Tres días después, Moshem y una docena de guardias tomaron posiciones en la taberna que el hombre de los jarrones les había indicado. Situada en los bajos fondos del puerto, acogía a individuos de la peor calaña: ladrones, asesinos, traficantes, prostitutas, desertores, así como a lisiados, víctimas de batallas inciertas, ciegos, mendigos. De vez en cuando, la guardia real llevaba a cabo una redada para capturar a algún saqueador de tumbas que se había refugiado entre aquella fauna variopinta. Las más de las veces, sin embargo, la operación concluía en fracaso. La menor incursión en aquella zona provocaba la huida de quienes tenían algo que ocultar.
Para no llamar la atención de los habituales, Moshem pidió a sus compañeros que abandonaran el vestuario militar y se cubrieran con vestimentas de marineros y pescadores. Así pues, se mezclaron sin problemas con la clientela habitual de la taberna, hablando en voz alta para no levantar sospechas. Siguiendo las órdenes de Moshem, tomaron asiento en las proximidades del delator, que, muerto de miedo, se había apoltronado en el rincón más oscuro de la taberna.
Moshem observaba discretamente a todo aquél que llegaba. El joven sabía que podía fiarse de la eficacia de los soldados, una selección de lo mejor de la Guardia Azul: fuerza, coraje, destreza, tenacidad… A pesar de su curioso origen, fue rápidamente admitido en el seno del grupo. Los rudos guerreros, tras un período de desconfianza, aprendieron a apreciar su eficacia y su iniciativa, seducidos por el carisma y el constante buen humor del joven.
—Vuestra tarea no es únicamente la de un guerrero —les había explicado—. Sois como cazadores. Sin embargo, las presas a cobrar son más peligrosas que un animal. Los criminales son desconfiados, astutos, inteligentes. Disponen de las mismas armas que vosotros y no dudarán en usarlas. Pero nosotros contamos con nuevos métodos.
Les había inculcado una disciplina rigurosa, el arte de los disfraces y a mezclarse con la multitud. Los soldados se entregaron al juego y, en dos meses, idolatraban a Moshem. Habían creado un lenguaje gestual discreto y eficaz que les permitía comunicarse sin que nadie lo notara. Gracias a ese particular código llevaron a cabo sin dificultades la captura.
A media mañana, un hombre alto entró en la taberna. Tras un rápido vistazo, se dirigió hacia el fondo, donde estaba su cómplice, muerto de miedo. El otro, al verlo en ese estado, comprendió que su compinche lo había traicionado y desenfundó un puñal para acabar con él. Pero no tuvo tiempo de alcanzarlo, ya que a una señal de Moshem media docena de hombres se lanzaron sobre el hombre alto y lo redujeron. Antes que el resto de la clientela del local comprendiese qué había sucedido, Moshem y sus hombres condujeron a la víctima al exterior. La rapidez con que se desarrollaron los acontecimientos sorprendió a todo el mundo y evitó que los subalternos de turno intervinieran. A causa de los disfraces de los guardias, la gente creyó que habían asistido a un ajuste de cuentas entre bandas rivales, un incidente habitual y peligroso en el que más valía no mezclarse.
Conducido a la Casa de la Guardia, el individuo, llamado Mehta, fue puesto en manos del verdugo. Éste, que había considerado el suicidio del panadero Uti como un fracaso personal, puso todo su empeño en que desembuchara, algo que no tardó en suceder.
—No sé mucho, noble señor —declaró el sospechoso—. Un hombre me encargó que distribuyera algunos bienes entre los individuos que pueblan el puerto a cambio de que fueran a trabajar a la cantera de la ciudad sagrada. Una vez allí, debían difundir el rumor de que una maldición pesaba sobre la llanura sagrada. Y pagaba bien.
—¿Quién es?
—Desconozco su nombre. Me reúno con él en una gran propiedad al norte de Hetta-Heri.
