Capítulo 36

Semuré llevaba algún tiempo con la duda. Temía que Inmaj hubiera encontrado refugio en una de sus propiedades. Habría podido usar su cargo de general de la Guardia Azul para que el responsable de los documentos reales le proporcionara una lista de los bienes que Djoser le había permitido conservar. Pero no lo hizo. En un primer momento, las escenas de celos de su compañera lo habían divertido y halagado. Ahora estaba harto de ellas. Aquella vez, Inmaj se había pasado de la raya. Si había decidido recuperar su libertad, mejor para ella.

En verdad, estaba enojado con Inmaj por haberlo abandonado. Y por eso no había dado ni un paso por recuperarla. Incapaz de pasar mucho tiempo sin el calor de una mujer, se consoló en los brazos acogedores de la hermosa Asnat. La fidelidad no era una de sus cualidades, pero le daba igual. Asnat conocía a los hombres y sabía cómo complacerlos.

Después de huir literalmente de la casa de Semuré, Inmaj decidió no regresar a su vivienda de Mennof-Ra, donde podría ser localizada fácilmente. No quería volverlo a ver. Se dirigió al norte en su falúa personal, acompañada por sus sirvientes y Meriú, el intendente que Djoser le había designado. Aquella noche desembarcó en Bubastis, al este del Delta, donde poseía un condominio.

Durante varios días se negó a salir. Permanecía postrada durante horas y horas en su habitación, comiendo apenas nada de lo que le ofrecían los sirvientes. El comportamiento de Semuré le había hecho sentirse terriblemente traicionada. A modo de venganza, pensó en coleccionar amantes, como aquella zorra de Asnat. ¿Quién se lo habría impedido? Después de todo, ¿por qué las mujeres no pueden tener los mismos derechos que los hombres? Desgraciadamente, a excepción de Semuré, no se sentía atraída por ningún hombre. Las dudas la corroían. ¿No era acaso bella y seductora? Sus dientes parecían de nácar; sus pechos, dos pájaros vivos. Así pues, ¿por qué la había engañado?

La cólera amainó y se reprochó amargamente su conducta. La tradición le concedía al hombre, además de la esposa legítima, la posibilidad de tener concubinas regulares u ocasionales. Las mismas sirvientas se consideraban deshonradas si el señor no les prestaba ninguna atención. Sabía del gusto de Semuré por las mujeres y creyó que era capaz de aceptarlo. En verdad, esperaba ser suficientemente fuerte para eliminar a toda rival y conservarlo únicamente para ella. Pero había fracasado, y no se lo perdonaba. Por encima de los celos, por encima de la duda, regresaba un espantoso sentimiento que la había angustiado durante su infancia: el miedo.

El miedo, la angustia de la soledad, el recuerdo de las largas noches de pesadillas a la espera de la reacción imprevisible de un padre que jamás había dado muestras de la menor ternura, del menor afecto. Por ese motivo no había regresado a su casa de Mennof-Ra. En ella se acumulaban demasiados malos recuerdos. Hacía más de dos años que Ferá había desaparecido. Desconocía si seguía con vida, y tampoco le interesaba saberlo. Sin embargo, creía percibir que su presencia maligna seguía habitando los lugares. Aquí, en Bubastis, en aquel dominio que no había visitado con anterioridad, tenía la sensación de que aquel funesto fantasma no iría a atormentarla.

Pero estaba sola.

El bravo Meriú se erigió en un apoyo inesperado. Consciente de la juventud de Inmaj, Djoser había nombrado a aquel hombre experimentado para ayudarla a gestionar su patrimonio. Íntegro y concienzudo, le cogió cariño a la joven hasta convertirse, dejando de lado su función de intendente, en un confidente, un amigo que la reconfortaba sin juzgar sus actos. Inmaj acabó considerándolo el abuelo que no había conocido.

Durante las largas veladas en que se reunían en la terraza poblada por los olores acuáticos del Nilo crecido, la ayudó a ver claro.

—Soy incapaz de inspirar amor en un hombre —se lamentaba Inmaj—. ¿Por qué me engañó Semuré con esa… ninfómana?

