Capítulo 44

Se produjo un impacto leve y la mano de Ferá aflojó la presión sobre la cabellera de su hija. Se oyeron gritos. Atónita, pues no sentía el dolor cortante del metal hundirse en su garganta, Inmaj volvió a abrir los ojos. El rostro de Ferá reflejaba una sorpresa sin límites, al tiempo que su boca se abría espasmódicamente. Una flecha le había atravesado la tráquea, impidiéndole respirar. Con ambas manos crispadas en torno a la flecha, boqueaba en vano. Con la mirada desorbitada, se arañó las mejillas, las sienes, el cuello… De pronto, en un esfuerzo desesperado logró romper la punta de la flecha, dejando medio dardo en su interior. Emitió un grito, un sonido sibilante y agónico. Horrorizada, Inmaj vio cómo un borbotón de sangre manaba de su boca. Y cayó lentamente sobre ella, mientras su cuerpo se agitaba en grotescos estertores. La joven reunió todas sus fuerzas para sacárselo de encima.

En el linde de los campos de papiros estaba Tanis, empuñando un arco. Ella había disparado la flecha contra Ferá. Inmaj vio a los niños rodeados de guerreros reales. Los sacerdotes de Set se abalanzaron contra ellos blandiendo las armas, pero ya era demasiado tarde: Jira y Seschi estaban a salvo. En pocos momentos, el ejército real invadió el lugar. Asustados por el estrépito, los cocodrilos desaparecieron. Los soldados surgían sin cesar de los campos de papiro, armados con lanzas, mazas y hachas de cobre. Djoser dirigía personalmente su unidad de élite, cuyos uniformes eran reconocibles por la piel de leopardo que les cubría las espaldas. Los sacerdotes guerreros libraron un combate feroz, con la energía propia de la desesperación. No había rendición posible. El odio ciego y la rabia parecían multiplicar la fuerza de los contendientes. Temblorosa de miedo y de dolor, Inmaj se arrebujó en el suelo. Temía que un fanático aprovechara la confusión para acabar lo que Ferá había comenzado. Quería vivir.

De súbito, una silueta poderosa se irguió junto a ella: era Semuré, tocado también con una piel de leopardo. Ella suspiró aliviada y se abandonó a sus brazos.

Cuando recuperó el conocimiento, estaba tumbada en una improvisada litera. El vientre le dolía horrores. Tanis y Semuré velaban por ella, nerviosos. Se encontraban en las proximidades de la falúa desmembrada, rodeada por una docena de navíos de guerra. Uno de ellos se aprestaba a regresar a la capital. Semuré dijo:

—Los niños nos han explicado lo que sucedió. Estoy orgulloso de ti. Fuiste muy valiente.

La reina añadió:

—Jira y Seschi te deben la vida, Inmaj. Por Isis, ¡te estaré eternamente agradecida!

—Pero cómo puede ser que…

—¿Que estemos aquí? Los dioses nos brindaron su ayuda. Semuré pensaba que podrías ayudarnos a localizar aquel maldito templo del que le hablaste. Pero incendiaron su vivienda. Creí que habías perecido entre las llamas, pero entonces Moshem regresó a palacio. Ya había seguido a Ferá en una ocasión y había perdido su pista en las marismas al este de Bubastis. Volvió con los pastores del Delta y les pidió su ayuda. Su jefe, Mehrú, cazaba con Djoser y conmigo de jóvenes. Aceptó seguir a los navíos sospechosos. Descubrió el camino que tomaban y los siguió hasta aquí. Desde este punto hay un camino que conduce hasta el templo maldito. El rey se puso de inmediato al frente del ejército y… aquí estamos. Cuando desembarcamos, vimos que Ferá había tenido dificultades. Su navío se había abierto por la mitad.

—Yo solté la vara —explicó Inmaj—. Quería huir con los niños.

Tanis le sonrió.

—¡Te admiro!

—Fue una locura. Podíamos haber acabado despedazados por los cocodrilos.

—Hiciste que Ferá se retrasara. Y eso nos permitió llegar a tiempo. Estaba segura de que los niños se encontraban a bordo del barco. Vimos que no seguía el río sino que se metía en las marismas. Hasta el momento en que oímos los gritos no comprendimos el porqué. Temerosos por los niños, nos acercamos sigilosamente entre los papiros.

