Quince días después de haber abandonado Mennof-Ra, la flota de guerra real arribó a Yeb, en el extremo sur de las Dos Tierras. Instalada en su isla de granito oscuro, la ciudad siempre había desempeñado un papel estratégico de primer orden. Situada frente a la Primera Catarata, la capital del primer nomos del Alto Egipto era un enclave militar esencial destinado a repeler los posibles ataques procedentes de Nubia. Cuatro fortines edificados a ambas orillas garantizaban la protección de la ciudadela. Ciudad de Jnum, el dios alfarero con cabeza de carnero, el señor de las aguas del Nilo que moldeaba a los seres vivos sobre su torno, acogía las caravanas procedentes del valle superior del Nilo que traían marfil, oro, ébano, pieles de jaguar y esclavos.
Djoser se felicitó por haber hecho suyos los temores de Hakurna, receloso ante un posible ataque de Aj-Mehr el Devorador contra Kemit. Los exploradores enviados regresaron a toda prisa para comunicar al rey que la ciudad estaba sitiada por un ejército de entre seis y ocho mil soldados. Uno de los bastiones había sido incendiado y el resto no resistiría mucho más.
—¡Por Horus, llegamos a tiempo! —exclamó el rey.
Y ordenó acelerar el paso.
Poco más tarde, de varios navíos desembarcaban guerreros en la isla, pillando por sorpresa a los asaltantes. Otros corrieron a defender los fortines. Se produjeron violentos combates. En el interior de la ciudad se declararon varios incendios. Djoser temió lo peor. Blandiendo la espada, se lanzó a la batalla a la cabeza de sus guerreros, sabedor del enfado de Semuré de haberlo visto comportarse de semejante modo. Junto a él, Pianti ordenó a sus soldados de élite que lo apoyaran y lo cubrieran. No obstante, no era tarea fácil, dado el ímpetu y el coraje del joven rey.
La ciudad aguantaba las embestidas. El asedio se había iniciado dos días atrás. Por causa de su posición estratégica, Yeb contaba con una guarnición importante, de un millar de hombres, a los que se habían unido los nubios fieles a Hakurna, con lo que la cifra casi alcanzaba los dos mil efectivos, sin contar a los habitantes, acostumbrados a coger las armas para defender su ciudad fronteriza. Los asaltantes habían sufrido bajas, pero las cifras aún estaban de su lado. De no haber llegado Djoser, Yeb no habría resistido mucho más.
Aj-Mehr no había contado con la aparición de un ejército tan poderoso poco después de haber franqueado la Primera Catarata. Sus guerreros, envalentonados, se plantaron ante los recién llegados lanzando gritos de guerra. Pero el jefe rebelde olía el peligro. Le iba a ser imposible vencer a un enemigo decidido, bien entrenado y superior en número. Por desgracia, había cometido la imprudencia de poner los pies en la isla. Tendría que huir a bordo de sus naves, piraguas talladas para la carrera e incapaces de combatir con las falúas de guerra egipcias. Cuando llamó a la retirada a sus hombres, éstos, ebrios de sangre y combate, no lo escucharon. Tuvo que increpar a algunos para conseguir que le oyeran. Poco a poco, los rebeldes empezaron a replegarse en dirección a las piraguas.
Cuando Aj-Mehr cayó en la trampa, Djoser ordenó a Setmosis que rodeara con las naves de cola a los ñam-ñam, cortándoles así la retirada. Los nubios comprendieron que la derrota era inevitable y su frenesí se transformó en inquietud. En las embarcaciones varadas en las rocas se produjo un reflujo caótico. Djoser se dirigió a sus capitanes, formados en la academia de Merurá. Al contrario que los ñam-ñam, los movimientos de los egipcios reflejaban una admirable disciplina. En lugar de perseguir al enemigo, los soldados se desplegaron en torno de la ciudad que el asaltante había abandonado. Los arqueros levantaron los arcos y, describiendo una imagen de conjunto perfecta, dispararon una lluvia de flechas que cayó sobre los nubios en el momento en que embarcaban. Muchos de ellos cayeron. Una segunda lluvia de flechas siguió a la primera, impidiendo que el invasor tuviera tiempo de responder. Cuando tuvieron la certeza de haber sembrado el pánico entre los asaltantes, Djoser ordenó la carga de sus guerreros. Un momento después, una tropa de egipcios se abalanzó sobre los nubios, alelados y malheridos. Muchos lograron llevar las piraguas hasta el río. Sin embargo, aún había un millar más en el lugar, desorientados entre tantos cadáveres y por las violentas corrientes del río.
