Al despertarse, Inmaj sintió un agudo dolor de cabeza. Al poco, afloraron los recuerdos.
Antes de dormirse, había ido a respirar el aire de la noche en el jardín de Semuré, a quien le encantaban las rosas. Desde que le había contado su terrible experiencia, se sentía bastante aliviada. Ya no soportaba sola el peso de aquella horrible historia. La presencia de la guardia también la tranquilizaba. Eran numerosos y estaban bien armados. Sin embargo, aquella angustiosa sensación de sordo terror la corroía insidiosamente. Su padre le había asegurado que moriría si lo traicionaba y sabía que nada le detendría. Tampoco lograba alejar de su mente la visión del cuchillo mientras degollaba a los niños sacrificados y el amargo sabor de la sangre en su boca. Quería poder borrar aquellos recuerdos, pero estaba impregnada de ellos, encadenada para siempre jamás a las divinidades malditas. Su maldición la había alcanzado y la oscura mirada de las dos estatuas la aterraba. ¡Aquellas estatuas parecían vivas! ¿Acaso no poseían los escultores la magia de dar vida a las piedras? Le resultaba imposible olvidar la mirada negra y reluciente del fantasma de Peribsen. En una fracción de segundo, pese a la falsa barba, el kohl y la máscara blanca, le había parecido extrañamente familiar. Pero en sus ojos brillaba una intensa crueldad, un fulgor que nada tenía de humano. Estaba convencida de que no se trataba de un ser corriente, sino de un demonio aterrador.
Sumida en sus sombríos pensamientos, no comprendió de inmediato qué sucedía. De repente los árboles parecieron cobrar vida. Y unas sombras se materializaron entre los arbustos, blandiendo espadas y puñales. Los seis soldados de guardia perecieron degollados sin poder defenderse. Alterados por el ruido, el resto salió de la morada. Inmaj se quedó estupefacta cuando reconoció el cráneo afeitado de los guerreros. Quiso huir, pero los asaltantes la retuvieron brutalmente y la lanzaron al suelo. Después, un golpe la dejó inconsciente y la sumió en la nada.
Hasta que despertó en aquel lúgubre lugar. La habían atado de pies y manos. Se preguntó dónde se hallaba. Por el ruido de agua cercana y el balanceo del suelo, comprendió que estaba a bordo de un navío. Aún era de noche, pero una pálida luz rosada anunciaba la proximidad del alba. Un miedo indescriptible la embargó en su interior cuando comprendió que su padre había cumplido su palabra. Probablemente, había llegado a su conocimiento que la Guardia Real lo buscaba por las sórdidas tabernas del Ujer por lo que dedujo que se lo había contado todo a Semuré, y envió a sus guerreros en su busca. ¿Volverían a conducirla a la ciudad maldita? Recordó el altar del sacrificio y la recorrió un escalofrío. Era inconcebible que su propio padre la entregase así al cuchillo del sacerdote del rostro quemado, pero Inmaj sabía que no tendría el menor reparo en empuñarlo él mismo.
Se desesperó. Semuré no había podido protegerla. Sus soldados habían caído ante un enemigo superior en número y que no había dudado en atacar en plena ciudad. Estaba perdida y, con ella, el pobre Menú. En esta ocasión, sus captores habían tomado la precaución de vendarle los ojos, confirmando así su condena a muerte. De pronto sucumbió al pánico y empezó a chillar pero al cabo de un instante el orgullo y la furia prevalecieron. Contuvo las lágrimas. No le ofrecería a su padre el gozo de verla presa del terror. Si quería acabar con ella, tendría que hacer frente a todo el odio que incubaba desde su más tierna infancia. Había dejado de sentir miedo por ese maldito cerdo.
Poco a poco, al tiempo que Jepri-Ra se alzaba, las tinieblas se disiparon. Inmaj se encontraba en la bodega de una gran falúa de transporte de mercancías. Sin duda, sus captores viajaban disfrazados de pacíficos comerciantes. A su alrededor se amontonaban fardos y todo tipo de cajas y cofres.
Desde el puente le llegó el murmullo de una conversación. Reconoció la voz de Ferá, quien daba órdenes. Intentó comprenderlas pero el rechinar del navío se lo impidió.