—Sufriste demasiado por causa de la tiranía de tu padre. Ese monstruo te consideraba una simple moneda de cambio para sus maquinaciones. Jamás te dijo una palabra cariñosa. Hoy quieres recuperar todo el amor del que fuiste privada, pero le exiges demasiado a tu compañero.

—Lo he perdido —gimió Inmaj retorciéndose las manos.

—¡Tranquilízate! Creo que te ama, pero debes dejar que el tiempo se lo haga ver. Deja que vaya con otras mujeres. Volverá antes de lo que piensas.

—O no volverá.

—Los pescadores del Delta dicen que existe una estación para pescar y otra para reparar las redes. Ahora debes ordenar tus ideas y descansar. Aún no ha llegado el momento de lanzar las redes que te devolverán a tu Semuré. Has actuado sabiamente al venir aquí. Y si se presentara buscándote, hazlo esperar. Así se dará cuenta de lo que te echa de menos.

—Sería incapaz. Además, aquí me aburro.

—Interésate por el condominio. Es el mejor de Bubastis, junto con el del templo de Bastet.

Seducida por la voz tranquilizadora del anciano, Inmaj decidió escucharlo. Al día siguiente, se levantó de buena mañana para acompañarlo en su ronda. Descubrió un mundo insospechado. Meriú no había mentido: la propiedad era magnífica. Había unas explotaciones de papiros inmensas, así como una generosa cantidad de viñedos. Los campesinos empezaban a recoger la uva saciada de sol. Con cuchillos de sílex cortaban los pesados racimos y los recogían en cestos. Una vez llenos, los vaciaban en una gran cuba estanca, con paredes encaladas. Allí, media docena de viñateros pisaban las uvas, sosteniéndose con la ayuda de unas cuerdas fijadas en unas barras transversales y tendidas por encima de la cuba. Posteriormente, el magma obtenido fermentaba durante varios días antes de prensarlo en unas grandes telas de lino, que luego retorcían para exprimir el jugo. Éste, filtrado, iba a parar a unas ánforas donde podía permanecer sin estropearse durante varios años. Menos alcoholizados que los vinos de los oasis del Sur, los del Delta eran muy afrutados.

En los campos de papiro, los recolectores trabajaban sin interrupción, cortando los largos tallos con hoces fabricadas con mandíbulas de hipopótamos incrustadas de sílex. Los tallos formaban enormes ramos que cargaban a lomos de acémilas, que los transportaban hasta los almacenes. Los recolectores de papiro se alimentaban de las raíces de las plantas, de los pájaros que capturaban con las redes y, en ocasiones, de los peces que compraban a los pescadores. No obstante, el pescado tenía menos aceptación que las aves.

En la propiedad había asimismo unas higueras magníficas. Dada la fragilidad de las ramas, incapaces de soportar el peso de un hombre, habían amaestrado a unos pequeños chimpancés para que llevaran a cabo la recogida. También los usaban para los frutos de los sicómoros, parecidos a los higos, que se cogían estando aún verdes para evitar que las avispas los estropearan.

De noche, cuando regresaba extasiada, mantenía largas charlas con Meriú, quien le explicaba los problemas de los campesinos y los de la propiedad. Gracias a él, tomó conciencia de que aquel maravilloso dominio le pertenecía y de que tenía que prestarle atención. De vez en cuando se imaginaba junto a Semuré, y se sorprendía al no sentir celos. La imagen solía visitarla de noche. En varias ocasiones estuvo a punto de regresar a la capital, pero el orgullo se lo impedía. Aún era demasiado pronto.

A Inmaj le gustaba pasearse por la ciudad de Bubastis, dedicada a Bastet, néter del amor tierno y esposa de Atum, el dios creado y no creado. Asistió a una fiesta ritual durante la que unas jóvenes desfilaron por las calles de la población agitando sistros, los instrumentos de la diosa. Más que en cualquier otro lugar, había gran cantidad de gatos y los habitantes ponían todo su empeño en criarlos y alimentarlos.

No tardó en reparar en que, desde cierta distancia, alguien la observaba. De entrada, atribuyó esta desconfianza a su padre, pero se dio cuenta más tarde de que los habitantes parecían estar alertas constantemente, como si una amenaza imprecisa pesara sobre ellos. Ociosos por la crecida, la mayoría se había unido a las obras de Sakkara, y los que resistían no eran muy numerosos. Tal vez temieran un ataque de los beduinos del desierto.