La carga fue terrible. Impacientes por entrar en combate, los egipcios se ensañaron. Algunos ya habían participado en la primera campaña de Nubia, cuatro años atrás, y aún recordaban las atrocidades cometidas por los ñam-ñam con sus camaradas. Los combates fueron de una violencia inaudita. Se atacaban con lanzas, puñales de sílex, mazas de dolerita, hachas de cobre o de piedra o a puñetazos y mordiscos cuando ya no contaban con armas. El suelo rocoso se cubrió de grandes charcos de sangre y restos humanos.
Una buena parte de las piraguas había logrado abandonar la orilla en dirección a la orilla occidental, más cercana. Una veintena de falúas de guerra, dirigidas por Setmosis, se lanzó tras ellas. Entre los remeros egipcios y los piragüistas nubios se inició una persecución especialmente ardua a causa de la violencia de las corrientes, impulsadas por la proximidad de la catarata. La ligereza de las piraguas favorecía a los nubios y sólo algunas quedaron a merced de los pesados barcos de guerra. Los combatientes de las falúas aprovecharon su posición para atacar con las lanzas a los fugitivos, pero éstos se aproximaban a gran velocidad a la angostura del río, donde las dificultades de los barcos para seguirles serían mayores.
Desde la orilla, Djoser seguía la evolución de la batalla fluvial. Emitió una exclamación de victoria cuando comprendió la maniobra ordenada por Setmosis. Éste, con una decena de navíos a sus órdenes, había decidido rodear la isla de Yeb por oriente. Las diez falúas se desplegaron ante la catarata, cortando la posible retirada. Aj-Mehr lo entendió cuando estaba a punto de ser atrapado y cambió de rumbo poniendo proa a la orilla occidental.
Una vez en la ribera, todos los que habían logrado huir abandonaron las piraguas y corrieron hacia el sur, en dirección a los accidentes que delimitaban la frontera entre el Alto Egipto y Nubia. La derrota de los ñam-ñam había sido rotunda. Los asaltantes de ambos fortines, nada deseosos de caer en manos de los egipcios, también se dieron a la fuga. Cuando Setmosis dispuso el desembarco de las tropas, el enemigo ya estaba lejos. Una orden de Djoser, transmitida de una orilla a la otra por medio de señales, le obligó a ir en auxilio de los sitiados. Uno de los bastiones estaba en llamas. Descorazonado, el joven comandante descubrió lo que quedaba de los defensores. A la vista de los restos sangrientos de sus miembros, comprendió que algunos habían sido mordidos por el enemigo, quien les había arrancado la carne a jirones. Algo más lejos, en medio de las brasas de un campamento, encontró varios huesos humanos y una docena de cráneos. La leyenda que afirmaba que los ñam-ñam devoraban a sus enemigos tenía fundamento.
En la isla de Yeb, los nubios que no habían podido escapar no resistieron mucho ante el ímpetu de los egipcios, a quienes se habían unido los defensores de la ciudad. Sólo un centenar de los mil guerreros abandonados por su rey sobrevivió. Cuando los combates cesaron, el Nilo había adquirido un tono rojizo que las corrientes diseminaban. Y las rocas negras estaban cubiertas de sangre.
Durante la noche que siguió a aquella primera victoria, Djoser se reunió con el viejo Jem-Hoptah, el nomarca de la ciudad, que organizó apresuradamente una recepción en honor de aquél al que consideraba su soberano antes incluso de que hubiera alcanzado el trono del Horus.
El rey estaba triste por la crueldad de los combates. Aunque acostumbrado a la guerra, jamás podría habituarse a la manera de combatir de los ñam-ñam, que solían afilarse los dientes para asustar a sus enemigos. Todos los guerreros que habían quedado atrapados en la isla no pararon de luchar hasta quedar sin aliento. Djoser recordaba a uno de ellos que, desarmado, saltó sobre un joven soldado y lo mató mordiéndole el cuello. Tuvieron que cortarle la cabeza para que soltara la presa. A pesar de la victoria, el corazón de Djoser estaba lleno de amargura.
