Mennof-Ra, a principios del mes de tot
La joven leona capturada por Semuré se había convertido en una soberbia criatura de dos años a la que Tanis había dado el nombre de Rana. Habituada a la presencia humana desde su infancia, el animal era tan fiel como un perro y gozaba de completa libertad en el interior del parque real. La reina sentía por Rana un afecto peculiar. Su presencia le recordaba a la joven leona con la que había trabado amistad en el pasado, en pleno desierto del país de Punt. Sin ella, sin el consuelo constante que le brindaba, habría sucumbido a la locura. Jira había nacido gracias a la protección de aquella fiera, que se había comportado como si Tanis fuera una más de su especie.
Tan sólo Djoser conocía la historia. Pero ella no había logrado transmitirle las emociones experimentadas, las excepcionales aventuras vividas en aquella sabana salvaje donde se había fundido con la diosa Sejmet.
Rana seguía a Tanis durante sus paseos por el parque. Amamantada por la reina con leche de vaca, resultaba una presencia tan familiar que nadie se asustaba al verla. Jamás había atacado a nadie. E incluso Djoser jugueteaba con ella como si se tratara de un perro cariñoso.
Su silueta ágil y graciosa, tras los pasos de Tanis, era considerada por los ciudadanos el reflejo divino de la soberana, cuyas hazañas anteriores a convertirse en esposa del Horus permanecían en la memoria del pueblo. Su insólita presencia reforzaba el afecto que sentían por la pareja real desde su victoria sobre las fuerzas del mal unos meses atrás. Todo el mundo recordaba las atrocidades cometidas por los miembros de una secta maldita magnificadas por los relatos de los guerreros que habían participado en la batalla última. La gente las repetía en corro, temblando de miedo: las masacres abominables perpetradas contra las madres jóvenes, los secuestros de las criaturas y el horrible destino que se les deparaba. Las historias acerca de los ignominiosos sacrificios humanos formaban parte de la vida diaria. En las poblaciones del Delta donde los siniestros adoradores de Set habían actuado, el miedo seguía en el ambiente.
Para calmar los ánimos se recordaban las nuevas proezas del soberano y, sobre todo, de su esposa, la bella Nefertiti, relatos que culminaban con la flecha en la garganta del abyecto Ferá cuando se disponía a inmolar a su propia hija. Salvada por el gran Imhotep, Inmaj había regresado a las damas de compañía de la reina, y todo el mundo se alegraba de verla de nuevo resplandeciente.
Las obras de la capilla consagrada al gran visir habían concluido. Semuré había encargado los planos al arquitecto Bejen-Ra, quien la construyó con calcárea de Turah. Hesirá había esculpido en el nicho una estatua con la efigie de Imhotep. Aquel pequeño templo recibía cada día numerosos visitantes que se encomendaban al «mayor médico de todos los tiempos». Le ofrecían fruta, viandas e incluso joyas y objetos valiosos, que depositaban piadosamente al pie de la estatua, en honor de quien los había sanado.
Imhotep había aceptado esa veneración con su filosofía habitual. Sabía que los hombres tenían la necesidad de admirar a algunos de sus semejantes, tal vez buscando las cualidades que no encontraban en sí mismos. No obstante, consideraba que todo el mundo estaba dotado de las mismas facultades necesarias para vivir según Ma’at, aunque pocos eran capaces de descubrir esa riqueza con que los dioses les habían obsequiado. Así pues, ¿no era mejor que tomaran ejemplo de los hombres que se dedicaban a hacer el bien en lugar de fijarse en individuos sin escrúpulos y deseosos de llevarlos por el camino de la guerra y la destrucción? Imhotep sentía una gran satisfacción por el hecho de que a la capilla acudieran hombres de todos los estratos, príncipes y campesinos, extranjeros y egipcios.
El vientre de Inmaj se iba redondeando. Semuré, cuya actividad había disminuido desde la destrucción de la secta, pasaba mucho tiempo junto a su esposa, y el resultado de esa asiduidad no se había hecho esperar. Por lo demás, alrededor de la reina, muchas eran las damas de compañía en estado. Y todos los nacimientos simbolizaban la nueva vida de aquella ajetreada capital.