—¡Nos conducirás hasta ella!
—Pero, señor, me matará.
—¿Prefieres que el verdugo te corte la cabeza inmediatamente?
—No tengo alternativa —gimió Mehta.
—No siento ninguna simpatía por los ladrones de tumbas.
—¡No soy un saqueador!
—¡Tendrás que demostrarlo!
Dos días después, Moshem y diez de sus hombres divisaron un importante dominio en la orilla norte de un brazo del Nilo que unía Hetta-Heri y Bubastis. La crecida había cubierto gran parte de las tierras, transformando el río en un gigantesco espejo. Sólo las casas construidas en unos promontorios artificiales, los koms, quedaban a salvo de la inundación. En algunos puntos, los árboles hundían sus raíces en el agua.
—Creo… creo que hemos llegado —dijo Mehta.
—¿Estás seguro?
—Puedo equivocarme. Cuando vine, el río no había crecido.
Desde el puente de la falúa de combate se veía un conjunto de edificios de ladrillo cocido, rodeados de palmeras y huertos. El paraje se asemejaba a las grandes explotaciones agrícolas fortificadas construidas en el Delta en la noche de los tiempos egipcios. Como quiera que los enclaves construidos por los grandes señores del Sur contrastaban con las moradas de los pastores aún medio salvajes que poblaban las marismas que separaban los brazos del río, esos condominios estaban vigilados por una guarnición no muy numerosa que sólo obedecía las órdenes del señor, todo un pequeño soberano. Y algo así sucedía en este caso.
—Mira, Moshem —dijo Nadji—. El lugar está lleno de guerreros.
En efecto, hombres armados estaban apostados en las palmeras o vigilaban la morada.
—Son unos cuarenta, y nosotros sólo diez —observó Moshem—. Si se lo proponen acabarán con nosotros. Seguiremos hasta Per Uazet, la capital del nomos, donde pediremos ayuda a la milicia.
Semuré ya le había hablado de la hostilidad de algunos nomarcas. El de Per Uazet, Magurah, lo recibió sin muchos aspavientos. Tendido sobre unas esteras y con dificultades para respirar a causa de los excesos alimentarios y alcohólicos, era un hombretón con cara de pocos amigos. No cabía duda de que también abusaba de los adolescentes, a juzgar por la corte equívoca que lo rodeaba. Con tono altivo y de desprecio, afirmó ser el último descendiente de los antiguos reyes del Delta. Y en virtud de, ello, un simple capitán como Moshem no podía ordenarle nada.
—Nada de eso me concierne —proclamó con voz aguda—. Soy el señor de este reino, como mis ancestros lo fueron anteriormente, y continuaré siéndolo.
—Pero dependes del Horus Neteri-Jet, Vida, Fuerza y Salud —insistió Moshem.
—De él dependo únicamente. No obedeceré sino sus órdenes directas.
—¡Actúo en su nombre! ¡Este anillo así lo demuestra!
Blandió el ojo de Horus.
—¿Y cómo sé que no lo robaste? —repuso el hombre con suficiencia.
—Me insultas —replicó Moshem—. ¡Ten cuidado! Ofendiéndome a mí, ofendes al Horus. ¿Qué crees que hará cuando le cuente esta conversación? Si quieres conservar tus títulos y tu rango, te aconsejo que pongas tu guardia a mi disposición.
—¿Quién te crees que eres para decirme lo que debo hacer? —respondió el otro, furioso.
—¡Un hombre que puede desencadenar sobre ti la cólera del dios viviente! ¡Tú decides!
Inclinó brevemente la cabeza y dio orden a sus soldados de que abandonaran el palacio. El nomarca, súbitamente nervioso, prosiguió:
—¿Dónde vas?
—Regreso a la Gran Morada a hacer partícipe al Horus del modo en que me has recibido y brindado tu ayuda. Supongo que deberás responder de tu conducta.