—Y llegasteis justo a tiempo —suspiró Inmaj con una mueca de dolor.

Tanis le cogió la mano.

—Algo tarde para ti, por desgracia. Pero te llevaré hasta Mennof-Ra, donde mi padre te curará y cuidará de ti.

—Vuestra sirvienta os lo agradece, ¡oh Gran Esposa! —dijo Inmaj con voz débil.

Observando que se aproximaba Djoser, Tanis se incorporó. Se lo llevó aparte y le dijo:

—Debemos darnos prisa. Ha perdido mucha sangre, y no me gusta el aspecto de su herida.

—Daré las órdenes pertinentes al capitán —respondió el rey, frunciendo el entrecejo—. Le rogaremos a Isis que se muestre clemente. Esa chica salvó a nuestros hijos.

Semuré, con gesto de gravedad, se inclinó sobre Inmaj, la besó y le susurró:

—Escucha, preciosa, cuando hayamos acabado con ese nido de cobardes, me casaré contigo. Pero antes debes curarte esa herida.

Con un nudo en la garganta, Inmaj cogió su mano con fuerza.

Momentos después, el navío que llevaba a Inmaj, Tanis y a los niños se alejaba. La tropa de los hombres leopardo, de unos dos mil efectivos, se puso en marcha siguiendo las indicaciones de los exploradores capitaneados por Mehrú. Abandonaron las marismas para adentrarse en una zona de calcárea algo elevada, situada al sur y que llegaba a una especie de valle que se bifurcaba hacia oriente. En algunos lugares se veían filones de piedras preciosas, y la alternancia de los rojos oscuros y los tonos anaranjados daba la impresión de un incendio inmóvil. Djoser se prometió contárselo a Imhotep.

A pesar del calor del mediodía, la determinación de los guerreros no flaqueó. Todos estaban al corriente de los crueles rituales del enemigo y el que hubieran querido ensañarse con los hijos de la pareja real centuplicaba la cólera de los soldados.

Marcharon durante más de tres horas antes de divisar la ciudad maldita. Los exploradores habían estimado que la poblaban menos de mil personas, y un cuarto de ellas eran mujeres. El resto eran guerreros, y entre ellos había edomitas y sacerdotes soldados con el cráneo afeitado. Posiblemente sabían de la llegada del ejército egipcio, pero a Djoser no le inquietaba. Quería aniquilar al enemigo antes de la caída de la noche.

En el momento de entrar en la ciudad apenas encontraron resistencia. A excepción de algunos hombres rezagados, rápidamente reducidos, las moradas de aspecto primitivo estaban vacías. Aparentemente, la población se había refugiado en el interior del templo. En torno de la entrada, custodiada por dos enormes estatuas talladas en la misma roca roja de la colina, una falange armada salió para repeler las tropas reales. A los pies de las divinidades, cuya mirada reluciente parecía traducir la satisfacción ante la sangre derramada y la carne desgarrada, tuvo lugar un combate breve pero de una violencia insólita. Los partidarios de Set se vieron obligados a retirarse al interior rápidamente, abandonando una veintena de cadáveres.

—Son unos estúpidos —exclamó un soldado—. Se dejan encerrar como zorros en su madriguera.

En efecto, tras esa primera batalla encarnizada a las puertas del templo, el enemigo parecía eludir el combate. Enardecidos por una victoria que presentían fácil, los guerreros exaltados persiguieron a los fugitivos por las galerías. Semuré, que había permanecido en el exterior junto a Djoser y Pianti, se alarmó.

—¡Debemos pararlos! No sabemos qué se oculta en el interior. Una galería estrecha es de fácil defensa.

No obstante, los soldados penetraron en la caverna sin encontrar ningún obstáculo de consideración. Más de un centenar de guerreros ya habían entrado cuando el rey se preparó para seguir a sus hombres. Semuré lo detuvo.

—Todo esto me huele mal, Djoser. Esos cobardes se han dejado masacrar esta mañana, uno tras otro. Y ahora parecen huir sin combatir. Me huele a emboscada.

Djoser avanzó hasta la entrada, seguido por Semuré y Pianti.

—Insisto en que se trata de una emboscada, primo mío —se obstinó el jefe de la guardia—. Más vale que permanezcas aquí. Voy con Pianti a ver qué sucede.