Un día, mientras visitaba el templo de Bastet, el sumo sacerdote le comunicó que acababa de producirse un nuevo asesinato en una población cercana. Una joven había sido degollada y descuartizada horriblemente, y sus tres hijos habían desaparecido. De nuevo, las milicias de Semuré no habían llegado a tiempo. Los hombres con cabeza de serpiente parecían surgir de la nada para llevar a cabo sus crímenes y desaparecer inmediatamente después.

Comprendió entonces el origen del clima de temor que reinaba en la ciudad. El mal rondaba, invisible y poderoso. En las terrazas de las tabernas creyó percibir rostros hostiles, de ojos amenazantes. Extraños individuos poblaban las callejuelas oscuras de la ciudad. No tenían aspecto de campesinos. Quizá todo era fruto de su imaginación.

Se disponía a ordenar a sus sirvientes que la llevaran de vuelta a casa cuando una voz alegre sonó a su espalda.

—¡Señora Inmaj!

Era el señor Kaianj-Hotep, quien, sonriente, avanzaba hacia ella.

—¡Qué sorpresa encontraros aquí! —prosiguió con tono alegre.

—Poseo una propiedad aquí —respondió, algo avergonzada.

La reputación de seductor del hombre no era sólo una leyenda. Con todo, a excepción de la mirada oscura y penetrante, ella no acertaba a comprender qué podían ver en él las mujeres. Su facundia siempre la había irritado ligeramente y le desagradaban sus modales de cortesano, que hacían que en ocasiones se mostrara obsequioso. Prosiguió, arisca:

—Y vos, ¿qué hacéis en Bubastis?

—Mis tierras de Hetta-Heri no se encuentran muy lejos. He venido a presentar mis ofrendas a la bella diosa Bastet. ¿Puedo confiar en que me visitará uno de estos días?

—No lo sé.

De súbito, se sorprendió.

—¿No os acompaña el señor Semuré?

—Se quedó en Mennof-Ra. Tuvimos una pequeña discusión.

—¡Menuda torpeza! Si tuviera la suerte de ser amado por una mujer tan atractiva, no la dejaría huir.

—No espere seducirme —respondió ella—. Soy terriblemente celosa y vos sois aún más infiel que él.

—Pero sé ser fiel. Todo depende de la mujer.

Poco deseosa de permanecer junto a un personaje tan molesto, Inmaj pretextó que el tiempo empeoraba para interrumpir la conversación. Decepcionado, Kaianj-Hotep insistió:

—No olvidéis que espero vuestra visita.

—Tomo nota —dijo ella subiendo a la litera.

Arrastrados por un violento viento del norte, los nubarrones invadieron el cielo. Durante el trayecto de regreso, las ráfagas zarandearon el vehículo de la joven. Los cuatro porteadores apenas podían mantenerla firme. Poco después, un diluvio se abatió sobre el convoy, anegando la ruta que conducía hasta el dominio. Cuando finalmente Inmaj alcanzó la propiedad, tenía el vestido pegado a la piel. Pidió a los esclavos que le prepararan un baño.

Algo más tarde, mientras la tormenta arreciaba con más fuerza en el exterior, se sumergió en un agua tibia y perfumada. Para disipar las tinieblas, poco habituales a esas horas del día, los sirvientes habían dispuesto lámparas de aceite de lino alrededor. Su aroma peculiar se mezclaba con las fragancias que la lluvia había levantado. Revitalizada y encantada con la seguridad que sentía en su casa, Inmaj se abandonó con placer a las manos de las masajistas.

De pronto, un sirviente entró en la sala de baño. Totalmente desnuda sobre las pieles de cordero, Inmaj se disponía a echarlo con cajas destempladas cuando observó que el hombre temblaba como una vara.

—Sen… señora, hay un hombre que exige veros de inmediato.

—¡Por los dioses! ¿No puede esperar a que haya concluido mi baño? —replicó ella.

Pensó en Semuré y el corazón le brincó. Pero al reconocer la silueta del desconocido, que se dibujaba a contraluz por la abertura de la puerta, se sobresaltó y empezó a temblar.