—Estoy exhausto, amigo mío —le dijo a Jem-Hoptah—. Esta guerra es más estúpida que las otras. Les ofrecí a los nubios los mismos privilegios que a los egipcios y los acogí como a mis hijos, sin trazar fronteras entre ellos y los habitantes de las Dos Tierras. De no ser por la locura sanguinaria de un puñado de hombres sedientos de poder y gloria, podríamos haber evitado estas masacres. Pero ¿qué saben del poder esos imbéciles orgullosos? No buscan más que satisfacer sus insignificantes ambiciones personales, sus rencores mezquinos.
—Así es el hombre, ¡oh Luz de Egipto! Y me temo que no podrás cambiarlo. Debes aceptarlo.
Los dos hombres se miraron con afecto. Estaban unidos por muchos recuerdos de la primera guerra de Nubia. Hacía cuatro años, Djoser había derrotado a Hakurna, quien hoy combatía a su lado.
—La vida es curiosa, ¡oh, Toro Poderoso! Tu enemigo de ayer te ayuda hoy a luchar contra sus hermanos.
—Perdonadme, señor —intervino Hakurna—. Jamás consideré a Aj-Mehr como a un hermano. No me perdonó que hubiera sido nombrado rey, y mucho menos que me aliara con el Horus Djoser. Estamos sumidos en un combate a muerte. Puesto que no soy caníbal, no ofreceré a mis soldados su cuerpo, pero lo echaría gustoso a los cocodrilos.
—Tal vez no tardes mucho en tener ocasión de ello —dijo el rey—. Debemos aprovechar la retirada de hoy para sacar fruto de nuestra ventaja. Mañana atravesaremos la catarata.
—Debes ser prudente —dijo Jem-Hoptah—. Las aguas de la crecida facilitan la navegación, pero las corrientes son violentas, y varios navíos han chocado con las rocas que infestan el río. Necesitarás pilotos que conozcan bien su curso. Yo te los proporcionaré. Por desgracia, son escasos.
Al día siguiente, tras una noche de reposo demasiado corta, el ejército egipcio se preparó para invadir Nubia. Más allá de Yeb, el Nilo, a lo largo de unas cinco millas, se estrechaba y se llenaba de obstáculos. La corriente era más violenta, y resultaba imposible navegar por él como si se tratara de un río normal. Mientras una parte del ejército iba delante para proteger el paso de los navíos de un eventual ataque de los nubios, otros soldados se encargaban de sujetar las cuerdas a las que iban amarrados los barcos para jalarlos desde la orilla. A bordo, los pilotos y algunos remeros dirigían la maniobra. La crecida había aumentado el caudal, pero la corriente dificultaba los avances.
Djoser decidió usar sólo sesenta de sus cien navíos. Desconocía el tiempo que duraría la campaña y, en cuanto hubiera concluido la estación de la crecida, les sería difícil atravesar la catarata en el otro sentido. Así, más valía reservar algunos barcos en Yeb para el retorno.
Los navíos tardaron casi tres días en cruzar el estrecho. Hakurna, recuperado de sus heridas, había retomado el mando de su ejército, cuyos hombres estaban resueltos a vengar a sus compañeros. Con dicho refuerzo, los efectivos egipcios ascendían a doce mil hombres.
—Mucho más de lo que necesitamos para acabar con esa chusma —espetó Hakurna, impaciente por vérselas con su enemigo personal.
—Dudo que sea tan fácil como aseguras, amigo mío —respondió Djoser—. Los ñam-ñam son guerreros indómitos. No temen a la muerte y les encanta asesinar. Nosotros los egipcios preferimos la paz. Únicamente nuestra superioridad numérica nos permitirá obtener la victoria y me horroriza la idea de perder a muchos hombres. Entre ellos hay numerosos campesinos y artesanos que han dejado en el valle a mujer e hijos. Lloro por aquellos que no volverán a reunirse con su familia.
—Por eso eres un gran rey —respondió Hakurna—. Conoces el valor de la vida de tus súbditos, aunque sean hombres modestos. Y por eso saldrás triunfante.
—¡Que los dioses te oigan!
Si la ventaja de los ñam-ñam estaba en su ferocidad, los conocimientos de estrategia de Djoser procedían de uno de los más grandes generales: Merurá, a quien Jasejemúi debía su victoria sobre las tropas de Peribsen.
A bordo de los barcos, el ejército arribó a Talmis, la ciudad de Nubia más importante, en una sola jornada. Pero Talmis había dejado de existir. En su lugar había un campo de ruinas ennegrecidas, donde aún había rescoldos humeantes. En algunos puntos se veían siniestros pescantes de los que pendían cuerpos mutilados, a los que les habían arrancado la carne a mordiscos. Como en Yeb, habían sido parcialmente devorados.
