A pesar de la inquietud de Tanis, todo parecía transcurrir con normalidad. Los trabajos en la ciudad sagrada proseguían sin problemas, a excepción de los obstáculos habituales que habrían hecho que al pobre Ajet-Aa se le hubiera caído el pelo de no haber optado por afeitarse la cabeza. Los monolitos de calcárea y de granito continuaban llegando regularmente a Sakkara, y el esfuerzo de los qenús no decaía.
De vez en cuando Tanis dudaba de sí misma: ¿no sería el demonio que aterraba a la capital una invención de su mente? La verdad era más sencilla: los fanáticos de Set habían sobrevivido al holocausto del templo rojo y se habían refugiado en Nubia, donde habían logrado inducir a la insurrección a los jefes de tribu, dispuestos siempre a la lucha. Djoser había ido a combatirlos con un ejército de diez mil hombres. Un número suficiente para aplacar la rebelión y restablecer a Hakurna en el trono.
No obstante, la joven presentía la existencia de un complot de mayor envergadura. Las acciones de los partidarios de Set, por monstruosas que fueran, no eran más que uno de los tejemanejes cuyo único objetivo era sumir a Kemit en el caos. Parecían las meras manifestaciones de unos individuos fanáticos, furiosos por ver cómo su dios rojo había sido relegado a un segundo término. Tanis percibía, más allá de los adoradores de Set y de los nubios, la influencia de una entidad maligna. Espíritu, divinidad o simple humano, ese enemigo se había infiltrado en el corazón mismo de las Dos Tierras y actuaba desde la sombra, de un modo tan sutil que era casi imposible desenmascararlo. Aunque su pusilanimidad y su cobardía le impedían atacar de frente, no podían subestimarle, pues había logrado borrar todas las pistas. Invisible y omnipresente, Tanis intuía su nefasta influencia. Sospechaba que podía revestir una apariencia anodina y familiar, para así engañar mejor a su entorno. Pero ¿con quién podía hablar de ello sino con Imhotep, la única persona capaz de comprenderla pues compartía esos temores? Una mañana, se lo confió.
—¡Oh, padre! A veces tengo la impresión de que enloquezco. Jamás la vida me había parecido tan sencilla en Mennof-Ra. Todo parece fácil desde que la secta maldita y el demonio que la dirigía se esfumaron. No obstante, nunca había sentido con tanta violencia su presencia invisible, como si una catástrofe espantosa fuera a cernirse sobre nosotros. ¿Qué debo pensar de todo esto?
Imhotep le cogió las manos.
—Siempre he admirado la profunda sensibilidad de las mujeres, hija mía. Poseen el don de ver más allá de las apariencias. Los pobres hombres, cegados por nuestro poder ilusorio, estamos lejos de alcanzar tal perfección. Aunque todo ello no es más que un medio para compensar cierta debilidad física. Confía en tu intuición. He consultado los símbolos mágicos y confirman que algo está sucediendo. Debemos ser más prudentes si cabe, Tanis.
Todo se inició con un leve aumento de los agitadores que, tras introducirse en las cuadrillas de obreros, propagaban los rumores de una maldición que pesaba sobre Sakkara. Advertidos por Imhotep, los trabajadores se habían acostumbrado a esas habladurías y no las tenían en cuenta, e incluso se burlaban de ellas. A pesar de la vigilancia constante de más de doscientos guardias a las órdenes de Semuré, era imposible llegar hasta quienes difundían aquellos rumores: se esfumaban nada más haberlos hecho correr.
Imhotep combatía esa insidiosa estrategia visitando cada día las obras. Reconfortados por su presencia y sus palabras de ánimo, los obreros mantenían su confianza en él y le daban muestras de una amistad renovada.
