Semuré creyó que las lágrimas de Inmaj se debían al gozo del reencuentro. Los instantes siguientes estuvieron presididos por la emoción. Su compañera jamás había mostrado semejante ardor. Hacía el amor apasionadamente, casi con furia, como si quisiera hacerle pagar su aventura con Asnat. Aun así, él no dijo palabra. Ella le dijo que se había dado cuenta de que su propia actitud era una estupidez y que deseaba volver a su lado, si aún la quería. Un señor de Kemit tenía derecho a varias concubinas.
Aquel giro brusco era perfecto para Semuré, cuya mente abotargada por los vinos de Dajla funcionaba lentamente. Ambos permanecieron en la cama durante todo el día, para gozo de los sirvientes, que comentaban el acontecimiento con una sonrisa picante. Cuando Atum llegó al horizonte occidental, Semuré estaba exhausto. Se sumió en un sueño pesado del que no recordaría nada.
Durante la noche oyó unos gemidos. Se despertó sobresaltado, con una punzada en la cabeza provocada por los últimos restos de alcohol. A su lado, Inmaj se agitaba sacudida por temblores. En su sueño, parecía tener dificultades para respirar. De pronto se alzó, los ojos desorbitados y empezó a gritar de terror. Él intentó estrecharla contra su pecho pero ella se mantuvo rígida sin dejar de gritar. Al cabo de un instante reconoció el lugar donde se encontraba y logró calmarse con un gran esfuerzo.
—Sólo era una pesadilla —murmuró Semuré—. Ya lo ves, no pasa nada.
Ella asintió sin decir palabra y rompió a llorar. Con paciencia, él consiguió tranquilizarla.
Más tarde ella volvió a sufrir un acceso de miedo. En esta ocasión, se puso en pie de un salto, como un animal que ha caído en una trampa, y corrió a refugiarse al jardín. Cuando Semuré la encontró, estaba vomitando contra un árbol. Esperó a que recuperase el aliento y la condujo de nuevo hasta la habitación.
—¿Qué sucede, cariño? Nunca te había visto en este estado.
—No pasa nada —consiguió articular Inmaj—. Creo… creo que he tenido demasiado miedo de perderte.
—Pero estoy aquí. Rompí con Asnat. Ayer tomé la decisión de salir en tu busca. Y tú viniste a mí. No temas nada.
Ella esbozó una pálida sonrisa a través de las lágrimas y se entregó a sus brazos. A pesar de lo excesivo de su reacción, él estaba demasiado contento para plantearse nada.
Las noches siguientes fueron una repetición de la primera. Inmaj se entregaba con pasión, casi con ferocidad y sus relaciones sexuales recordaban a un combate entre animales salvajes. Semuré pensó que quería hacerle olvidar a las amantes del pasado. Pero después una nueva idea acudió a su cabeza: Inmaj parecía luchar contra algo, como si un demonio invisible hubiera invadido su alma. Su rabia amorosa era un medio de enfrentarse a aquel ente amenazador.
Durante el día ya no se mostraba caprichosa. Curiosamente, parecía moverse entre dos estados opuestos. A menudo parecía abatida, pero se le iluminaba el rostro y daba muestras de una jovialidad súbita, que parecía algo fingida. Él pensó que había pasado por alguna experiencia difícil durante su ausencia. Intentó hacerla hablar de ella, pero sólo le contó que había ido a su propiedad de Bubastis, donde se interesó por el trabajo de los campesinos. Le aseguró que las crisis de angustia se debían únicamente al miedo a la soledad, y que con el tiempo remitirían.
Solía acompañarlo a la Casa de la Guardia Azul. Inusualmente mostraba interés por sus quehaceres y le hacía preguntas sobre la evolución de las investigaciones en curso, especialmente las relacionadas con los atentados cometidos contra la pareja real. Ese interés intrigó a Semuré. Sin embargo, tal vez no era más que un medio para acercarse a él.