—¡Aguarda! —clamó el hombretón—. No puedo dejar indefensa así la ciudad. Mis guerreros son escasos. Si puedes esperar hasta mañana tendré tiempo de reunir más. Mientras tanto, te ofrezco mi hospitalidad.
Moshem suspiró. ¿Por qué algunos hombres tenían siempre la necesidad de alardear de su modesto poder? Ese Magurah, que reinaba sobre cinco o seis mil súbditos, se consideraba casi tan importante como Djoser. Sin duda no acababa de aceptar la centralización del poder que los reyes habían dispuesto desde los tiempos de Jasejemúi.
Al día siguiente, Moshem abandonó Per Uazet en compañía de sus soldados, a los que el nomarca había añadido sesenta guerreros indisciplinados y reclutados aprisa entre los campesinos del Delta. Escoltado por aquel variopinto ejército, Moshem remontó el brazo del Nilo en media jornada. Al mediodía, la falúa de guerra abordaba el límite del dominio, no lejos de un embarcadero en pésimo estado. Moshem ordenó a sus soldados desembarcar y los desplegó en formación de combate. Curiosamente, no encontraron resistencia.
—El lugar parece desierto —dijo Nadji.
—En efecto. Ya no hay nadie…
Avanzando con cautela, alcanzaron los edificios. Estaban vacíos. Los guerreros avistados dos días atrás habían desaparecido.
—¡Es muy extraño! —exclamó Moshem.
Decidido a no dejar nada en manos del azar, se puso al frente de la búsqueda. Por la noche tuvo que rendirse ante la evidencia: el condominio parecía abandonado desde hacía mucho tiempo. Sólo quedaban restos de una hoguera en las antiguas cocinas. Muchos edificios estaban en ruinas, corroídos por la humedad. En algunas zonas, la vegetación había recuperado sus derechos, invadiendo los muros de ladrillo que se iban fundiendo poco a poco con la naturaleza.
—Parece que ya no es un lugar de reunión —concluyó Moshem—. Alguien debió de avisar a los ocupantes de nuestra llegada. Y no me sorprendería que hubiera sido nuestro amigo Magurah. Eso explicaría que nos hubiera retenido en Per Uazet antes de cedernos a sus soldados. Pero no tengo pruebas en su contra.
De regreso a Mennof-Ra, ordenó que se encarcelara a Mehta y se reunió con Semuré para redactar el informe. Éste suspiró:
—Otra pista más que no lleva a ninguna parte. Parece como si alguien usara el tesoro de Peribsen para entorpecer la construcción de la ciudad sagrada. Si logramos desenmascarar a quien lo sustrajo, podremos recuperarlo y devolverlo a las tumbas de los reyes. Esos objetos no hacen sino demostrar que sigue en suelo egipcio.
Moshem moderó su entusiasmo.
—¡Un momento! Es posible que algunas de las piezas que pertenecieron a los Horus se encuentren dispersas, que hayan sido moneda de cambio para hacerse con otras mercancías de artesanos, funcionarios o campesinos. Éstos, que no saben leer, no han podido adivinar que se trataba de objetos sagrados. Tal vez sea prematuro pensar que quienes remuneran a los agitadores dispongan del tesoro de Peribsen.
—Sí, tienes razón. De hecho, sólo hemos encontrado algunos jarrones. Es muy poco.
Resuelto a saber más, Moshem fue a ver a Neferet, el responsable de los asuntos reales, y le pidió que estudiara, en los archivos de palacio, los rollos relativos a la genealogía del rey así como los que se correspondían con las moradas de eternidad, para poder reconocer así con más facilidad, explicó, un objeto robado en caso de toparse con uno.
Neferet, de rostro y ánimo tan resecos como sus papiros, encontró interesante a aquel joven capitán tan entregado a su trabajo y que conocía los símbolos sagrados. Y no tuvo el menor problema en brindarle su ayuda.