—Bien. Pero ten cuidado.

Mientras Djoser ordenaba a sus hombres que permanecieran en el exterior, Pianti y Semuré penetraron en la galería, hasta la primera línea. De pronto, Semuré detuvo a su compañero.

—Aquí hay gato encerrado.

—¿Qué?

—¡El olor! ¿No lo notas?

—¡Cierto! ¡Esto apesta! ¡Es el olor de este maldito templo!

Pero eso no bastó para hacerlos retroceder. Desde el otro extremo de la galería les llegaban los ecos de una batalla furiosa. A la cabeza de una tropa de soldados excitados ante la perspectiva de una victoria total, alcanzaron la entrada de la inmensa caverna que Inmaj había descrito. Los primeros soldados leopardo ya la habían tomado y combatían con furor contra una treintena de sacerdotes guerreros de cráneo afeitado. Los cuerpos restallaban por efecto de las mazas y hachas. Las lanzas atravesaban los pechos. Por todas partes se oían gritos de dolor y alaridos de rabia. Una decena de arqueros egipcios había tomado posiciones y disparaba contra la multitud. La confusión era total. Toda la población de la ciudad sin nombre había corrido a refugiarse en el interior. Desde su posición, Semuré reconoció las dos grandes estatuas descritas por su compañera y la losa y la piedra ritual aún enrojecidas de sangre. Las llamas que iluminaban el lugar con un resplandor inquietante salían de cuatro grandes tinajas de donde procedía aquel insoportable olor. De súbito, vio al hombre del rostro quemado, quien se desgañitaba en animar a sus tropas.

—¡Es él! —exclamó Pianti—. Tenemos que atraparlo. ¡Ya me encargo yo!

—¡Quieto! —Semuré cogió del brazo a Pianti, quien lo miró encolerizado.

—¡Está a nuestro alcance! —le espetó.

—Se está preparando algo que no acierto a comprender. No es normal que nos hayan dejado entrar tan fácilmente. ¡Mira! ¡Ahora apenas oponen resistencia!

En efecto el enemigo corría hacia las estatuas, como para conseguir que los soldados egipcios se adentraran más y más en el lugar.

—Nuestros guerreros son más numerosos —respondió Pianti—. Y los dioses están de nuestro lado.

—¡No! Quieren hacernos caer en una trampa.

De pronto, un escalofrío le recorrió la espalda. Acababa de comprender la trampa, con todo su horror. No era posible, pensó, debía de estar equivocado ya que los miembros de la secta maldita también perecerían.

—¡Abandonad la lucha! —ordenó a sus soldados—. ¡Tenemos que salir de aquí!

Pianti le miró sin comprender. Los soldados más próximos, perplejos, no supieron cómo reaccionar.

—¿Por qué? —preguntó.

Semuré no respondió y se precipitó hacia sus hombres para confirmar sus órdenes. No obstante, los guerreros dependían de Pianti. Sus dudas dejaron paso a un momento de confusión. El general, presa del pánico que descubría en la voz de su amigo, decidió confiar en él. De todos modos, el enemigo no podría ir muy lejos. Algunos soldados obedecieron y se dirigieron hacia la salida sin entender nada.

Y de pronto todo sucedió en un momento. Un impresionante crujido sacudió las estatuas, que se bambolearon en sus pedestales. Las estalactitas cayeron de la bóveda, hiriendo o matando a algunas personas. Se oyó un clamor antes de que los cuatro enormes jarrones que custodiaban a las divinidades se movieran a la vez. Pianti comprendió el porqué de la orden de Semuré. En pocos segundos, el suelo rocoso del templo-caverna ardió como un fardo de paja. El aire se convirtió en una bola de fuego que avanzaba inexorablemente hacia la salida. Aterrado, gritó «¡Semuré!» y corrió hacia la galería. A su alrededor, los guerreros se precipitaban hacia el exterior en busca de la salvación. El aliento de aquella bola ardiente les lamía las espaldas. Desde el interior les llegaba un ruido espantoso, una mezcla del crepitar de las llamas y los lamentos de los desgraciados que habían caído en aquella trampa infernal. Perseguido por aquel monstruo, Pianti logró salir al aire libre, quedando en medio de los soldados que habían permanecido a las órdenes de Djoser. Jamás había corrido a tal velocidad. Inmediatamente una esfera de fuego apareció entre los dos guardianes de piedra de la entrada, antes de desvanecerse. Aún vio salir algunas siluetas titubeantes de la hoguera y entre ellas la de Semuré. Djoser corrió para socorrerle.

