Saltándose el protocolo, Djoser abandonó el trono real, seguido por toda la corte, para acercarse a Hakurna. Una docena de guerreros leopardo rodeaban al rey de Nubia. Tenía vendados el torso y los miembros. Al ver a Djoser aproximarse a él, trató de levantarse de la litera.
—Relájate, amigo mío —dijo el rey—, y cuéntame qué te ha sucedido.
—Los príncipes del Sur se han levantado, ¡oh gran rey! Me consideraba capaz de mantener la paz, pero nunca aceptaron la derrota que les infligiste y me responsabilizaron a mí.
—Instauré la paz —respondió el rey—. Y no hice prisioneros de guerra.
—Justamente. Consideran tu magnanimidad como una humillación imperdonable.
—¡Es falso! Yo ratifiqué la alianza entre Kush y Kemit —contestó enervado Djoser—. Ahí, como en el Doble Reino, bajamos los impuestos y respetamos los privilegios.
—Lo sé, ¡oh Luz de Egipto! En mí tienes a un aliado incondicional y a un amigo. Por desgracia, esos perros me odian y buscaron el menor pretexto para rebelarse. Pero esto no es todo. Ha sucedido algo más terrible.
—¡Habla!
—Nubia se ha visto sacudida por unos acontecimientos incomprensibles. Un hombre extraño apareció en varias ocasiones, en diferentes lugares. Dicen que tenía la cara de un antiguo rey de Egipto, el que se opuso a tu padre, el buen dios Jasejemúi.
—¡Peribsen! —murmuró Mejerá, quien había palidecido bruscamente.
—Creía que había muerto hace más de treinta años.
—¡Nadie vio su cuerpo! —respondió Mejerá—. Se ignora qué fue de él. Tal vez sobrevivió a la derrota.
—Si aún viviera, hoy sería un anciano —gruñó Djoser—. ¡Continúa, Hakurna!
—Al principio no concedí mucha importancia a los rumores. Varios campesinos vinieron a mí para darme cuenta de las apariciones. Estaban convencidos de que se trataba de un espectro del reino de Osiris. Aseguraban que aparecía en el momento en que Atum se ponía en el horizonte del Amenti, rodeado por varios guerreros. Al igual que tú, llevaba el nemes y la barba de cuero, y el cayado y el mayal. Su rostro era blanco como la harina. Hablaba con una voz extraña, muy grave, afirmaba que una espantosa maldición pesaba sobre la ciudad sagrada cuya construcción pusiste en marcha, y que una lengua de fuego impulsada por los dioses destruiría Mennof-Ra. Decía que eras un usurpador que debía ser combatido. Exhortaba a los hombres a seguirle y amenazaba con destruir a quienes se le resistieran.
»Estas palabras, que recorrían todos los pueblos a lo largo del Nilo, cobraron importancia poco a poco y despertaron antiguos rencores. Fueron el pretexto que buscaban los príncipes del Sur, que vieron en ellas el medio para eliminarme. Se aliaron para sublevarse. Cuando comprendí el peligro que corría, ya era demasiado tarde. Su ejército llevaba algún tiempo preparado, como si todo hubiera sido organizado de antemano. Varios jefes de tribu en quienes creía poder confiar se unieron a sus filas. Incluso en Tutzis algunas familias de la nobleza, espoleadas por esas extrañas apariciones, comenzaron a dudar. Sin atreverse a declararlo abiertamente, ponían nuestra alianza en entredicho. Cuando intenté reunir a mis capitanes, más de la mitad se habían pasado al enemigo.
»Quise enviarte un correo para pedir tu ayuda mientras permanecía en Tutzis tratando de detener a los rebeldes. Tenía un número suficiente de guerreros. Pero tengo la impresión de que un espíritu demoníaco se ha burlado de mí. Los traidores lograron penetrar en la ciudad. Una noche, asesinaron a la guardia y le abrieron las puertas al enemigo. Mis soldados opusieron resistencia, pero fueron masacrados sin miramientos. Por mi culpa… porque no reaccioné a tiempo. Pero ¿qué podía hacer contra un espectro tan poderoso? Sentí que tras él estaba el temible aliento de Set el Destructor. Tan sólo un dios puede pretender derrotar a otro dios. Por eso necesito tu ayuda, ¡oh, Toro Poderoso! Tú eres Horus, y ya venciste en el pasado al dios rojo.
Djoser permaneció un momento en silencio. Contrariamente a lo que había creído, el espectro maldito no había desaparecido con el incendio del templo rojo. Inmaj había observado la existencia de varias galerías al fondo de la caverna. Tal vez había huido por ellas junto con algunos de sus guerreros en cuanto los vigías anunciaron la llegada del ejército egipcio. A diferencia de Hakurna, Djoser no estaba convencido de enfrentarse a un espíritu. Un hombre se ocultaba tras aquel fantasma, un personaje abyecto que no había dudado en sacrificar a una parte de los suyos para dar credibilidad a su muerte.