De súbito, un ruido llamó su atención, como si un gato hubiera maullado. Pero se trataba del llanto de un niño. Reptó hasta unas mantas. Los lloros eran cada vez más nítidos. Abriéndose paso entre los fardos, de olores penetrantes, descubrió dos mantas enrolladas y sujetas al pie del doble mástil.
—No lloréis, niños. Estoy aquí.
—¿Quién eres? —le respondió la voz de un pequeño.
—Me llamo Inmaj.
—¿Inmaj? ¿Eres tú? ¿Qué hacemos aquí? ¿Dónde está nuestro padre? ¿Por qué no viene a liberarnos?
Alterada, la joven no respondió de inmediato. Conocía aquella voz, la voz de un niño de sangre real con el que había jugado muchas veces en los jardines de palacio.
—¿Seschi?
—Tengo miedo, Inmaj. Está oscuro. ¡Sácame de aquí!
—Lo… lo intentaré. Yo también estoy atada.
—¡Inmaj! —dijo la voz de Jira en el otro bulto—. Tengo sed. Y también tengo hambre.
La cólera invadió a la joven, ante la monstruosa perspectiva que desvelaba la presencia de ambos niños en la falúa de su padre. Imaginó, espantada, los cuerpos sin vida de los dos pequeños, en la piedra ritual. Tal vez Ferá los había secuestrado para negociar la restitución de sus bienes. Pero sabía que esa hipótesis era una mera ilusión. Lanzó un gruñido de rabia.
—¡Ahora vuelvo! —les susurró.
Tumbada en el vientre húmedo y maloliente del navío, buscó algún instrumento para cortar las ataduras. De pronto, una puerta se abrió frente a ella. La joven se sobresaltó. La silueta corpulenta de su padre entro en la bodega, seguida de dos guerreros con la cabeza afeitada. Inmaj hizo acopio de valor y le espetó:
—¡Maldito seas, padre! Vayas donde vayas, el Horus Neteri-Jet dará contigo y pagarás por tus crímenes.
Él se acercó y la golpeó en la boca con el envés de la mano.
—¡Cállate, puta! ¡Me traicionaste! ¡Has osado desafiar al dios rojo! ¡Reniego de ti! ¡Y yo mismo hundiré el puñal en tu garganta lentamente para que sientas cómo se te escapa la vida poco a poco!
—Eso no será nada comparado con lo que sufrirás a manos del rey cuando te encuentre.
—¡Cállate, perra!
La golpeó una vez más y ella se aferró con ambas manos a la túnica de su padre mientras chillaba de odio. Los dos guerreros la lanzaron brutalmente contra el casco. Ella alzó la vista hacia Ferá y experimentó terror ante su demencial mirada. Sus ojos no parecían humanos. Se acordó del olor dulzón de la caverna. Comprendió que su padre usaba las hierbas mágicas que permitían, aseguraban los magos, aumentar la percepción de la mente. También sabía que algunas, consumidas en grandes cantidades, provocaban la demencia. Se arrebujó contra los fardos y bajó la cabeza. Sus labios, de los que manaba un hilo de sangre, le dolían terriblemente. Satisfecho, Ferá le golpeó una vez más con el pie en el costado antes de abandonar la bodega.
Inmaj aguardó hasta que los latidos de su corazón se calmaron. Entonces recordó a los niños. No podía quedarse de brazos cruzados y dejar que se cometiera aquel crimen. De haber estado sola, habría aceptado su destino con resignación. Pero quería a Jira y Seschi. Lucharía por ellos encontraría una salida. Volvió a reptar por la penumbra de la bodega, buscando ansiosa un objeto cortante. Al descubrir entre dos tablones un magnífico trozo de sílex comprendió que un dios benévolo estaba de su lado. Sin duda se había caído del cinturón de uno de los guerreros. Lo recogió y se dispuso a cortar las cuerdas que la sujetaban. Al cabo de unos instantes, se había liberado. Repitió la acción con los dos chicos, que se lanzaron a sus brazos. Ella se sintió abrumada. Aún no tenían ni cuatro años. ¿Cómo podía su padre ensañarse con unos seres tan débiles? El odio que sentía se acrecentó.
