mío. Por los dioses, ¡moriré satisfecho por haber sido sirviente y amigo de un rey tan noble!

Abriendo los brazos, Djoser retomó su discurso:

—Vuestro crimen es grande, pero no sacrificaré vuestras vidas porque no habéis participado en las masacres de los habitantes de las ciudades del norte de Nubia. No obstante, os ordeno que entreguéis las armas a mis soldados.

—Somos tus esclavos, ¡oh Toro Poderoso! —dijo Rehn-Ret.

Aquella misma noche, todos los guerreros de Buhen fueron desarmados y encadenados. La ciudad, que no tenía más que algunos miles de habitantes, se rindió pacíficamente. Los soldados egipcios se apostaron en los bastiones y en el exterior de las murallas. Todos comprendieron que iba a tener lugar una nueva batalla.

—¿Piensas usar la misma maniobra con Aj-Mehr? —preguntó Hakurna.

—No, compañero. Con ciertos hombres no hay diálogo posible. Sólo el más fuerte se impone, después de haber eliminado definitivamente a su adversario. No tendré la menor piedad por ese canalla, ni con ninguno de sus príncipes felones.

Según los informes de los espías ñam-ñam de Djoser, el enemigo se aproximaba, con un ejército formado por siete mil hombres.

Al alba del segundo día después de la caída de Buhen, tal y como Djoser había previsto, aparecieron las huestes de Aj-Mehr. A pesar de su inferioridad numérica, no dudaron ni un instante en lanzarse al asalto de los egipcios que les cerraban el paso de la ciudad.

—La estupidez de ese perro es tanta como su crueldad —comentó Djoser.

En efecto, Aj-Mehr no era ni mucho menos un gran estratega. Tras la orden del rey, tres filas de arqueros se apostaron delante de la ciudad; y tras ellos, ansiosos, los guerreros armados con lanzas. Otros, en tercera línea, blandían hachas y mazas. Una tras otra, siguiendo las órdenes de Djoser, las filas de arqueros lanzaron sus flechas, como si una lluvia continua se abatiera sobre el enemigo, produciendo numerosas bajas. Sin embargo, la furia de los asaltantes era tanta que continuaban avanzando. Cuando consideró que se hallaban a una distancia peligrosa, Djoser ordenó que los arqueros se replegaran. El enemigo creyó que se retiraban y empezaron a lanzar gritos de victoria. Al cabo de un instante, los ñam-ñam se encontraron ante una línea de lanceros que empalaron a los primeros, empujados irremediablemente por el ímpetu de quienes les seguían. Un intenso olor a sangre llenaba el aire. Los lanceros acabaron deteniendo el avance del enemigo. En cada uno de los bandos se oían gritos de dolor y rabia. Detenida la acometida del enemigo, Djoser mandó cargar a la infantería, que tomó el relevo de los lanceros. Las mazas, las hachas de dolerita y sílex, las espadas de cobre y todo tipo de dagas entraron en combate, golpeando, cortando, perforando cráneos y estómagos y amputando miembros. El caos era tal que el suelo, cubierto de sangre, no tardó en convertirse en una alfombra resbaladiza. A pesar de su inferioridad numérica, los nubios luchaban con una ferocidad terrorífica. Djoser aún tenía frescos a unos dos mil hombres que lanzó al combate para rodear al enemigo. Esta nueva maniobra acabó provocando la retirada nubia, una muestra de debilidad que se reveló fatal. Alentados por la llegada de nuevas tropas, la bravura de los guerreros egipcios se multiplicó. De pronto, el enemigo pareció presa del pánico y retrocedió hasta el río. Rodeado por los egipcios, acabó deponiendo las armas.

—¿Dónde está Aj-Mehr? —preguntó Djoser.

—Ha muerto, ¡oh Toro Poderoso! —respondió Merej, el jefe de los ñam-ñam de Egipto—. Hemos acabado con vuestro enemigo y os traemos su corazón. Dicho esto, mostró un pedazo de carne sangrante.

Tras él, sus compañeros lanzaron aullidos victoriosos.

—Así pues, vosotros sois los artífices de esta victoria, ¡compañeros míos! —declaró Djoser, algo incómodo. Merej avanzó hacia el rey para presentarle orgulloso el trofeo.

—¡Jamás tendremos mejor rey que vos! Este corazón os pertenece. Es el de vuestro enemigo. Os habéis ganado el derecho de devorarlo.

Una arcada surcó el estómago de Djoser. Los ñam-ñam le habían sido fieles durante toda la campaña. Y no sería acertado despreciar su presente. Se hizo el silencio. Djoser evocó las atrocidades cometidas por Aj-Mehr. Era un monstruo, una fiera con aspecto de humano. Concentrándose en dicha imagen, cogió firmemente el pedazo de carne aún caliente, reunió todo su valor y lo mordió, arrancando un pedazo antes de devolvérselo a Merej. El ñam-ñam vaciló antes de morderlo él también. Un grito de victoria, repetido inmediatamente por los egipcios, saludó el gesto del rey. Djoser comprendió que acababa de conseguir otro triunfo que le garantizaba para siempre la lealtad de aquellos caníbales. No sólo había respetado sus costumbres, sino que había compartido simbólicamente la victoria con su jefe.

Condujeron ante Djoser a los príncipes rebeldes supervivientes, una veintena. Se postraron a sus pies para implorarle piedad, pero él los rechazó con violencia.

—No habrá clemencia para vosotros. Vuestras manos están manchadas de sangre.

—Os imploramos, ¡oh Toro Poderoso! Ese Peribsen nos engañó.

—¿Y dónde se encuentra?

—No lo sabemos, ¡oh Luz de Egipto! Desapareció poco después de la batalla de Yeb.

—¡Huyó como un cobarde! —exclamó Pianti.

—¡No! Aseguró que continuaría con los combates en suelo de Kemit.

—¿Sabes qué dirección tomó?

—Creo que se dirigió al valle de Esjú, señor.

—Por eso no ha llegado el nebú. Las minas de oro han caído en sus manos, pero las recuperaremos.

Se encaró a los príncipes felones.

—Y vosotros, que me habéis traicionado masacrando a inocentes, seréis condenados a trabajar en las canteras hasta que os llegue vuestra hora. No tendré piedad alguna con unos criminales tan cobardes como vosotros. ¡Que así sea!

Unos días después, tras encargarle a Hakurna la reconstrucción de su reino, Djoser, a la cabeza de cinco mil hombres, tomó el camino de las minas de Esjú.