—¿Quién dirige las tropas enemigas? —preguntó—. ¿El fantasma de Peribsen?
—¡No! Las encabeza Aj-Mehr el Devorador, un hombre cuyo odio se remonta a mucho tiempo atrás. Siempre aspiró a hacer de Nubia un imperio tan poderoso como Kemit. Durante la última guerra se negó a combatir porque los príncipes me habían elegido rey. Se refugió en las marismas del Sur con sus tropas. No me perdona que me hayas indultado y que haya firmado una alianza con aquél que me venció. Hacia él se han vuelto los descontentos que buscaban un jefe.
—¿Por qué lo apodan el Devorador? —preguntó el rey.
—Se dice que se come el corazón de sus enemigos apenas han muerto. Es un ñam-ñam. Ya pudiste comprobar su ferocidad en los combates que nos enfrentaron. Algunos te siguieron hasta aquí.
—Y me son fieles, aunque es cierto que sus costumbres son sorprendentes. Como la de comerse a los perros…
—Los ñam-ñam se alimentan de la carne de cualquier animal, incluso de ratas, y también son caníbales. Por eso son temibles. Aj-Mehr prometió a sus guerreros que me cocinaría vivo en la fiesta de la victoria.
—¡Qué hombre más abominable! —murmuró Tanis, pálida.
—En la batalla de Tutzis fui herido de gravedad. Estuve a punto de morir, pero mis fieles soldados me llevaron, semiinconsciente, fuera de la ciudad. Consiguieron superar el sitio de la ciudadela y me embarcaron en una de mis falúas de guerra. Tuvimos que retirarnos de la batalla. Eran demasiado numerosos. —Apretó los dientes para contener las lágrimas antes de añadir—: Cuando me recuperé, en el barco, vi cómo los ñam-ñam lanzaban a mujeres y niños desde lo alto de las murallas contra unas estacas.
—Aj-Mehr pagará por sus crímenes —aseguró Djoser.
—Me dirigí a toda prisa hacia Yeb. De camino, invité a los habitantes de Talmis y los pueblos del norte de Nubia a seguirme para ir en busca de la protección de Jem-Hoptah, que acogió a mi pueblo con amistad. Mis guerreros se unieron a su ejército para evitar una posible invasión de los rebeldes.
—Actuaste sabiamente, amigo mío.
—Pero aún hay más —añadió Hakurna—. Algunos de mis soldados afirman que vieron a varios extranjeros entre los asaltantes. Y creen que se trata de edomitas.
Djoser no respondió. También le habían hablado de la presencia de edomitas en el ataque al templo maldito. Su aparición en Nubia, asociada a la del espectro de Peribsen, confirmaba que los partidarios de Set habían sobrevivido. Y algo aún peor: si habían logrado tomar Kush, nada les impedía lanzar un ataque para conquistar el Alto Egipto franqueando la Primera Catarata. Djoser comprendió ahora por qué el oro de Nubia había dejado de llegar a Mennof-Ra. Sin duda, su primera acción había sido apoderarse de las minas.
—Mi amigo —le dijo finalmente a Hakurna—, le pediré al gran Imhotep que examine tus heridas. Después reuniré al consejo para estudiar la situación.
Ese mismo día se tomó la decisión de enviar un ejército de diez mil hombres a Nubia. Djoser en persona encabezaría las tropas, secundado por Pianti y Setmosis. La flota de guerra no era suficientemente numerosa para transportar semejante contingente en un solo viaje, así que utilizarían los enormes navíos que remontaban el río en dirección a la cantera de granito de Yeb.
La perspectiva de las próximas batallas suscitó un vivo entusiasmo entre los soldados egipcios. La formación de las tropas, sin embargo, planteó algunas dificultades. Muchos campesinos, la casta donde solían reclutarse los guerreros, se encontraban en la cantera de Sakkara. La estación de la inundación apenas había comenzado y no podían menguar así el número de obreros. Djoser tuvo que recurrir a los nomos del Bajo Egipto, que, a regañadientes, aceptaron enviar los contingentes solicitados.
El gobierno de las Dos Tierras quedó en manos de Tanis e Imhotep, quien supliría todos los deberes religiosos del rey durante su ausencia. A finales del mes de tot, la flota de guerra abandonó el puerto de Mennof-Ra, aclamada por la multitud que se había reunido en los muelles.
La reina, rodeada por los ministros y sus damas de compañía, intentaba disimular su pena. No obstante, más allá del dolor de la separación, tenía una sensación más angustiosa: que una trampa infernal se iba cerrando paulatinamente sobre ellos.