Con la crecida, el número de campesinos que acudió a las obras de la ciudad sagrada aumentó, para desesperación del pobre Ajet-Aa, que tenía que enfrentarse una y otra vez a los eternos problemas de avituallamiento.
La galería destinada a cubrir los once pozos había sido concluida y se iniciaron las obras de ampliación de la mastaba original para construir la base de un monumento aún mayor que constituiría, como sabían únicamente los iniciados, la base de un fabuloso edificio nunca visto. Aprovechando la crecida de las aguas, los navíos de transporte traían cada día toneladas de pesados monolitos de calcárea que eran elevados hasta la llanura a través de una rampa de madera y barro. Los talladores los cortaban en función de sus necesidades. En el extremo occidental de la superficie determinada por Djoser, varios constructores habían comenzado a erigir una muralla de una altura de seis hombres, con bastiones y contrafuertes, similar a la que protegía la ciudadela. Un ingenioso sistema de contrapesos permitía izar los bloques tallados hasta los cadalsos, donde unos obreros, los qenús, los colocaban en su lugar.
La formidable energía que desprendía la gigantesca obra era el reflejo del nuevo dinamismo de Kemit. Desde la aniquilación de los adeptos de Set, Djoser pensaba que había acabado con el insidioso enemigo que carcomía el país desde dentro. Siguiendo la sugerencia de Moshem, mandó construir nuevos silos para almacenar una quinta parte de la cosecha en previsión de la sequía que el beduino había predicho. Las mieses anteriores a los días epagómenos habían sido de una generosidad excepcional, tanto que la gente se preguntaba si las hambrunas no serían más que un mal recuerdo de los tiempos antiguos. Los nuevos canales y el limo negro que las crecidas habían dejado brindaban una riqueza extraordinaria y, de no haber sido por la predicción de Moshem, Djoser habría optado por exportar el excedente de trigo y cebada a los países de Oriente, cuya agricultura no era tan floreciente como la egipcia.
Esta bonanza tranquilizaba a Tanis, pero aun así mantenía una actitud prudente e incitaba a Djoser a permanecer atento. A pesar de la eliminación del templo maldito, en su interior albergaba un inexplicable presentimiento de que el espíritu maligno que había desplazado sus alas negras por Kemit aún no había desaparecido. Por supuesto, había sido expulsado hacia el corazón del desierto de Amenti. Pero ella estaba convencida de que no había sido derrotado por completo y que resurgiría en el momento más inesperado.
¿Acaso el espectro de Peribsen no era un hombre? ¿O había conseguido en realidad el usurpador escapar del reino de los muertos para regresar y atemorizar el valle sagrado? Durante la destrucción del templo, ninguno de los soldados que lograron salir con vida habló de la presencia de aquel espectro entre los sacerdotes de Set. ¿Había perecido con los suyos o había logrado huir?
A pesar de la aparente calma, Tanis sentía de vez en cuando cómo unas sombras pérfidas merodeaban por la luminosa ciudad. Djoser se burlaba de ella, mostrándole la belleza de la población, la alegría de sus habitantes y el amor que profesaban a sus soberanos. Pero Tanis seguía vigilante.
Sólo Imhotep compartía ese sentir. Al contrario que los magos de Mennof-Ra, en los símbolos mágicos y en las predicciones de los oráculos veía anomalías inexplicables. Una ola funesta había invadido las Dos Tierras y se había retirado para dejar tras de sí una serie de desgracias que habían destruido numerosas poblaciones. Evidentemente, los demonios habían retrocedido ante la determinación del Horus y los suyos. Pero continuaban presentes en la sombra, en las fronteras del Doble Reino. Y los magos eran incapaces de ver esa inquietante presencia.
Sorprendido ante la no recepción de ningún cargamento de oro desde hacía más de un mes, Djoser envió un mensajero al rey Hakurna pidiéndole explicaciones, aunque no esperaba respuesta hasta principios del mes de paofi. Grande fue su sorpresa cuando un capitán se presentó en palacio con el anuncio de la llegada al puerto de un navío con los colores del rey de Nubia. Encantado de volver a ver a su amigo, dio las órdenes oportunas para que se prepararan festividades en su honor.
Pero el rey de Nubia no estaba en disposición de participar en ellas: dos capitanes lo acompañaron a la gran sala de palacio tumbado en una litera, herido de gravedad.