—Cuando huí a Egipto, me llevé conmigo a los habitantes —explicó Hakurna—. Pero algunos no quisieron abandonar sus casas. Pensaban que Aj-Mehr también era nubio y que no se ensañaría con ellos si no se rebelaban contra él.
—Han pagado caro su error —dijo Djoser.
Con prudencia, avanzaron por las callejuelas devastadas en busca de posibles supervivientes. Pero los ñam-ñam no habían dejado nada con vida. Habían incendiado los silos, así como los templos y viviendas, y llevado el ganado.
—Aj-Mehr es un monstruo —rugió Pianti.
—Reina entre los suyos gracias al terror —precisó Hakurna—. Acabó con sus hermanos y primos para convertirse en el rey de la tribu. Lo odian pero le temen pues creen que posee poderes mágicos.
Djoser no respondió. Varios acontecimientos del pasado regresaron a su mente. La manicura que había intentado acabar con Tanis con la ayuda de una muñeca maligna era nubia. Asimismo, Inmaj vio cómo un nubio le entregaba el frasco de veneno al hombre del rostro quemado. Tal vez no fueran más que coincidencias, pero no podía descartar una alianza reciente entre los partidarios de Set y los príncipes de Nubia. Éstos se habían rebelado pocos meses después de la caída de la secta, tiempo suficiente para que aquél que se ocultaba tras el espectro de Peribsen hubiera logrado reorganizar sus tropas y preparar otra estrategia. ¿Cuál? ¿Y con qué objetivo?
Al día siguiente, la flota llegó a Tutzis al atardecer. Ahí los aguardaba un espectáculo aterrador. Desde el puerto, una avenida conducía hasta las puertas de la ciudad. Unas acacias magníficas, plantadas por un antiguo rey, bordeaban el camino. Con el ocaso del día, Djoser y sus acompañantes desembarcaron seguidos de sus capitanes.
—Aparentemente esta ciudad ha quedado a salvo —declaró Pianti.
—Tal vez no tuvieron tiempo de incendiarla como hicieron con Talmis —apuntó Setmosis.
—¿Qué es todo aquel bullicio? —preguntó un capitán, señalando la avenida.
Avanzaron con cautela. Al poco, les llegó un infecto olor a sangre. Oyeron una especie de ladrido y, con la luz malva del crepúsculo, distinguieron una horda de hienas que se disputaban unos restos que no fueron capaces de identificar. Bastaron algunos gritos para que las bestias se dieran a la huida. Entonces, en la claridad de la noche naciente, se vieron unas formas espantosas, que reconocieron al cabo de un instante como siluetas humanas.
—¡Por los dioses! ¿Qué ha ocurrido aquí? —murmuró Djoser.
Jamás había visto un espectáculo tan terrible, que superaba incluso los horrores de las masacres de la secta maldita. De un extremo a otro de la avenida, un centenar de desgraciados habían sido colgados de los pies. Los habían descuartizado a hachazos y esparcido sus intestinos por el suelo. Y habían procurado no darles muerte al instante.
Detrás del rey, varios capitanes se volvieron para vomitar. El propio Djoser apretó los dientes para no ceder a las náuseas.
—¡Quieren atemorizarnos! —exclamó Hakurna, loco de rabia.
Sobreponiéndose al asco, llegó hasta la ciudad, seguido por Djoser y Pianti. A su paso, el rey de Nubia reconoció a algunos de sus compañeros.
—No existe castigo suficientemente severo para esa hiena asquerosa —murmuró al llegar a la puerta de la ciudad.
Los capitanes ordenaron a los soldados disponerse en círculo para evitar un ataque contra el rey. Pero la ciudad estaba desierta y las despensas y las casas habían sido saqueadas, como en Talmis.
—¡Huyen como cobardes! —exclamó Pianti—. Se niegan a combatir.
Djoser reflexionó antes de declarar:
—¡No huyen! Aj-Mehr intenta ganar tiempo. Nos lleva a su territorio, a las marismas del Sur. Y allí combatirá contra nosotros. Intenta conducirnos a una trampa, pero no le daremos tiempo para que actúe. No nos lleva mucha ventaja. Con los barcos podemos atraparlo antes de que se refugie en su región.
—Los navíos no podrán superar la Segunda Catarata —observó Hakurna—. Tenemos que llegar a ella antes que él.
—Embarcaremos al alba.