La terrible noticia se confirmó nada más desembarcar Setmosis. Se postró a los pies de Djoser y Tanis.
—¡Oh, Toro Poderoso!, perdonad a vuestro sirviente —gimió el joven capitán—. El sueño que los dioses enviaron a la reina Nefertiti era cierto. Llegamos demasiado tarde.
Con la respiración entrecortada, Tanis se apoyó en el brazo de Semuré, quien tuvo que acompañarla hasta la litera, donde casi se desmayó. Los guerreros desembarcaban los camastros con los heridos, entre quienes se encontraba Kebi, el jefe de la guardia. El rey ordenó regresar a palacio de inmediato.
—Vuestra morada de Kennehut sufrió un ataque hace dos días, señor —explicó Setmosis—. No pudimos hacer nada más que curar a las víctimas. A pesar de sus heridas, Kebi quiso presentarse ante vos. Os contará lo sucedido.
Unos guardias trajeron la camilla en que se encontraba el fiel capitán. Tenía el torso y ambas piernas vendados con unos paños enrojecidos por la sangre. Su mirada febril delataba un agotamiento extremo. Djoser y Tanis se aproximaron. Él reunió fuerzas para hablar.
—Toma mi vida. ¡Oh Luz de Egipto! Fracasé en mi cometido.
—¿Quién os atacó? —preguntó Djoser.
—Lo ignoro, señor. Llevo dos años al frente de la guardia de Kennehut y jamás sucedió nada. Los beduinos del desierto son gente pacífica desde que fueran derrotados en Kattara. Acababa de realizar la ronda, como todas las noches. Mis hombres estaban en su lugar. Fui a ver al príncipe Seschi y la princesa Jira. Les encantaba que les contara proezas militares. Después, como de costumbre, me tumbé de través, frente a la puerta de su cámara. En plena noche, un ruido me despertó, pero ya era demasiado tarde. Unos seres monstruosos con cabeza de serpiente habían invadido la propiedad.
—¿Con máscaras? —preguntó el rey.
—No me di cuenta en ese momento, señor. Surgieron de la noche. Nos triplicaban en número. Aniquilaron a mis hombres, una veintena escogida entre los mejores. El viejo Senefrú perdió las piernas al intentar proteger a los niños. Degollaron a la mitad de la servidumbre, y a mí me dieron por muerto. Vi cómo se llevaban a Jira y Seschi. No pude hacer nada; las piernas ya no me respondían. —Rompió a llorar—. ¡Perdonadme, señor! —repitió entre sollozos.
Djoser apretó los dientes.
—Hiciste lo que pudiste, compañero —dijo—. Fui yo el imprudente. No debería haber alejado a Jira y Seschi de Mennof-Ra. Pero daremos con ellos. Esos malditos pagarán por su crimen.
Djoser se levantó.
—¡Que regrese Uadji de Iunú! Quiero que Kebi reciba las mejores atenciones.
Semuré intervino:
—Primo mío, ¿puedo hablar a solas contigo?
El rey asintió y ambos se alejaron.
—No puedo decirte lo que he descubierto delante de Tanis, Djoser. Tú mismo debes decidir si quieres ponerla al corriente.
—¿Qué sabes?
En pocas palabras, le narró la terrible peripecia de Inmaj. Cuando hubo acabado, Djoser estaba pálido como una sábana.
—¡Perros! —gruñó, presa de una furia mezclada con desesperación—. Eso quiere decir que pretenden sacrificar a Seschi y Jira en sus sanguinarios ritos. Semuré, ¿qué debemos hacer?
Por primera vez en mucho tiempo, Djoser dudaba. Su cólera era tanto mayor cuanto que se sentía impotente ante la cobardía y la ignominia del enemigo. Un enemigo despiadado, que se ensañaba con seres indefensos, niños, por unas estúpidas razones religiosas. Los sacrificios humanos habían desaparecido de Egipto desde tiempos inmemoriales. Los hombres que habían devuelto la vigencia a esas prácticas monstruosas no podían ser sino criminales desalmados. Pero ¿cómo iba a luchar contra ellos? No sabía cómo dar con su guarida.
Semuré puso la mano en el brazo de su primo.
—Tenemos poco tiempo —dijo—. Los secuestros de niños siempre acontecen poco antes de la luna llena. Inmaj advirtió que había luna llena cuando la condujeron al templo maldito. Eso significa que llevan a cabo los ritos precisamente esa noche. Y la próxima será dentro de cuatro días.
