Cuando llegó aquella mañana a la Gran Morada, Semuré se encontró con una agitación poco habitual. Incluso la ceremonia del alzamiento de la estatuilla de Ma’at, a la que el rey concedía suma importancia, se había retrasado ligeramente. Tanis lo recibió personalmente.
—Djoser aún está en la nao —le explicó.
Él percibió la conmoción de la reina.
—¿Qué sucede?
Ella le contó la pesadilla y la marcha precipitada de Setmosis hacia Kennehut.
—Estoy seguro de que los dioses me han enviado una advertencia —dijo retorciéndose las manos—. Seschi y Jira corren un grave peligro.
Semuré palideció. Recordó la historia de Moshem. La actitud de Ferá era más que sospechosa. Era preciso saber a qué atenerse. Si Inmaj estaba involucrada de algún modo en la conspiración, iba a conseguir que hablara. Saludó apresuradamente a su primo real y regresó a casa.
Inmaj se disponía a salir. Semuré la cogió por las muñecas.
—¡Me haces daño! —gimió.
—Inmaj, ¡debes decirme lo que sabes!
—¿De qué hablas?
—¡Sé que has vuelto a ver a tu padre!
Ella palideció e intentó defenderse sin demasiada convicción.
—No es ningún crimen.
—Salvo si el padre se llama Ferá y planea la muerte del Horus.
Quiso responder pero las palabras no lograron salir de su garganta. Semuré insistió con crudeza.
—¡Odiabas a tu padre! No conseguirás que crea que tu amor filial te lleva a reunirte con él de vez en cuando en el barrio del puerto. Hay algo más.
Ella intentó escabullirse, pero Semuré la retuvo con fuerza. Un temblor se apoderó de ella y de pronto se volvió. Pensó que iba a romper a llorar, pero se dio cuenta de que sentía una violenta náusea. Las manos sobre el vientre, comenzó a vomitar, víctima de un acceso de terror. Luego se tranquilizó.
—¿Qué sucedió, Inmaj? ¿Qué te ha hecho?
Con un gesto lamentable respondió susurrando:
—No puedo hablar de ello. Era… demasiado horrible.
La atrajo hacia su pecho y acarició su larga cabellera morena.
—Te defenderé de él. Puedes contármelo todo.
Ella alzó la cara y con un semblante desencajado y ojos extraviados empezó a hablar.
—No es a él a quien temo. Si tuviera fuerzas para matarlo, lo golpearía sin compasión. —El rayo de odio feroz que brilló por un momento en la mirada de la joven impresionó a Semuré—. Existe algo más —continuó—, algo abominable contra lo que no puedes luchar.
—No estás sola. El rey en persona te protegerá.
—¡Es demasiado tarde! ¡Ya estoy perdida! —exclamó ella.
Él la volvió a estrechar entre sus brazos.
—¡Nada está perdido, Inmaj! Pero debo saberlo. ¿Cómo quieres que actúe si me ocultas la verdad?
Ella dudó. El único que podía brindarle ayuda era Semuré. Debía reunir las fuerzas para confesarle lo que sabía y, sobre todo, lo que había vivido. Tenía que liberar su mente de las visiones abominables que la atormentaban. Con voz entrecortada por la emoción, inició un relato alucinante que conmovió a aquel hombre acostumbrado al horror del campo de batalla.
—La última vez que vi a mi padre fue en la Gran Morada, hace dos años, cuando el Horus confiscó públicamente sus bienes y lo condenó a vivir de la mendicidad. El supo que el rey me había devuelto una parte de las propiedades. Cuando los guardias expulsaron a Ferá de palacio, pasó a mi lado y me juró que pagaría muy caro todo aquello. Creía que lo había traicionado al unirme a Djoser. Se lo llevaron y lo expulsaron, junto con sus cómplices. Tuve mucho miedo. Estaba segura de que se vengaría. Durante varios días me costó conciliar el sueño. Temía que viniera de noche a matarme. Pero no sucedió nada.
—Hice que una escolta te protegiera.