Sin embargo esta actitud comenzó a cambiar el día en que una cuerda rota repentinamente decapitó a un trabajador. A pesar del aspecto sospechoso de los cabos, la investigación concluyó que se había tratado de un accidente, una afirmación idónea para volver a poner en circulación los rumores sobre la maldición. Al principio se propagó con medias palabras, como alusiones, y medias preguntas, creando una desagradable sensación de malestar. La duda había echado raíces en la imaginación de los artesanos. Y surgió de repente en pleno mes de paofi, apenas veinte días antes de que Djoser partiera para Nubia, cuando atacó aquél que sería conocido desde entonces como el demonio de fuego.
El navío acababa de cargar media docena de enormes bloques de calcárea y abandonaba el puerto de Turah cuando Tehuk, un marinero, dijo al capitán que había un olor extraño en el puente.
—¡Es por la inundación, estúpido! —respondió agriamente el capitán—. Las aguas apestan.
Tehuk se encogió de hombros y regresó a su lugar en el banco de los remeros. Comandada por aquel capitán de pocas luces, la nave se alejó de la orilla luchando contra la corriente del río, poniendo proa a la entrada del canal que conducía a la cantera de Sakkara. Una pequeña falúa, torpemente dirigida por unos pescadores, estuvo a punto de ser arrollada por el pesado barco. Aún irascible, el capitán insultó a aquellos pescadores ineptos.
—Huele mal —confirmó uno de los remeros que se hallaba junto a Tehuk.
De pronto, una oleada de calor recorrió el navío, más intensa aún que la provocada por el sol que ardía sobre el valle. Al cabo de un instante las llamas subieron desde la bodega, devorando el puente. Se oyeron gritos de terror, acentuados por el vaivén del barco, que empezó a tambalearse peligrosamente, desequilibrado por la masa de bloques de piedra que transportaba. El capitán, petrificado, lanzó un grito aterrador, que imitaron sus hombres. Tehuk vio cómo los pesados bloques se deslizaban y caían encima de un grupo de remeros. Quiso ir en su ayuda, pero un telón de llamas le cerró el paso. El puente ardía y se levantaba una espesa humareda negra. En medio de aquellos chillidos de terror, Tehuk corrió hasta la batayola y se lanzó por la borda, sin preocuparse de la presencia de cocodrilos. Cuando emergió entre la oscura marea del Nilo, en plena crecida, asistió a un fenómeno espeluznante: a pesar del agua que invadía la bodega del navío, a pique, las llamas no se extinguían. El río parecía arder. Frente a Tehuk, un manto incandescente trepaba hasta la superficie. Aterrado, empezó a nadar en dirección contraria. Buen nadador, consiguió huir. Cuando se volvió, observó que varios marineros habían logrado salir de la zona peligrosa. Y vio, con horror, algunas siluetas que se debatían en medio de sus quejidos, atrapados por aquella hoguera flotante. Tehuk apretó los dientes. Veía perecer a sus compañeros sin poder hacer nada por ellos.
En ambas orillas, los testigos comentaban el desastre. El fuego se había desencadenado sin motivo aparente. Todo parecía en calma y, de pronto, las llamas devoraron el navío. Cuando finalmente se extinguieron, sólo quedaban algunos restos de la gran falúa de transporte que la corriente arrastró rápidamente. Varios pescadores rescataron a los náufragos y entre ellos a Tehuk. Sin embargo, la catástrofe había provocado la muerte de una docena de marineros y su capitán.
Llamado al lugar de los hechos, Imhotep atendió a los heridos, algunos de ellos con quemaduras graves. Tehuk, impresionado, le contó lo ocurrido:
—No había nadie en la bodega, señor. El fuego se inició de repente, sin motivo alguno. Poco antes le mencioné aquel extraño olor al capitán, pero me trató como a un imbécil.
—Pues no cabe duda de que el olor está relacionado con el fuego.