Reflexionó. Había logrado deshacerse de las ataduras, pero no por ello podía considerarse libre. Continuaban prisioneros en aquella bodega. Además, si su padre u otro guerrero volvían a bajar, estaría perdida.
—Escuchadme —les susurró—. Unos hombres muy malos nos han secuestrado.
—¡Los mataré con mi espada! —replicó Seschi, que había recuperado el valor tan pronto como salió de la manta.
—Ya no la tienes —lo tranquilizó Inmaj.
—Ya. La dejé en Kennehut. No tuve tiempo de usarla. De lo contrario, los habría matado.
—Ellos están mejor armados que nosotros. Más vale evitar el enfrentamiento. Sin embargo, tenemos un arma más poderosa.
—¿Cuál? —preguntó Jira.
—La astucia.
Los ojos redondos de los dos niños se quedaron fijos en ella sin entenderla.
—¿La astucia?
—Escuchadme. De momento no saben que nos hemos soltado. Tenemos que hacerles creer que continuamos atados. Así no desconfiarán y nos dejarán en paz. Cuando anochezca, el barco se detendrá y entonces podremos escapar.
—Es una buena idea —dijo Seschi—. ¿Tenemos que volver a las mantas?
—Bastará con permanecer junto a ellas. En cuanto oigáis que alguien baja, os volvéis a enrollar.
—¡Y creerán que seguimos maniatados! —concluyó Jira con una sonrisa.
La estratagema funcionó de maravilla. A mediodía, Ferá bajó para inspeccionar la bodega. Observó que su hija había adoptado una actitud resignada, la mirada fija, y sintió satisfacción. Le encantaba infundir miedo. Cuando era un niño, se habían burlado demasiado de su estatura y de su corpulencia. Sentía un odio acendrado hacia toda la humanidad. Como una araña que teje su tela, se había preocupado en amasar una fortuna a partir del trabajo de unos campesinos a los que redujo a la categoría de esclavos. Había seducido a los poderosos que podían serle de utilidad y destruido a quienes habían osado interferir en su camino. Tuvo una hija con una mujer con la que se casó por la riqueza de su familia, un acervo que había engrosado el suyo tras el fallecimiento prematuro de su esposa y de sus dos hermanos en una estúpida cacería. A Ferá no le gustaba su esposa y no sentía el menor cariño por su hija. Inmaj no era sino un medio para afianzar su poder. Pero ella lo había traicionado. Y ahora saboreaba su venganza.
Por la noche, el navío fondeó en una costa desconocida. Por los intersticios del casco, Inmaj vio que la nave había abandonado el Nilo para adentrarse en las marismas orientales. Un guerrero de rostro impenetrable les llevó agua y pan. A Inmaj se le heló la sangre. El hombre iba a descubrir que había cortado las ataduras. Cerró los ojos y suplicó a Isis. El hombre se limitó a dejar la comida frente a ella y se dirigió hacia los niños, al otro lado de la bodega. Lo oyó gruñir porque los fardos estaban sueltos. Los obligó a comer rápidamente y los volvió a atar. Cuando se hubo marchado, Inmaj emitió un suspiro de alivio. Isis los había protegido. Corrió a desatar a los niños y les pidió que no hicieran ruido.
Reflexionó. En las marismas vivían las tribus de pastores semisalvajes fieles al rey. Moshem le había hablado de ellos y de su odio hacia los hombres con cabeza de serpiente que habían matado a dos mujeres de la tribu. Ferá debía de haber evitado detenerse en sus poblados. Si lograba escapar de la nave, tal vez podría buscar su protección. Sin embargo, las marismas estaban infestadas de cocodrilos. ¿Y cómo iba a encontrar el camino que la habría de conducir a una de esas poblaciones en medio de aquel laberinto vegetal y acuático? Los pescadores de Bastet afirmaban que era sencillo perderse.
Pero no le quedaba alternativa. Si permanecía allí, los niños morirían en el altar sangriento de la ciudad maldita. Tomó la decisión en un abrir y cerrar de ojos: intentaría huir con ellos. En primer lugar era preciso dar con una vía de escape para salir de la falúa sin llamar la atención. Se decidió por aguardar a que cayera la noche.