—Lo sé, y te lo agradezco. Tal vez tuvo miedo. Pero el caso es que no volví a verlo. Con el tiempo, pensé que había intentado asustarme, como solía hacer cuando era una niña. Le encantaba acongojarme, pensaba que con ello quedaba garantizada su dominación. Gracias al rey Djoser, Vida, Fuerza y Salud, le fue imposible hacerme nada. Él era pobre, y yo rica y poderosa. Acabé por olvidar sus amenazas. Hasta la noche de la tempestad, en Bubastis.
»En el exterior se oían los truenos y caía un diluvio. Un sirviente me anunció una visita. Habría tenido que desconfiar porque parecía aterrorizado, pero pensé en ti y me sentí dichosa. Más cuando entró el visitante creí que me desmayaría de miedo. Era mi padre, acompañado por una docena de hombres armados hasta los dientes. Algunos llevaban la cabeza rapada. Comprendí que eran los sacerdotes de Set que habían huido. Invadieron mi casa y maltrataron a los sirvientes antes de reunirlos en la gran sala. Tenía la impresión de que una bestia inmunda había penetrado en mi casa y que nada podría detenerla. Le pregunté qué quería y él respondió que aquélla era su casa, que se la habían robado. Dijo que Djoser era un usurpador y que todo lo que se encontraba en el interior de la morada le pertenecía, incluso yo. Yo sentía demasiado miedo para responderle. Pensaba que había venido a matarme, pero tenía otros proyectos. Me explico cómo, en previsión de la derrota de Nekufer, había puesto una parte de su fortuna al abrigo de los escribas reales. Utilizaba el disfraz de mendigo para andar libremente por Mennof-Ra sin ser reconocido. Creo una red de confidentes que le mantenía informado de todo lo que sucedía en la ciudad y en palacio. Sabía que vivía contigo, y que te había abandonado porque me engañabas con Asnat. Intentó aprovecharse de eso para convencerme de que me uniera a su grupo. Afirmaba que te burlabas de mí, que yo no contaba para ti. Según dijo, el mismo rey desconfiaba de mí porque era hija de un gran visir réprobo. Quería que regresara a tu lado y te espiara, ya que eres uno de los consejeros más cercanos al rey. Me ordenó que le informara escrupulosamente de todo lo que viera u oyera.
—¿Y aceptaste? …
—¡Por supuesto que no! Le respondí que yo era libre y que no quería saber nada de él. Entonces me abofeteo. Dijo: «¡Por las buenas o por las malas serás de los nuestros!». Menú salió en mi defensa y mi padre se enfureció. Ordenó a sus guerreros que lo prendieran. Sabía que el rey lo había nombrado intendente y que yo me sentía muy unida a él. Lo desnudaron y azotaron hasta que sangró. Grité que pararan y mi padre volvió a golpearme y me dijo que Menú moriría si no le obedecía.
—¿Por qué no me contaste todo esto antes?
Ella rompió a llorar.
—¡No lo entiendes! Esto no es nada. Ferá ¡qué Apofis le devore las entrañas!, quería que formara parte de su secta.
Hablaba con voz entrecortada, la mirada fija, posada en unos recuerdos abyectos.
—Después todo se convirtió en una pesadilla. Nos condujeron al jardín. Los relámpagos iluminaban los árboles. Había viento y lluvia, una lluvia helada. Estaba totalmente desnuda, temblando de frío y miedo, porque veía que aquellos guerreros eran unos fanáticos. Y luego todo sucedió muy deprisa. A una orden de mi padre, reunieron a los sirvientes cerca del estanque que desemboca en el Nilo. Les arrancaron las vestiduras, cogieron a dos de ellos y los degollaron. Yo grité y mi padre me golpeó una vez más. Prometió que una muerte aún más espantosa aguardaba al resto si hablaban o intentaban avisar a los guardias. Decía que el dios Set los aniquilaría y ellos estaban aterrados. Los guerreros lanzaron los cuerpos al canal y mi padre me tuvo encerrada hasta la mañana. Creía que se marcharía y me ordenaría volver a tu lado. Estaba decidida a contártelo todo. Pero la pesadilla aún no había concluido. Por la mañana vinieron por mí. Me vendaron los ojos y se me llevaron.