—¡Señor, ahí dentro hace mucho calor! —dijo Semuré esbozando una sonrisa.

—¡Sí, lo he notado!

Sólo tenía quemaduras superficiales. Por desgracia, muchos guerreros, atrapados en aquella emboscada, no habían tenido la misma suerte. Más hombres seguían saliendo de la galería, sus cuerpos ardiendo, y se derrumbaban ante sus horrorizados camaradas. Trataron de salvar a algunos cubriéndolos con mantas, pero todo fue en vano. Las quemaduras eran demasiado profundas. Sus gritos agónicos les desgarraban el corazón. Un abominable olor a carne quemada salía de la galería.

El fuego debía extinguirse cuando consumiese el oxígeno de la gruta. Sin embargo, aunque su intensidad decreció, aún duró hasta el crepúsculo. Cuando finalmente se apagó, nadie tuvo el coraje de internarse en los restos del templo maldito. Más de cien guerreros egipcios habían perecido entre las llamas.

Djoser, horrorizado y colérico, se paseaba como una fiera enjaulada.

—¿Qué ha sucedido? —exclamó.

—Reconocí el olor que flotaba en la caverna —dijo Semuré—, parecido al que se respiraba en el incendio de mi casa. Sin duda se trata del mismo fuego-que-no-se-extingue que acabó con el pueblo de los mineros del valle de Ro-Henú.

—¡Intentaron asarnos! ¡Perros! De no habernos advertido tú, nadie habría salido del interior.

—Es espantoso —añadió Pianti, pálido—. Se han sacrificado para acabar con nosotros.

—No creo que hayan muerto todos —observó Semuré—. Inmaj me habló de otras galerías detrás de las estatuas de los dioses.

—¡Tenemos que registrar la región! —exclamó el rey.

Y así lo ordenó. Varios grupos de exploradores se pusieron en marcha. La luna llena, el astro de los sacrificios de la secta, salía por el horizonte. Mientras los soldados que habían escapado del infierno del templo recibían cuidados, Djoser, Semuré y Pianti aprovecharon los últimos rayos de Ra-Atum para explorar la ciudad abandonada. Era patente que la llegada del ejército real había desatado una ola de pánico, lo que tal vez explicaría aquel horrible sacrificio.

—¡No se esperaban que llegáramos! —dijo Pianti—. Debían de creerse a salvo.

De pronto, unos gemidos llamaron su atención.

—¡Parece que hay supervivientes!

Los gritos procedían de una cavidad en la roca, situada en el extremo meridional de la ciudad.

—Aguarda, primo —dijo Semuré—. Iré yo.

Djoser le puso la mano en el brazo.

—Me conmueven las atenciones que me prestas, compañero. Pero en esta ocasión serás tú quien se quede. Ya te has expuesto demasiado por hoy, a juzgar por el estado en que te encuentras. Pareces un pecarí asado.

Y sin más Djoser se dirigió hacia la abertura, seguido por Pianti… y por Semuré. Un pasadizo natural en las rocas desembocaba en otra gruta pequeña. Los gemidos eran más y más nítidos.

—¡Es el llanto de unos niños! —dijo Pianti.

—¡Id a buscar una antorcha! —ordenó Djoser.

Unos momentos después, una docena de niños arrebatados de los brazos de sus madres abandonaban su abominable cárcel en los brazos del rey y sus compañeros. Los seguía un anciano exhausto que se apoyaba en el brazo de Semuré: Menú, el intendente de Inmaj, al que los miembros de la secta no habían tenido tiempo de liquidar.

De noche, los exploradores regresaron para prosternarse a los pies de Djoser.

—¡Toro Poderoso, perdona a tus servidores! ¡No hemos encontrado nada!

—Eso significa que todos han muerto.

Le habría gustado tener la certeza de ello. Sin embargo, seguía albergando dudas. No había acabado realmente con ese nido de serpientes. Se habían inmolado para gloria de sus dioses crueles, pero ¿era posible acabar con las ideas absurdas que propagaban?

La victoria, por rotunda que fuera, le había dejado un regusto amargo.