Cuando estuvo segura de que la mayoría de los guerreros dormían en el puente, se aventuró hasta la puerta de la cubierta de proa y la empujó suavemente. Los dos niños guardaban un silencio absoluto, conscientes del peligro que los acechaba. Tembló al observar el navío: en el puente había unos sesenta guerreros dormidos. En la popa se erigía una cabina estrecha donde seguramente dormía su padre. Dos centinelas montaban guardia, espectros negros iluminados por el pálido claro de la luna. La desesperación se apoderó de Inmaj. Era imposible salir sin ser vistos por uno u otro. A toda prisa, estudió las posibilidades que ofrecía la nave. De súbito divisó el guardín, aquel cabo largo y robusto que, pasando por entre los candeleros, mantenía unidas la popa y la proa del barco. Setmosis le había explicado que, en función del estado del río, el guardín se tensaba o se destensaba con la ayuda de una vara gruesa que pasaba entre las cuerdas y lo bloqueaba con unas cuñas sólidas. Si conseguía destensar de un golpe la vara, el navío se desmembraría y, en plena confusión, podría lanzarse al agua, con la esperanza de que no hubiera cocodrilos merodeando.
Les hizo una señal a los niños para que la siguieran en silencio y cogió un pequeño fardo. Inspiró profundamente y, aprovechando que el primer centinela estaba vuelto, lanzó el fardo a las aguas fangosas. El centinela se precipitó hacia la batayola y entonces Inmaj salió y se dirigió hacia la vara. Una pesada maza de dolerita yacía junto a un guerrero de cráneo afeitado. Se apoderó de ella y continuó avanzando hacia el guardián. Se puso en pie y alzó el arma. No tendría una segunda oportunidad. Pero en el preciso instante en que se disponía a golpear, se oyó un grito ronco. El centinela la había visto y corría hacia ella. Inmaj descargó la maza con todas sus fuerzas sobre las estacas que bloqueaban la vara. Se oyó un crujido y la vara se cimbró violentamente, golpeando la cabeza al guardián, que cayó fulminado, sin que ello detuviera el movimiento de rotación de la pértiga. El fragor despertó a los demás guerreros. Pero Inmaj ya había saltado hacia la escotilla para coger a los niños. Al instante, los tres saltaron a las aguas negras de las marismas.
Nadando con la energía de los desesperados, con los pequeños cogidos a ella, Inmaj ganó rápidamente la orilla y los tres corrieron a guarecerse en un bosquecillo de arbustos. En la nave, el caos era total. La oscura silueta de la carcasa se deformaba lentamente, mientras la pértiga, enloquecida, giraba más y más rápida. El barco se desmembró y comenzó a naufragar, precipitándose los guerreros y los remeros a las aguas. Inmaj no sabía si el otro centinela la había visto huir con los niños. Pero tampoco le importaba. Seguida por los pequeños, entusiasmados por la audaz hazaña, se adentró sigilosamente en la noche, rogando a Isis y a Hator que los protegieran. A su espalda oía gritos e imprecaciones, desvaneciéndose a lo lejos.
A través de una vasta extensión de papiro, los tres alcanzaron finalmente una lengua de tierra algo más firme.
—Tengo hambre —gimió Jira.
Inmaj dudó. Era evidente que su padre no tardaría en darse cuenta de su desaparición, y de que lanzaría a su jauría de soldados con la cabezas rapadas tras sus pasos. Si continuaban huyendo, podrían escapar de ellos. Pero también corrían el riesgo de toparse con un cocodrilo hambriento. Inmaj divisó un gran sicómoro frondoso. Ocultos entre sus ramas, quedarían a salvo de todo tipo de depredadores. Al cabo de unos instantes, los tres habían trepado por las ramas del árbol, disimulados por el follaje. Poco tiempo después, una decena de soldados pasó por debajo de ellos sin verlos, y desaparecieron en la noche.
Arrebujando a los dos niños contra ella, Inmaj aguardó, alerta a todos los ruidos inquietantes de las marismas próximas. La noche transcurrió así, sin que los guerreros volvieran a aparecer.
Por la mañana, un cielo pesado y bajo se cernía sobre el Delta. Inmaj decidió esperar unos instantes más. La idea de soltar el guardín había sido buena, pese a que las posibilidades de éxito eran ínfimas. Sin embargo, como iban a tardar en reparar el navío, los guerreros merodearían por allí durante varias horas.