—¿Adónde?
—No lo sé… no lo sé… Me embarcaron en una falúa. Tenía las manos atadas a la espalda. El viaje fue bastante largo, sin duda duró toda la jornada. Recuerdo el calor del sol sobre mi cabeza. No sé por dónde pasamos. Finalmente, abandonamos el navío y caminamos mucho. La piedra me dañaba los pies. Llegamos por la noche. Me quitaron la venda, pero apenas podía ver. Sólo recuerdo que había luna llena y que iluminaba un valle angosto, rocoso, de color rojizo. Junto a un acantilado había una especie de ciudad. En el centro, un templo penetraba en la colina, custodiado por dos estatuas en la entrada. Una de ellas era de Set. La otra tenía cabeza de serpiente y cuerpo de hombre. Supe el nombre que los habitantes del lugar le daban: Ba’al.
—¡El dios de los edomitas!
—Me condujeron al interior del templo. Un largo pasillo descendía hasta una caverna hendida en el corazón del acantilado. El fuego salía de unos grandes jarrones. En la parte más baja había otras dos estatuas de Set y Ba’al, aún mayores, de ojos negros y relucientes, como vivos. Entre ambas yacía una larga piedra. Tras ella se abría una serie de galerías oscuras que penetraban en la colina. Los sacerdotes guerreros me ataron a una columna. La gruta ya estaba atestada de gente, pero llegaban más y más personas. Todos lucían máscaras serpentinas. Al fondo, varios hombres tocaban tambores y flautas. Su música era obsesiva, ensordecedora. Un extraño olor flotaba en el aire, amargo y mareante. Comprendí que toda la asistencia había mascado hierbas mágicas. Parecían en trance. Creo que nunca había pasado tanto miedo. Tenía la impresión de estar rodeada por locos y monstruos. Era espantoso. Cuanto más tiempo pasaba, más parecían perder los estribos. Empezaron a brincar y a contonearse sobre un pie y el otro, y pronunciaban los nombres de los dioses. La tensión crecía. Aguardaban algo.
Inmaj se detuvo de repente. Semuré la instó a seguir:
—¿Y después?
Ella dudó. Debía reunir valor para llegar hasta el final.
—Alguien salió de una de las galerías. No llevaba máscara y lo reconocí: era el hombre del rostro quemado. Sin duda era el sumo sacerdote. Se acercó a la gran piedra y exclamó unas palabras incomprensibles. Yo continuaba atada, a pocos pasos del promontorio que se encontraba entre las estatuas. Nadie me prestaba atención, pero no me era posible huir; las amarras eran demasiado resistentes. En ese momento empecé a oír gritos. No sabía de dónde procedían. Y al poco, tras una señal del hombre de la cara quemada, entraron una docena de guardias. Llevaban a tres niños. Supe inmediatamente que se trataba de los hijos de las madres asesinadas. Gritaban de pánico. ¡Y yo no podía hacer nada! ¡Nada!
Los ojos de la joven relucían a causa de las lágrimas. Apretó los dientes para continuar.
—Todos estaban desnudos. Dos niños y una niña. La multitud empezó a gritar hasta desgañitarse. Y fue atroz. Los guardias colocaron al primero de los chicos sobre la piedra. Lo ataron de pies y manos a unos grilletes de cuero. El hombre del rostro quemado se acercó y levantó los brazos en dirección a las estatuas. Blandía un enorme cuchillo de cobre, como los que usan los carniceros reales, exclamó: «¡Oh, Set, dios del desierto, señor del abismo y las estrellas! ¡Tú que desgarras el costado de tu madre para salir a la vida! Acepta esta sangre para devolverte la fertilidad que el Horus te arrebató. Dios guerrero invencible, colma a tus fieles con tu poder y tu bravura para que nos permitan vencer al usurpador».
»Un clamor saludó sus palabras.
»—Después, ¡que los perros de Anubis roan sus huesos!, —cogió al niño por el cabello y lo degolló, como haría con un cordero. Vi cómo su cuerpo se agitaba y exhalaba el último suspiro. Bajo la piedra, la sangre caía a unos vasos de cobre. El sacerdote añadió—: ¡La sangre fertiliza el agua y devuelve la fuerza al dios de las tinieblas!