Las dudas quedaban descartadas. Como en el templo rojo, el navío sucumbió al fuego-que-no-se-extingue. El atentado llevaba el distintivo de los partidarios de Set. Sin embargo, la muerte de los marineros y el hundimiento del navío impresionó a la población. La noticia se propagó como el mismo incendio, magnificada y deformada por los relatos de los testigos. Los transportistas de piedra, acongojados, quisieron abandonar su trabajo. Muchos no se atrevían a subir a los navíos, y aseguraban que el demonio del fuego quería acabar con ellos. Imhotep tuvo que recurrir a toda su diplomacia y su poder de convicción para calmar los temores de los marineros. Siguiendo sus órdenes, Semuré aumentó la vigilancia en la cantera.
Durante varios días la calma campeó por el lugar. Los bloques de calcárea recorrían de nuevo el río sin problemas. Nada más desembarcar, tomaban la larga rampa recubierta de rodillos de acacia que conducía hasta la meseta.
Cada mañana, Imhotep se personaba en Sakkara, desde el mediodía, una vez realizada la elevación de Ma’at, ocupando el lugar de Djoser. Compartía el parecer del rey: esa acción revestía una gran importancia, y pretendía proteger a Kemit del caos, poniéndola bajo los auspicios del símbolo de la armonía.
Aquella mañana estaba acompañado por Tanis, así como por el responsable de los graneros, el viejo Najt-Huy. Este último acababa de cerciorarse de que no se malgastaban los cereales, escasos. Ajet-Aa se quejaba de que no se le entregaba el grano con regularidad, pero el número de obreros variaba sin cesar. Y no se trataba de ir tirando la cosecha. El rey se lo había advertido: era preciso ser cauto en previsión de la sequía que los dioses le habían anunciado en sueños. Así, había mandado construir aquellos nuevos silos para almacenar los excedentes de las cosechas. Najt-Huy había sido designado por el dios viviente para planificar las reservas para el futuro. Cuando se alimentaba demasiado bien a los obreros, trabajaban menos. Había discutido esta cuestión con el gran visir, quien exigía que sus hombres recibieran una alimentación adecuada.
Por descontado, era impensable que se ensuciara los pies con el barro infecto que cubría la rampa que conducía hasta la llanura. Dio órdenes a los sirvientes para que le trajeran la litera, donde se estiró gruñendo, como solía hacer. Imhotep lo miró sonriente. Él mismo, al igual que Tanis, prefería subir a pie. Y fue sin duda eso lo que les salvó.
—Caminar es excelente para la salud —comentó mirando a Najt-Huy antes de dirigirse a la rampa acompañado de su hija.
Tanis estaba encantada de los escasos momentos en que conversaba con él. La complicidad y el afecto que les habían reunido tras veinte años de separación se habían ido afianzando con el tiempo. En ausencia de Djoser, Imhotep se trasladó a palacio, junto con Merneit y Naú, que acababa de cumplir los tres años.
Una veintena de hombres alzaban un pesado bloque de calcárea sólidamente atado con unos cordajes de fibra de palmera trenzada. Otro bloque lo precedía.
Al llegar a la mitad de la rampa, un crujido llamó la atención de Tanis, antes de que se produjera un segundo y un tercero. Al cabo de un momento se oyeron unos gritos y exclamaciones de terror. Imhotep comprendió qué sucedía.
—Acaban de romperse las cuerdas del primer bloque —exclamó—. No es posible…
Impotentes, vieron vacilar el primer bloque antes de abandonar el trineo sobre el que había sido fijado. Empezó a bajar por la pendiente y aumentó la velocidad gradualmente, mientras se dirigía al segundo bloque y al equipo que tiraba de él. Pasmados, los obreros no se atrevían a soltar su bloque por miedo a que, a su vez, éste empezara a bajar. Por primera vez en su vida, Imhotep no supo qué hacer.
—Por los dioses, ¡los va a aplastar! —exclamó—. ¡Tienen que apartarse!
—Pero el segundo bloque también resbalará —dijo Tanis—. ¿Qué podemos hacer, padre?
—Abandonar la rampa. —Empezó a chillar dirigiéndose a los obreros—: ¡Dejad las cuerdas! ¡Huid!