Las pesadillas continuaban. Pero ella se negaba a contarle qué veía en ellas. Parecía vivir en un estado de terror casi permanente. Esa actitud reafirmó la convicción de Semuré de que había sufrido algún episodio angustioso durante los días en Bubastis.
Una noche, Inmaj mencionó en sueños a una criatura con cabeza de serpiente. Semuré, que la observaba impotente, dio un respingo. ¿Acaso había sido víctima o había presenciado una agresión perpetrada por los monstruos que atacaban a las madres jóvenes? La despertó y se lo preguntó. Ella se echó a temblar, jurándole que no sabía de qué le hablaba. Cuando se hubo calmado él insistió:
—Estoy seguro de que sabes algo.
—¡No! Fuiste tú quien me habló de esos monstruos. Por eso se me aparecen en sueños.
Estaba claro que mentía; se negaba a hablar porque estaba aterrorizada. Semuré cambió de estrategia.
—Sabes que puedes confiar totalmente en mí. Dime qué sucede.
—Nada. Mi vida no tenía sentido separada de ti. Por eso volví. No…, no me sucede nada más. ¡Nada! —Casi gritó la última palabra.
—Se cometió un nuevo crimen en la región de Bubastis mientras tú estabas allí. Tal vez sepas algo.
—Se habló de él en mi presencia, pero no sé nada del crimen. ¡Te juro que es cierto!
Semuré la atrajo hacia sí con ternura.
—Quiero creerte, pero desde que volviste estás rara. Si quieres contármelo, te escucharé. Y si alguien te ha amenazado, sabré defenderte. No olvides que soy el general de la Guardia Azul. El rey en persona te protegerá. Nadie podrá hacerte nada.
—No sucedió nada en Bubastis —repitió ella.
Él no insistió. Mientras Inmaj volvía a dormirse, Semuré meditó en busca de alguna explicación. ¿Qué había podido ver u oír en Bubastis para estar tan aterrada? ¿Guardaba relación con los asesinatos de las jóvenes? ¿O acaso con la secta de los sacerdotes de Set? Decidió enviar al lugar a uno de sus capitanes.
Unos días después, el oficial le presentó su informe. Aparentemente todo parecía en orden tanto en la propiedad de Inmaj como en la ciudad de Bubastis. Las aguas del Nilo habían regresado prácticamente a su cauce, engendrando los sempiternos problemas de deslinde. A excepción de las trifulcas entre los campesinos y los escribas, que suponían el grueso del trabajo de los jueces locales, no había nada más que destacar.
—Estuve en la población donde tuvo lugar el último crimen, tal como me lo ordenó, señor. Pero no hay testigos. Y la ciudad se encuentra en la orilla opuesta al condominio de Inmaj, a varias millas de distancia. Es imposible que ella haya podido ver algo.
Perplejo, Semuré le dio las gracias al capitán. Con el final de la crecida, la mayoría de los obreros de la cantera de Sakkara empezaba a regresar a sus ciudades. Habría podido descuidar un poco la protección de la pareja real, pero la actitud de Inmaj le hacía pensar que algo grave se estaba tramando. Así, ordenó a sus guardias que doblaran la vigilancia.
Durante los días siguientes, su intendente, encargado de la vigilancia de su compañera, observó que se ausentaba regularmente de la morada, sin ir escoltada por los sirvientes, tal como su rango exigía. Intrigado, Semuré decidió confesárselo a Moshem. Éste declaró:
—Si es víctima de una amenaza relacionada con la secta, cae dentro de las misiones que me encomendó el rey. ¿Quieres que la siga?
—Sí, pero sé prudente. Las personas a quienes teme deben de ser muy poderosas para haber conseguido aterrarla tanto. Además, te conoce.
—¡Tranquilo, Semuré! No desconfiará de mí.
A la mañana siguiente, Moshem y Nadji, disfrazados de mendigos, se apostaron cerca de la casa de Semuré. Hábilmente maquillados con pan y miel, era imposible reconocerlos. Incluso el señor de la casa estuvo a punto de apartar de un empujón al pobre miserable que se interpuso en su camino para pedirle una limosna.