»Inmoló a los otros dos chicos del mismo modo. Grité, pero los chillidos de la gente cubrían mi voz. Todos eran presa de la locura. Se movían a un lado y otro, pronunciando frases incoherentes. Una espesa humareda invadía la caverna, como si estuviéramos en la garganta de un monstruo gigantesco. Los ojos me ardían.
»Apenas concluyó el sacrificio, el sacerdote se volvió hacia la multitud y pronunció un nombre que en aquel momento no comprendí porque estaba formado por el nombre de Set y de Ba’al. La concurrencia empezó a proferir una letanía machacona. Apareció otra silueta por la galería del centro. Creí que se trataba de una alucinación. Llevaba el cayado y el mayal, un nemes y una barba postiza hecha con tiras de cuero. Sus ojos eran más negros que la noche más oscura, aunque brillaban con un fulgor insoportable. La luz de las antorchas y los grandes jarrones lo iluminaban. Yo estaba muerta de miedo. Estoy segura de que no se trataba de un hombre. Cuando apareció, la gente se calmó aunque al instante volvió a exclamar su nombre, suavemente al principio y aumentando la intensidad hasta que los ecos resonaron en la caverna. El bullicio era tal que ni siquiera yo misma oía mis gritos.
—¿Qué nombre decían?
—Sé que no me creerás: ¡era Peribsen!
—Es imposible. Peribsen murió hace más de treinta años. Si hoy viviera sería un anciano.
—Te digo que lo vi. ¡Era un hombre joven! No percibía bien sus rasgos a causa de su maquillaje de kohl o malaquita, pero su cuerpo era el de un hombre fuerte. Avanzó, abrió los brazos y la multitud se calmó. Entonces, el sacerdote del rostro quemado tomó un vaso, lo introdujo en uno de los jarrones donde habían recogido la sangre de los niños y se lo ofreció lleno de sangre al fantasma, que bebió hasta la última gota. Sentí tanto asco que creo que vomité, pero eso no fue todo. Después del rey, el resto se aproximó a la plataforma de piedra y el sacerdote les dio de beber, a cada uno un poco de la sangre de los sacrificados.
Volvió a romper a llorar.
—No puedo continuar… no puedo —gimió.
Semuré la atrajo contra su pecho, conmocionado.
—Te obligaron a beber, ¿no es así?
—Apreté los dientes, pero el sacerdote me golpeó. Otros individuos me abrieron la boca. Aún puedo sentir el tibio sabor de la sangre… —Inmaj respiró profundamente, con los ojos brillantes por las lágrimas—. Creí enloquecer. Intenté escupir la sangre, pero continuaron golpeándome. Y poco después mi padre declaró que ya formaba parte del grupo… —Le costaba tragar saliva—. Estoy maldita —añadió con voz apagada—. ¡Bebí la sangre de esos niños! Mi padre dijo que desde ese momento yo pertenecía a los dioses Set y Ba’al. Aseguró que la sangre me ataba a ellos de tal modo que jamás podría liberarme.
—¡Falso! —respondió Semuré—. Bebiste la sangre contra tu voluntad. —La rodeó con sus brazos—. No debes temer nada —añadió suavemente—. Esos dioses carecen de poder porque no existen. Ferá y sus cómplices pagarán por sus crímenes.
—Dijiste que lo odiaba —musitó la joven—. Es mucho peor. No existe palabra que pueda describir la aversión que siento por él. Me gustaría matarlo con mis propias manos.
Semuré no respondió. El odio que la voz de Inmaj reflejaba le helaba la sangre. Permanecieron un minuto en silencio.
—¿Qué pasó después? —preguntó al cabo Semuré.