Pero la arcilla mojada hacía que el suelo fuera más resbaladizo. Aterrado, un obrero no pudo apartarse a tiempo y cayó en el mismo instante en que el primer bloque chocaba con el segundo. Tanis oyó un grito de terror y el crujido siniestro de un cuerpo aplastado entre aquellas mastodónticas piedras. Los dos colosos continuaron el descenso, en dirección a Tanis e Imhotep. El gran visir cogió a su hija y la lanzó a un lado. Ambos rodaron hasta el terraplén y sufrieron rasguños. Aquellas dos rocas enloquecidas pasaron por encima de ellos en medio de un fragor espantoso. Algo más abajo, en la rampa, se encontraba la litera de Najt-Huy. Presas del pánico, los sirvientes soltaron el vehículo y saltaron de la rampa. La litera cayó bruscamente hacia un lado y su propietario no tuvo tiempo de escapar.
En el momento en que Tanis se ponía en pie, un chillido aterrador rasgó el aire. Después, los bloques de calcárea abandonaron la rampa y chocaron algo más abajo, arrastrando los restos de la litera y de su pasajero. La joven se mordió el puño para no gritar.
Después de haber extraído el cuerpo del pobre Najt-Huy de los escombros de la litera, un guardia fue al encuentro de Imhotep.
—¡Señor! ¡Observad! —Le tendió un trozo de la cuerda—. La encontré en el lugar donde se deslizó el primer bloque.
—Por eso cedieron los cordajes —masculló Imhotep, encolerizado.
Era evidente que una hoja afilada había seccionado la fibra en varios puntos.
La muerte violenta de Najt-Huy suscitó una viva repulsa en el seno de la corte. Aunque no era un personaje especialmente popular, y sí demasiado meticuloso, su competencia y honestidad eran muy respetadas. Pero sobre todo se trataba del tercer accidente mortal acaecido en pocos días. La idea de una maldición sobre Sakkara se confirmó. Por más que Imhotep les explicó a los contramaestres que el último accidente se debía a un sabotaje y les mostró las cuerdas cortadas, le resultó imposible evitar que la duda les royese. Un obrero de cada cinco desertó de la cantera. Aquellos que permanecieron trabajaban bajo una permanente sensación de terror. Nadie era capaz de adivinar dónde y cuándo volverían a atacar los dioses encolerizados, pues estaba ya fuera de toda duda que aquellas catástrofes violentas eran obra de las divinidades. Desde tiempo remoto se aseguraba que la Explanada de Ra estaba habitada por los néteres. El rey creyó haberlos satisfecho alzando un monumento desmesurado en su honor. En realidad, los había importunado e irritado, y habían decidido vengarse.
Un día después del accidente, Mejerá solicitó audiencia a la reina y el gran visir. Tanis lo recibió en compañía de Imhotep, Sefmut, Semuré y los ministros más importantes. En tanto que responsable de las investigaciones reales, Moshem asistió a la reunión. Mejerá espetó sin preámbulos:
—Os ruego me escuchéis, ¡oh reina mía! Debemos suspender la construcción de la ciudad sagrada tal como ha sido planificada. Solivianta a los dioses.
—Los dioses no tienen nada que ver con los accidentes —respondió Imhotep.
—¿Cómo lo sabes? —repuso enfurecido Mejerá.
—Los cables que sostenían el primer bloque fueron cortados a propósito para que cedieran.
—¿Y cómo explicas el incendio del navío? Según los testigos, las llamas surgieron espontáneamente de la bodega.
—Según los testigos, se declaró justo después de que el barco estuviera a punto de arrollar a una pequeña falúa. Varias personas afirman que navegaba alrededor del navío mientras éste ardía. Pudieron ser ellos los responsables del incendio.
—¿Y cómo lo hicieron?