—Semuré, ¿no me reconoces?
—¿Moshem?
—¡En persona! ¿Es convincente el disfraz?
—Es perfecto. ¡Que el Horus te proteja, amigo!
Cuando se alejó, Semuré pensó que el rey no podía haber escogido mejor investigador. ¿Qué noble se habría prestado a disfrazarse de mendigo?
Algo más tarde, ambos vieron a Inmaj abandonar el lugar sin escolta. Con discreción, fueron tras sus pasos. El seguimiento los llevó hasta el Ujer, donde ella entró en una taberna lúgubre, bajo la mirada lasciva de los hombres de rostro patibulario que poblaban aquel tugurio. Ambos hombres se deslizaron hábilmente hasta el interior. Moshem localizó al cabo de un momento a la joven, que conversaba animadamente con un hombretón envuelto en un gran manto. A causa de la penumbra, era difícil percibir su rostro. Sin embargo, su aspecto también era el de un mendigo.
Para evitar llamar la atención, Moshem y Nadji abandonaron la taberna y prefirieron esperar a la joven en el exterior. Al verla salir, Moshem observó que tomaba el camino de la ciudad. Sin duda se disponía a regresar a la casa de Semuré. Aguardaron la salida del hombre con quien acababa de reunirse. No tardó en aparecer. Lanzó un vistazo furtivo alrededor, como si temiera ser reconocido. Luego se dirigió a los muelles, sin prestar atención a los dos vagabundos que le seguían los pasos.
Ocultos tras unos toneles, Moshem y Nadji vieron cómo ascendía a una pequeña falúa de transporte. Curiosamente, los marineros acogieron al desconocido con ademanes de deferencia, gestos poco compatibles con su miserable atuendo.
—Todo esto es muy extraño —murmuró Moshem—. Debemos seguir a ese hombre.
—¿Cómo? Se preparan para zarpar. No podemos nadar tras ellos.
—¿Por qué? ¿Acaso tienes miedo de los cocodrilos? —respondió Moshem riendo.
—Bueno…
—Tranquilo, encontraré otro medio. Mientras tanto, quédate aquí y vigílalos.
Antes de que Nadji pudiera responder, Moshem ya se había esfumado. Cuando volvió, la falúa sospechosa había partido y se dirigía hacia el norte, dejando en el muelle a un Nadji trastornado.
—¡Están lejos, señor!
—¡Perfecto! Los seguiremos. ¡Ven conmigo!
Lo condujo hasta una falúa que acababa de alquilar a un marino. La visión del anillo con la marca del ojo del Horus impresionó al individuo y garantizó su discreción. Ambos mendigos se embarcaron. Moshem le lanzó un saco de tela a Nadji.
—Dentro tienes con que disfrazarte de pescador. No hay por qué llamar la atención. —Luego se dirigió al piloto, de nombre Kebej—: Sigue a ese gran barco e intenta que no se den cuenta.
—Muy bien, señor —respondió con una sonrisa—. No hay mejor marino que yo en todo el Nilo. No se escaparán.
En efecto, si bien era un fanfarrón, el hombre no mentía. Como si de una falúa de pescadores suavemente arrastrada por la corriente se tratara, lograron seguir al navío desconocido sin llamar la atención. El número de flotas de pesca y de barcos de transporte que circulaban por el río les facilitó la tarea.
De lejos, Moshem observaba la nave. Comprendió que se encontraba ante una pista interesante en cuanto vio que el hombre se había quitado los harapos de mendigo para ponerse unos ropajes elegantes. ¿Por qué oscuras razones se disfrazaba de aquel modo? ¿De qué quería ocultarse?
Llevados por la corriente, ambos barcos siguieron Nilo abajo en dirección al brazo oriental de Bubastis. Al lento ritmo de las olas del río, la extraña persecución continuó, conduciendo inexorablemente a los navíos hacia el norte. De vez en cuando, el marinero debía asumir algún riesgo para determinar qué afluente habían tomado los perseguidos. Pero en ningún momento la tripulación les prestó atención. Las falúas de pesca no eran escasas, y todas se asemejaban.