—Todos parecían haber enloquecido. El sumo sacerdote los arengó a aparearse para devolverle a Set la fertilidad. Entonces lanzaron las máscaras al suelo, se arrancaron los vestidos y copularon como bestias, desnudos y empapados de sudor. Las mujeres se tumbaban en el suelo con las piernas abiertas. Los hombres se tendían sobre ellas y las penetraban entre alaridos. Una de ellas, que parecía más fuera de sí que el resto, se subió al altar. Los guerreros acababan de apartar los cuerpos de los niños sacrificados y ella se tendió sobre la piedra aún roja de sangre. Entonces, el fantasma de Peribsen se acercó a ella. Tenía un sexo enorme, cuya sombra ampliada se proyectaba en las paredes de la caverna. Parecía una estatua del dios Min. Y se apareó con ella. Reconocí a esa mujer: era la mujer del fabricante de papiros.
—¡Saniut! ¡La muy puta! Por eso huyó del domicilio de su marido. El pobre Nebejet es ciertamente demasiado bueno. Habría podido hacer que la condenaran. Ella lo había engañado con todos, incluso con ese imbécil de Kaianj-Hotep. Se acostaba con cualquiera. No me sorprende que haya acabado en esa secta maldita. —Meditó unos momentos antes de mascullar—: No me sorprendería que él también estuviera metido en todo esto.
—¿Quién?
—¡Kaianj-Hotep!
—Me… me topé con él en Bubastis.
—¿Qué hacía allí?
—Me dijo que su condominio no estaba muy lejos.
—En Hetta-Heri, lo sé.
—Me invitó a visitarlo. Pero me negué. No me gusta ese tipo.
—Quería aprovecharse de nuestra separación. No se pierde una. Haré que lo detengan.
—¿Con qué pretexto? No estaba en aquel horrible templo.
—¿Estás segura?
—Lo habría reconocido. No puedes arrestarlo por haberse acostado con Saniut. No es el único.
—Cierto —reconoció Semuré, contrariado—. Pero es una lástima. —Se levantó y declaró—: Ordenaré que busquen a Ferá y a Saniut. Me encantará interrogarlos en persona. Tendrán que denunciar a sus cómplices.
—¿Cómo? —gimió—. Mi padre ya debe de estar en guardia. Me sorprendería que lo encontraras en el barrio del Ujer. Y esa ciudad infernal… Ni siquiera sabría llegar hasta ella, ya que antes de devolverme a Bubastis volvieron a vendarme los ojos. Me ordenó que regresara a tu lado y te espiara.
Ella le cogió las manos.
—¡Perdóname!
—No tengo nada que perdonar. Pero tenías que habérmelo contado antes.
—No podía. Ferá se llevó a Menú asegurando que lo mataría si no obedecía. Además, prometió que vendría por mí para sacrificarme a los dioses. Añadió que nada podría evitar que llevara a cabo su venganza.
—¡Canalla! Te quedarás aquí, bajo la protección de mi guardia. Buscaremos ese nido de avispas y lo destruiremos. Después ya no tendrás nada que temer.
Un joven capitán y una docena de hombres se instalaron en la morada, encargados de la protección de Inmaj. Solo, Semuré meditaba sobre la historia de su compañera. El asesinato de Sabkú, el uab del templo de Set, regresó a su mente. Aquel estúpido novicio sabía en qué consistían los «ritos antiguos» a que se había referido Mejerá. Sus cómplices temieron que, llevado por la exaltación, traicionara a la secta de Set. Y prefirieron cortarle la cabeza. El mismo procedimiento que habían seguido para acabar con la sirvienta de Tanis.
Semuré deseó hablar de todo eso con Moshem, pero éste había partido hacia el lugar donde se había cometido el último crimen. Tardaría dos días en estar de vuelta. Dudó sobre qué hacer. ¿Debía informar de aquellos actos abominables a Djoser y Tanis inmediatamente? Consideró inútil preocupar aún más a la reina. Aguardaría al regreso de los niños desde Kennehut.
Mandó que la Guardia Azul registrara el barrio del puerto para prender al antiguo gran visir. Dos días después, la búsqueda seguía sin arrojar frutos. Por la noche, un soldado advirtió a Semuré que el barco de Setmosis había vuelto. Fue inmediatamente al puerto, donde se encontró con el rey y la reina, nerviosos e impacientes.
No obstante, cuando las siluetas se dibujaron en el puente del navío, la angustia se apoderó del muelle. Por ninguna parte se veía a los niños.