Aunque los niños apenas sabían hablar, todos habrían podido contar la misma historia: unos monstruos terroríficos habían surgido de la noche y le habían hecho mucho daño a su madre. Después, se los llevaron y los amordazaron para que no pudieran gritar. Los lanzaron al fondo de unos grandes sacos, donde permanecieron mucho tiempo. Algunos percibieron el olor del agua y de los hombres y asnos que los transportaban. Querían chillar de terror, pero sólo les quitaban la mordaza para hacerlos comer unos alimentos infectos.
Los liberaron en una cueva oscura, escasamente iluminada por antorchas, donde ya había una docena de niños. Los monstruos desaparecieron y fueron sustituidos por unos tipos de rostros aterradores. Los niños no paraban de llorar. Entonces, los hombres entraban y los golpeaban para hacerlos callar.
Aterrorizados, al final los niños cautivos ni siquiera se atrevían a hablar entre sí, por miedo a despertar la ira de los carceleros. Así pasaban los días, de pesadilla en pesadilla. Cada tanto, los guardianes les llevaban agua y hogazas de pan duro que lanzaban al suelo. Había que pelear con las ratas que poblaban la cueva para hacerse con un trozo.
Los niños, el de mayor edad no llegaba a los cinco años, no comprendían por qué los habían llevado a aquella caverna espantosa. De noche, temblaban de frío y se apretaban unos contra otros para darse calor.
De vez en cuando, un personaje aún más terrorífico, vestido de rojo, acompañaba a los guardianes y examinaba uno tras otro a los cautivos. Designaba a uno o dos y los guardianes se los llevaban. No volvían jamás. Los chiquillos creían que el hombre de rojo los devoraba.
En otras ocasiones, los guardianes llegaban con nuevos sacos, de los que salían niños asustados que rompían a llorar. Una lluvia de golpes se abatía sobre ellos y acababan callándose para unirse al atemorizado rebaño.