La primera noche, Moshem y sus compañeros tuvieron que dormir al raso, poco antes de llegar a la ciudad de Bastet, a poca distancia de la nave perseguida. Moshem pensó que se encontraba ante la respuesta a los temores de Inmaj. Con todo, al día siguiente, cuando reemprendieron el viaje, la nave se introdujo en un brazo de la franja oriental del Delta, dejando Bubastis a la izquierda. En aquel lugar, los pescadores escaseaban, y Moshem tuvo que ordenar que aumentara la distancia entre el barco y su falúa.
—¡Que Apofis les devore las entrañas! —juró Nadji—. Han desaparecido.
En efecto, a pleno mediodía, la nave había desaparecido en un curioso laberinto vegetal que invadía el brazo del río. Se encontraban en el reino de los cocodrilos y de todo tipo de pájaros. Moshem se empeñó en seguir con la búsqueda hasta el ocaso, antes de renunciar.
—Por todos los dioses, ¿por dónde han escapado? —gruñó.
—Debe de existir un pasaje, pero si continuamos así acabaremos perdiéndonos —dijo Kebej.
De súbito, un concierto de alaridos resonó alrededor. Al instante, de las profundidades de la vegetación surgió una horda de personajes hirsutos, totalmente desnudos, que se abalanzaron contra ellos a bordo de embarcaciones de papiro. Nadji tragó saliva. Los desconocidos iban armados con mazas, puñales de sílex y jabalinas con punta de piedra. Varios agitaban bumeranes, dando a entender que sabían usarlos.
—¡Los pastores de las marismas! —exclamó Kebej.
—Forman parte del pueblo de Egipto —dijo Moshem—. ¿Por qué se muestran agresivos?
—No…, no lo sé.
—No me gustan esos tipos —afirmó Nadji—. Llevan barba y apestan.
—Lo mejor sería largarse —propuso el marinero.
—¿Por dónde? Nos han cortado el camino.
En efecto, algunas naves se habían dispuesto alrededor de la falúa para cerrarle el paso. Poco después, quedó completamente rodeada por una flotilla de esquifes atestados de rostros hostiles. Era la primera vez que Moshem veía a aquellos individuos a quienes se confiaban los rebaños cuando la sequía amenazaba el valle. Al contrario que los ciudadanos, lucían orgullosos bigotes y patillas, y llevaban el pelo recogido en un moño sostenido por objetos preciosos de hueso o madera. Un ulular impresionante nacía de su pecho mientras blandían las lanzas amenazadoramente. Nadji empezó a farfullar:
—Señor Moshem, la gente dice que… dice que… a veces se comen la carne humana. ¿Có… cómo conseguirás que salgamos de ésta?
—No tengo ni idea —respondió el joven, pálido.
En una embarcación algo mayor que el resto se veía a un personaje de pie con gesto altivo, cubierto de cicatrices rituales y tocado con una corona de plumas de avestruz. Aparentemente, se disponía a ser quien inaugurara el ataque.
—Es su jefe —murmuró Kebej.
Moshem pensó que estaban perdidos. Por alguna razón se había desencadenado la cólera de los pastores y buscaban un chivo expiatorio. De repente, sus ojos fueron a parar al anillo que le había dado Djoser. Si los hombres de las marismas aún seguían fieles al rey, ésta era su última opción. Moshem sostuvo en alto la joya, fijando su mirada en el jefe. Éste, desconcertado, bajó la lanza y exclamó:
—¡El ojo! ¡Es el ojo del hijo del Sol!
Hizo una señal a sus guerreros para que se mantuvieran en su sitio. Moshem suspiró de alivio. Por lo menos hablaban en egipcio:
—¿Quién eres? —preguntó el jefe.
—Soy Moshem, capitán de la Guardia Real y enviado personal del Horus Djoser y la reina Tanis.