—Imagino que el barco fue rociado con una sustancia inflamable, aceite por ejemplo, aunque mucho más poderosa. Y habría bastado con una antorcha.
—Una sustancia inflamable… —respondió Mejerá con tono escéptico.
—Así prendieron fuego a la vivienda de Semuré y al templo rojo, sacrificando voluntariamente a una parte de sus adeptos. En cada caso flotaba el mismo olor nauseabundo. El olor de una sustancia altamente inflamable.
—Nadie ha oído hablar de dicha sustancia, ni siquiera tú, el de sabiduría legendaria.
—Jamás he aspirado a saberlo todo, Mejerá. En Sumeria, sin embargo, conocí a un hombre que había aprendido a dominar el fuego de un modo asombroso. Se llamaba Nesameb. Se dice que murió en el incendio de su casa, aunque nadie vio su cuerpo. Estoy convencido de que sobrevivió y que se encuentra en Egipto. Y no me sorprendería que estuviera detrás de estos incendios criminales. No existe ninguna intervención demoníaca, y mucho menos una maldición.
—Tus palabras irritan a los néteres, Imhotep —insistió Mejerá—. Atraes su cólera hacia nuestros ciudadanos. Nada demuestra que tu razonamiento no esté inspirado únicamente por el deseo de continuar con la construcción de esa ciudad sagrada, sin tener en cuenta los peligros.
—Mejerá —respondió Imhotep—, recuerdo una conversación que tuvimos hace un año durante la cual me confesaste que presentías una metamorfosis del dios Set en una divinidad nueva, aún más aterradora, pues ese dios implacable no destruía para permitir el retorno a la vida sino para engendrar el caos.
—Lo recuerdo —repuso Mejerá—. Y aún lo creo así hoy, sobre todo después del descubrimiento de esas ceremonias abominables del templo rojo. El dios nuevo destruye para reconstruir el reino de Isfet, la diosa de la discordia, o para sumir el mundo en los abismos del Nun. Y debo añadir que esa ciudad sagrada tal vez era el único medio para luchar eficazmente contra semejante abominación. Pero hoy ya no estoy tan seguro. Si el dios se muestra tan poderoso, tal vez debamos integrarlo en nuestros néteres y construir Sakkara teniendo en cuenta su existencia, situándolo en pie de igualdad con Horus.
—Tan sólo el Horus Neteri-Jet puede tomar esa decisión, Mejerá, y dudo que lo haga.
—¿Por qué?
—Porque tu hipótesis es falsa. No puedes negar que varios hombres han sido pagados para difundir falsos rumores sobre la cantera.
—Careces de pruebas. Esa pista no ha desembocado en nada.
—Esa pista demuestra que nos las vemos con un enemigo de notable inteligencia. ¡Pero no se trata de un dios! —insistió el gran visir.
—Te olvidas del espectro de Peribsen. Estoy seguro de que sus apariciones son manifestaciones de su cólera.
—Si realmente fuese un espectro… Me niego a creer que Osiris haya devuelto a la vida a quien quería otorgar el lugar preeminente a su asesino, Set el Destructor. Además, si se tratara de un auténtico fantasma venido para luchar contra el rey, se habría enfrentado abiertamente a él en Mennof-Ra para recuperar el trono que estima le pertenece. Ahora bien, no se manifiesta más que en lugares alejados, y contra seres frágiles sobre quienes puede ejercer su nefasta influencia. Teme verse las caras con su adversario a la luz del día. Así pues, creo que ese espectro es un hombre que convence a los débiles con su interpretación y logra que los crédulos se alíen a su causa. Sin duda, carece de un número suficiente de soldados para luchar directamente contra el ejército egipcio. No obstante, sería peligroso subestimarlo. Ha demostrado poseer el poder y el carisma para reunir a un pueblo entero y llevarlo a la insurrección.
—¿Y quién es ese hombre?