—¿Cómo podremos encontrar esa maldita ciudad en tan breve lapso si ninguna investigación ha dado ninguna pista? —repuso el rey.
A pocos pasos, Tanis percibió los ademanes de su marido y exigió ser informada. Tras un instante de duda, Djoser le explicó la situación. La joven palideció y a continuación abandonó rápidamente la gran sala seguida por sus esclavos. Djoser hizo un gesto para retenerla pero no lo consiguió.
Al cabo de unos momentos Tanis estaba de vuelta. Atónitos, los presentes no dieron crédito a sus ojos. Frente a ellos no se encontraba la reina sino una feroz guerrera, armada hasta los dientes. Del cinturón de cuero, adornado en la parte posterior por una cola de lobo, colgaban la espada y el puñal de bronce que le había robado al inmundo de Jacheb. El arco, un arma que ella misma había fabricado siguiendo el modelo de los hicsos aunque mejorado, se cruzaba en su torso. En los hombros lucía la piel del jaguar de los guerreros. Se dirigió al rey:
—Escúchame bien, Horus Neteri-Jet, esposo mío. No volveré a ser la reina Nefertiti hasta que los malvados que se han llevado a mis hijos hayan perdido la vida uno tras otro. Iremos a por ellos y les daremos su merecido. ¡Y pobre de ti si intentas evitar que te acompañe!
Estupefacto, Djoser no supo qué responder. La fiera determinación de Tanis lo había dejado boquiabierto. La conocía lo suficiente para saber que de nada serviría intentar persuadirla de que permaneciera en palacio. Asimismo sabía, pues él mismo le había enseñado a combatir y manejar las armas, que podía medirse con los mejores guerreros. Emitió una oleada de amor y admiración.
—Nadie ha pensado en oponerse, mi bella esposa —declaró—. Para destruirlos, sin embargo, antes debemos saber dónde se encuentran.
Semuré intervino:
—Moshem siguió a Ferá hasta Bubastis. Por desgracia, su navío desapareció en las marismas que bordean las orillas orientales del Nilo. Tal vez Inmaj pueda ayudarnos. Es la única que ha visitado esa maldita ciudad.
—¡Que venga inmediatamente a palacio!
—¡Voy a buscarla, señor!
Cuando Semuré llegó a la calle que conducía hasta su morada, no tardó en darse cuenta de que algo anormal estaba sucediendo. A lo lejos, un resplandor infernal devoraba las tinieblas de la noche. Aceleró el paso, abriéndose camino entre los transeúntes curiosos. Sin aliento, llegó a su casa, que era pasto de las llamas. Del interior salía una humareda negra y espesa. Sintió un olor infecto. Desolado, Semuré murmuró con voz angustiada:
—¡Inmaj!
Corrió de un lado para otro en busca de una brecha que le permitiera penetrar. Pero fue en vano. La temperatura era tan elevada que resultaba imposible acercarse.
A pocos metros, vio a los sirvientes que habían conseguido escapar del desastre. Se acercó a ellos. Todos estaban heridos, de mayor o menor gravedad. Mira, una joven nubia que se ocupaba de las mudas, había salido más o menos ilesa.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó.
—Unos guerreros atacaron la vivienda, señor. Penetraron en los jardines aprovechando la oscuridad. Los guardias se enfrentaron a ellos con valor pero esos chacales eran demasiado numerosos. Tras haberlos aniquilado, se ensañaron con los sirvientes. Me hirieron, pero conseguí huir.
—¿Qué ha pasado con Inmaj?
—No lo sé, señor. Todo fue muy rápido. Después de la batalla se produjo un gran silencio y a continuación apareció un resplandor cegador seguido de una bocanada de fuego ardiente, como el aliento de Apofis. Todo prendió de golpe. El aire estaba impregnado de este olor repugnante. Creí que moriría abrasada pero me arrastré hasta la puerta y pude salir.
Semuré apenas oyó las últimas palabras de la joven nubia. Ferá había advertido a su hija que la sacrificaría a sus dioses crueles si confesaba. No cabía duda de que el cuerpo de Inmaj yacía entre las llamas. Semuré se sintió invadido por la rabia y el dolor. Comprendía a Tanis. Él tampoco podría volver a descansar hasta que hubiera ajusticiado a aquellos criminales.
¿Dónde podría encontrarlos? Con Inmaj desaparecía la única persona que habría podido ser de alguna ayuda.