Decidió no perder más tiempo y despertó a Jira y Seschi. Luego se deslizó hasta el pie del árbol y los ayudó a bajar. Se dirigió hacia el oeste. Tenía la intención de regresar al Nilo, donde podría pedir ayuda.
De repente, Inmaj se quedó petrificada. Frente a ella, en un recodo de un claro, acababan de aparecer dos saurios que la observaban fijamente con sus ojos amarillos. Cogió firmemente las manos de los niños y se dio la vuelta, pero al hacerlo se le heló la sangre: el mismísimo Ferá se encontraba a su espalda, blandiendo una espada de cobre. Lo acompañaban una veintena de sacerdotes guerreros. Ferá soltó una carcajada cínica:
—¡Es inútil huir, hija mía! ¡El dios Sobek te ha condenado!
Inmaj se maldijo. Había sido una estúpida. Habría debido saber que un intento de huida en plena marisma estaba condenado al fracaso. Pero ¿qué más podía hacer? Protegió con su cuerpo a los dos niños. Jira rompió a llorar. Ferá avanzó hacia ellos, el rostro desencajado por un rictus de odio.
—¿Recuerdas lo que te prometí que sucedería en caso de traición, Inmaj?
—¡No te he traicionado! —exclamó ella— ¡No pertenezco a tu maldito dios! ¡Los verdaderos dioses de Kemit te aniquilarán! Y tú, ¡ten cuidado con el juicio de Ma’at! ¡Los monstruos de Anubis te devorarán!
—¡Silencio, maldita mujer! ¡Serás sacrificada en el altar de Set!
—¡No puedes hacerlo! ¡Soy tu hija!
Se encontraba delante de Inmaj, que de pronto recordó el pequeño fragmento de sílex que ocultaba en su espalda. Presa de la rabia, Ferá la golpeó. Y ella respondió hundiendo la filosa piedra en el vientre de su padre. Atónito, él retrocedió un paso e, incrédulo, se observó el grueso vientre del que manaba sangre. Y empezó a reír ante la silueta de su hija, que continuaba empuñando aquella ridícula arma. Detrás de ellos, los cocodrilos se aproximaban pesadamente, intrigados por los movimientos de los humanos.
—¡Puta asquerosa! —rugió Ferá—. Me encantará degollarte lentamente, para que sientas cómo se escapa poco a poco la sangre de tu cuerpo.
En ese momento la joven divisó el bosque de papiro situado a su izquierda, que parecía ofrecer la única escapatoria, aun cuando las posibilidades de salir con éxito eran escasas. Pero ya no tenían nada que perder. Decidió jugarse el todo por el todo.
—¡Huid, niños! —gritó—. ¡Hacia los papiros!
Y saltó contra su padre y lo golpeó con rabia, pero al instante notó un violento dolor en un costado. Con la respiración entrecortada, vio cómo la espada de Ferá salía de su costado manchada de sangre. Cayó de rodillas. El terror y la rabia la embargaron; ya no podría defender a los chiquillos. Vio a cuatro soldados de Set que se lanzaban en su persecución. Pero los niños corrieron desesperadamente hacia los papiros y consiguieron escapar.
Una mano brutal la cogió por el pelo y le echó la cabeza atrás. La espada de Ferá se alzó para caer sobre su garganta.
—¡Zorra! No tengo paciencia para esperar a que lleguemos al templo —gruñó. Y a continuación el antiguo visir exclamó con voz de falsete—: ¡Oh, tú, Set, el Destructor! ¡Escúchame! Te ofrezco a mi propia hija en sacrificio para que redima las faltas que ha cometido. ¡Que perezca en mis manos y que su sangre te sirva de alimento y te devuelva la fertilidad!
Inmaj se mordió el labio para no chillar de pánico. Cerró los ojos, a la espera del golpe fatal. El vientre le dolía terriblemente. Sin embargo, empezaba a sentir una especie de desarraigo, como si su cuerpo ya se hubiera resignado a la muerte. No obstante, temía por los pequeños, quienes, aunque escaparan de sus cazadores, serían presa fácil para los saurios.