—Eso precisamente debemos averiguar. Peribsen pudo tener hijos a quienes confiara las riquezas que robó a los antiguos Horus. Eso explicaría que hayamos encontrado objetos que les habían pertenecido y que estaban en posesión de bandidos con la misión de sembrar el desconcierto entre los obreros de Sakkara. Nos enfrentamos a un complot que pretende eliminar al rey Djoser e instalar una nueva dinastía en el trono de las Dos Tierras. Una dinastía que desciende de Peribsen.
Moshem intervino.
—Hace unos días descubrimos en manos de unos bandidos del Ujer más objetos con la marca del Horus Djed y Nebrá. Parece que les fueron entregados para pagar a los agitadores encargados de difundir el rumor de la supuesta maldición que pesa sobre la ciudad sagrada. Utilizan a la purria de los suburbios del puerto, se introducen en las cuadrillas de obreros durante unos días y desaparecen una vez han cumplido su misión. Traté de encontrar a quienes les entregaban dichos objetos pero no lo conseguí. Hace unos meses llegué hasta un dominio del nomos de Per Uazet. Allí había una tropa numerosa y pedí que las milicias locales me ayudaran. Pero cuando regresé al lugar, el condominio había sido abandonado. Posiblemente fuera el lugar de reunión. Ordené que se llevara a cabo una vigilancia discreta de los lugares pero no hemos obtenido resultados. No sabemos de dónde salen los objetos, pero todo esto confirma que hay alguien que posee el tesoro de Peribsen.
—Un hijo de Peribsen… —murmuró Mejerá, pensativo.
—Y es precisamente él quien se disfraza como el usurpador para hacer creíble su retorno desde el reino de Osiris. Fundó la secta de los sacerdotes de Set fanáticos para honrar su memoria. A pesar de la victoria que obtuvimos en el templo maldito, no han desaparecido. No cabe duda de que están detrás de la rebelión de Nubia. Las apariciones del espectro así lo prueban. Con todo, hay algo más grave: ese individuo ha sellado una alianza con los edomitas.
—¿Los edomitas?
—Estaban presentes en la destrucción del templo rojo. Hace cuatro años se aliaron con los Pueblos del Mar e invadieron el Delta con el propósito de apoderarse de Mennof-Ra. El Horus Neteri-Jet logró vencerles y expulsarlos del Sinaí. Sus jefes consiguieron huir al desierto. No me sorprendería que uno de ellos fuera el hijo de Peribsen. Esa primera invasión guarda relación con lo que sucedió el año pasado en el Delta y con lo sucedido recientemente en Nubia. Mucho más que la locura fanática de una secta sanguinaria, temo que se produzca un nuevo ataque de los edomitas. Y por eso han hecho que alejemos al ejército. Por algún motivo, han llevado al rey hasta Nubia con el grueso de las tropas.
—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Tanis, inquieta.
—Puedo reunir dos o tres mil guerreros —intervino Semuré—. No serán suficientes, pero resultará difícil reclutar más. Los campesinos estarán ocupados en breve con las cosechas. Y si queremos obtener resultados abundantes en previsión de la sequía, será difícil conminarles a abandonar su tierra.
—Tenemos otros aliados —declaró Moshem.
—¿Quiénes?
—Los pastores de las marismas. Desde la destrucción del templo de los partidarios de Set, he trabado amistad con ellos. Su jefe, Mehrú, siente sincera devoción por el rey. Tal vez pueda persuadirlos de que combatan a nuestro lado si los edomitas invaden el Delta. Son varios miles y saben pelear.
—¿Y quién se ocupará de los rebaños? —preguntó Tanis.
—La crecida de Apis fue generosa, ¡oh reina mía! Las bestias tienen forraje suficiente si permanecen en sus dominios. Así podremos contar con los pastores.
—Una idea excelente, Moshem —aseguró Imhotep—. Viaja hasta el Delta y preséntale tu propuesta.
—Partiré mañana, señor.
—Por mi parte, enviaré mensajeros a los nomarcas para que tengan las milicias preparadas.