Capítulo 38

A finales del mes de atir, la crecida comenzó a remitir. En la cantera de la ciudad sagrada, los trabajos de la gran mastaba tocaban a su fin. Imhotep había aumentado la cadencia de la extracción de los bloques de calcárea de Turah para aprovechar al máximo el nivel de las aguas. Iniciaron la construcción de una galería que recubriría los once pozos que bordeaban la mastaba. La presencia del sumo sacerdote de Iunú parecía haber aplacado los rumores acerca de la maldición que pesaba sobre el lugar. Continuaban oyéndose habladurías inquietantes, pero la presencia de un centenar de guardias azules armados hasta los dientes disuadía a los agitadores.

Liberado de las investigaciones, Semuré centró sus esfuerzos en la protección de la pareja real. A pesar de la aparente tranquilidad, temía un nuevo ataque.

Por su parte, Moshem continuaba con el estudio de los reyes que habían precedido al Horus Djoser. Había aprendido a distinguir los jeroglíficos de cada uno, lo que permitía reconocer los objetos que pertenecían a uno u otro. Asimismo, intentó recabar más datos sobre los tres atentados que habían sufrido Djoser y Tanis. Interrogó durante horas a los sirvientes de palacio. Tras una investigación larga y difícil, concluyó que la manicura nubia que había fabricado la muñeca maléfica había sido un regalo de un señor que no era sino Kaianj-Hotep. Cuando éste regresó de su dominio de Hetta-Heri, Moshem intentó interrogarlo pero no se atrevió a enfrentarse directamente a un personaje tan poderoso y que gozaba de la protección del Horus. Se lo explicó a Semuré, quien se ocupó del interrogatorio. A pesar de la sorda hostilidad que los oponía, Kaianj-Hotep se mostró dispuesto a cooperar.

—¡Que los dioses protejan a Neteri-Jet, Vida, Fuerza y Salud! —dijo—. Si mal no recuerdo, le compré la muchacha a un tratante de esclavos nubio. Pero ¿cómo podría haber adivinado sus intenciones? De no habérmelo dicho, aún desconocería que estuvo a punto de ser la responsable de la muerte de la reina.

—¿Y por qué debería creerte? —repuso Semuré.

—Esa muchacha no es la única sirvienta con que obsequié al rey y la reina. Hasta la fecha, no han tenido queja alguna del resto. Además, ¿crees que tengo tiempo para investigar a cada esclavo que compran mis intendentes?

—¡Por supuesto que no! Pero tampoco olvido que mataste con tus propias manos al esclavo que trató de acabar con el rey durante la cacería de hipopótamos.

—¿Acaso no habrías actuado del mismo modo llevado por la cólera? Créeme, lamento el gesto que impidió que aquel canalla hablara. Ya te presenté mis excusas, ¿no es así?

—¡Cierto! Pero debes comprender que no puedo desdeñar ninguna pista.

—Yo haría lo mismo en tu lugar. Sin embargo, has de reconocer que no tengo nada que ver con el panadero que intentó envenenar al rey hace tres meses.

Semuré no insistió. Aunque Kaianj-Hotep no era de su agrado, no tenía ninguna prueba sólida contra él. Varios sirvientes confirmaron, además, que la manicura solía ir con desconocidos en las tabernas de los bajos fondos del Ujer. Era preciso seguir esas pistas. Aun así, la operación fue un fracaso: los cómplices de la nubia habían desaparecido mucho tiempo atrás.

Moshem se interesó por el esclavo que Kaianj-Hotep había liquidado en la falúa de caza. No obstante, el resto de sirvientes no sabían nada de aquel individuo, que se mezcló con ellos en el último momento. En medio de la excitación provocada por la cacería, nadie había reparado en él.

La investigación llevada a cabo en el entorno del panadero también desembocó en un callejón sin salida. Al igual que su esposa, todos coincidían en que últimamente se había ido alejando de ellos. De nuevo aparecían las lúgubres tabernas de los bajos fondos. A ojos de Moshem, esa pista confirmaba la probable existencia de un vínculo entre los sacerdotes disidentes y los atentados. Decidió destacar con discreción a varios hombres en todos los establecimientos sórdidos del Ujer.

Cuando se le informó de un nuevo crimen cometido en la región de Bubastis, tuvo que desplazarse hasta la zona para tomar declaraciones. Sin embargo, no albergaba muchas esperanzas. Al igual que los anteriores, la agresión se había producido pocos días antes de la luna llena y los asesinos habían desaparecido sin dejar rastro, secuestrando a dos niños.

Hacía dos meses que Moshem había ordenado aumentar la vigilancia en todos los puertos del Nilo. Habían registrado ciudades enteras, sin resultado. Con todo, eso no significaba nada. En el Delta era fácil escapar de la vigilancia de la guardia. La crecida anegaba los afluentes y transformaba la región en un gigantesco lago recubierto de miríadas de islas de todos los tamaños.

A principios del mes de choiak, el último de la inundación, Pianti se casó con una mujer espléndida, Nefretkaú, a quien llamaban Rika. Semuré, invitado, asistió solo. Las infidelidades de Asnat habían acabado cansándole y rompió su relación con ella. Ya no se sentía especialmente atraído por las cortesanas que revoloteaban a su alrededor, a la espera de captar su oscura mirada. Desde la marcha de Inmaj había cobrado conciencia de la importancia que ésta tenía en su vida. La visión de su amigo Pianti y de su compañera le despertaron nuevas ideas. Durante la velada se sorprendió al pensar en fundar un hogar. Sin embargo, cada vez que evocaba el proyecto, se le imponía el rostro de Inmaj. El vino espirituoso de Dajla tenía mucho que ver con aquella empalagosa melancolía.

Mientras regresaba a su casa, a la mañana siguiente, resolvió buscar dónde se ocultaba. Y, por todos los dioses, ¡sabría cómo hacerla regresar!

Cuando llegó, con las ideas confusas por la resaca, no prestó atención a lo que intentaba decirle su intendente y ordenó, con voz pastosa, que le dejaran descansar todo el día. Al entrar en la habitación no percibió la pequeña silueta sobre la cama, envuelta en una manta de lana. Se acostó y de pronto reparó en que no estaba solo. Esbozó una sonrisa crispada, pues pensó que volvía a estar con Asnat, que venía a que le perdonara su última calaverada. No obstante, cuando la silueta se puso en pie, el corazón le dio un vuelco: Inmaj se encontraba ante él, el rostro anegado en lágrimas. Entonces comprendió que la bella diosa Hator había atendido sus ruegos.