Aquella noche, Moshem y sus compañeros fueron recibidos en el pueblo de los pastores. En tanto que amigos del rey, fueron bienvenidos. Su jefe, Mehrú, le contó a Moshem que había conocido al rey Djoser en el pasado, cuando era un joven príncipe. Le había construido numerosas naves con las que cazaba pájaros. Por desgracia, desde que ascendió al trono de Egipto, Djoser no dedicaba demasiado tiempo a la caza. Y Mehrú lo lamentaba.
—Pero ¿por qué queríais matarnos antes?
El jefe apretó los dientes.
—Pensé que erais los demonios que pueblan las marismas.
—¿Qué demonios?
—Hace varios meses, en dos ocasiones, varias mujeres fueron asesinadas en las inmediaciones de nuestra ciudad. La primera vez secuestraron a tres niños. La segunda vimos a los asesinos huir. Llevaban máscaras con rostro de serpiente, pero se trataba de hombres. Y les perseguimos hasta darles caza.
Esbozó una sonrisa feroz. Se tocó un brazalete enroscado alrededor de la muñeca izquierda.
—Esto es lo que queda de ellos.
Moshem reparó entonces en que el brazalete estaba hecho con huesos humanos, aparentemente falanges y engastado de dientes. Disimuló su sorpresa. Mehrú separó las manos con un aire satisfecho.
—Desde entonces no han regresado. Pero sé que se cometió otro crimen en el valle.
—Cierto. El rey me ordenó que desenmascarara a esos perros. Pero siempre atacan por sorpresa. Evitan los lugares donde he ordenado la formación de milicias.
—Si logras capturar a uno o dos, ¡haz como nosotros! Despelléjalos y déjalos marchar. Al resto se les pasaran las ganas de volver a empezar.
—Lo… lo pensaré —asintió Moshem, impresionado.
Dos días más tarde, regresó a Mennof-Ra. Después de pasar por casa de Nebejet para tranquilizar a Anjeri, se dirigió a casa de Semuré, a quien dio cuenta de las investigaciones. En dos ocasiones éste le pidió que le repitiera la descripción del mendigo corpulento con quien se había reunido Inmaj.
—¡Ferá! ¡No puede ser otro!
—¿Quién es Ferá?
—El padre de Inmaj. Fue el gran visir del rey Sanajt. Con la muerte del soberano, convenció al usurpador Nekufer para que se rebelara contra Djoser. Le confiscaron los bienes y fue condenado a vivir de la mendicidad.
—En Mennof-Ra llevaba harapos.
—¡Es astuto! Así, si bien hubiera sido reconocido, no habría conculcado las órdenes del rey.
—Pero no era un mendigo quien navegaba a bordo del navío. Aparentemente, ese Ferá consiguió salvar una parte de su fortuna.
—Sin duda ha participado en los complots —exclamó Semuré—. Ordenaré que lo detengan.
—¡No! ¡Aún no! Posiblemente no actúa solo. Tenemos que capturar a sus cómplices. De lo contrario, todo volverá a empezar.
—Sabré sacarle una confesión —gruñó el jefe de la guardia.
—No te olvides del panadero. Si Ferá es también un fanático, preferirá quitarse la vida a hablar.
—No es su estilo. Entretanto, Inmaj tendrá que explicarme estas reuniones.
—No hagas nada, amigo mío. No hay nada que demuestre que esté involucrada. No puedes impedir que una hija vea a escondidas a un padre desterrado.
—¡Inmaj lo odiaba!
—¡Razón de más! Tú mismo has dicho que parecía trastornada cuando regresó. Ahora ya sabes qué la atemoriza. Sólo queda saber el porqué. Debemos continuar vigilándola.
Semuré reflexionó.
—No puedo creer que sea cómplice de su padre —dijo finalmente—. En verdad, creo que le sucedió algo mientras se hallaba en Bubastis. Algo tan espantoso que ni siquiera osa hablar de ello.