Jepri-Ra iluminaba la meseta con una luz dorada cuando Imhotep llegó al muelle reconstruido que servía para abastecer la llanura, seguido de Narib y su sirviente. Observó complacido que las obras de los pequeños templos de acogida, dedicados a Horus y Set, iban por buen camino.
En la orilla se amontonaban decenas de pequeñas falúas cargadas de papiros y repletas de campesinos, deseosos de participar en la construcción de la ciudad sagrada. Algunos procedían de nomos lejanos. Los viajeros hablaban una y otra vez, desde el inicio de los trabajos un año atrás, de la extraordinaria construcción que estaba cambiando el aspecto de la Explanada de Ra. Los obreros, agradecidos a Imhotep, lo recibieron con una mezcla de respeto y familiaridad. Algunos se postraron espontáneamente ante él.
Tres hombres fueron a su encuentro. Imhotep los reconoció: Hesirá, el jefe de los escultores, Bejen-Ra, el arquitecto, y Ajet-Aa, el responsable del avituallamiento. Los tres se inclinaron ante él.
—¡Sed bienvenido, oh Gran Maestro de los trabajos reales! —declaró Ajet-Aa—. Aguardábamos con impaciencia vuestro regreso.
Imhotep tuvo la sensación de que había adelgazado. En su rostro permanecía aquella mirada de inquietud y la misma mueca gruñona.
—¿Todo va tal como pensábamos?
—¡Por desgracia no, señor! —refunfuñó Ajet-Aa—. ¿Cómo queréis que alimente a toda esta multitud? La organización había previsto unos dos mil obreros, y en las horas de las comidas aparecen tres mil. No sé qué hacer. Algunos se han visto obligados a cazar. Otros se marchan furiosos porque no podemos darles de comer.
—Y sin contar a los escribas del responsable de los graneros, que se propasan —añadió Bejen-Ra en defensa de su amigo.
El arquitecto era un corpulento hombre inmutable, de mirada serena. En esta ocasión, sin embargo, parecía abrumado por el rumbo de los acontecimientos. El mismísimo artista Hesirá, al frente de los pintores y los escultores, había perdido el entusiasmo.
—Quiero que me lo expliquéis todo, compañeros —respondió Imhotep—. Antes me gustaría ver el estado de los trabajos.
Poco después, Imhotep descubrió que, en el corazón de la cantera, la silueta majestuosa de la primera mastaba, de forma cuadrada y que se erigiría en el centro de la pirámide, ya estaba prácticamente acabada. La base medía ciento veinte codos. Se aproximó al monumento, examinó el trabajo de los quenas, los talladores de piedra, y constató satisfecho que habían cumplido sus instrucciones al pie de la letra. Los muros oblicuos, de veinte codos de altura, garantizaban la estabilidad del edificio. Acarició la piedra y declaró:
—Ahora, abrid vuestros corazones, compañeros.
Ajet-Aa, el más impaciente, expresó sus quejas. A pesar de todos sus esfuerzos no conseguía alimentar a unos obreros cuya cifra aumentaba día tras día. Y sin contar a los animales, bueyes y asnos a los que había que proporcionar forraje en cantidades suficientes.
—Tengo que pelearme constantemente con el responsable de los graneros, Najt-Huy, un estúpido que me entrega el grano siempre tarde. Sus escribas son peores que aves de rapiña y se preocupan de racionar los alimentos. Me cuesta que sean más generosos.
—De acuerdo, hablaré con Najt-Huy. Si quiere mantener su cargo y rango, deberá rendirse a mis órdenes, y con él, sus escribas. Has de saber que nada de esto me es ajeno. El Horus Neteri-Jet ya me comunicó las quejas que le habías transmitido. También me confió a uno de sus hombres más valiosos. Se llama Ameni. Organizó en Kennehut una cría de aves que proporcionó grandes cantidades de carne de una calidad excelente: ocas, patos, grullas, pintadas, codornices…
—Pero nadie cría aves en cautividad —respondió suavemente Ajet-Aa—. Es más sencillo capturarlas con la red o el arco.
—Salvo cuando hay tanta gente hambrienta —contestó Imhotep con buen humor—. El rey se ha puesto en contacto con Ameni para que organice una cría a gran escala aquí, en las orillas que bordean la llanura. Podrás resolver gran parte de los problemas de avituallamiento con la ayuda de este hombre. Además, nadie como él para cocinar la oca a las hierbas y al vino de Dajla.
Ajet-Aa sonrió, vencido por el buen humor de Imhotep, conocedor de su paladar.
—Quisiera conocer inmediatamente a ese Ameni —concluyó.
El visir se volvió hacia Bejen-Ra.
—Mis problemas son de otra índole, señor —comenzó el arquitecto—. Como ya sabéis, tuve que aceptar, con el fin de dirigir a los obreros, a varias personas procedentes de las grandes familias, deseosas de tener un hijo en las obras de la ciudad sagrada. Por desgracia, algunos de ellos son absolutamente incompetentes. No saben nada de arquitectura pero quieren ocuparse de todo. Entre tanta rivalidad sana, dan órdenes contradictorias, se disputan las prerrogativas… Algunos han llegado incluso a exigir que sus aportaciones a los planos sean tenidas en cuenta.
—¿Nada más? —preguntó Imhotep.
—Discuten mi autoridad. Esos jóvenes alocados necesitan que les pongáis en vereda.
—Es cierto que he tenido que hacer algunas concesiones para no importunar a los nobles —asintió Imhotep—. Habría preferido poner al frente de los equipos a los talladores.
—Entretanto, los obreros se quejan, y lo entiendo. Ya he sustituido a algunos de esos pesados por varios artesanos competentes. Pero no puedo hacerlo solo.
—Pondré las cosas en su sitio. Convoca a esos energúmenos.
Unos minutos después, un Bejen-Ra exultante había reunido a una docena de jóvenes nobles convencidos de que su alcurnia les confería una inteligencia y una capacidad superiores a la de los simples artesanos. Si bien se inclinaron respetuosamente ante Imhotep, se dirigían a los artistas con altivez. Su función en la obra les brindaba la ocasión de ejercer una nueva autoridad, a menudo a diestro y siniestro. Imhotep los había conocido antes de partir. Con gesto duro, los puso firmes y los examinó. La arrogancia de los jóvenes se fundió bajo la dura mirada del maestro. A ninguno le pasaba por la cabeza poner en duda la autoridad del visir, primero después del rey y amigo único del Horus.
Éste declaró secamente:
—Bejen-Ra me ha hablado de la calidad de vuestro trabajo. Y debo deciros que estoy muy disgustado.
—Pero, señor… —empezó uno de los acusados.
—¡Silencio! —atronó Imhotep—. Debéis saber que sólo os acepté para complacer a vuestras familias, pues dudaba de vuestro verdadero talento. ¡Sois unos inútiles! Es preciso conocer el trabajo de los obreros tanto o más que ellos para poder dirigirlos, lo que no es el caso. Vuestra incompetencia ha quedado demostrada y las pugnas que mantenéis comprometen la buena marcha de los trabajos. Por respeto a vuestras familias, conservaréis el título del que os enorgullecéis y las ventajas que comporta. ¡Pero os prohíbo que a partir de ahora os inmiscuyáis en el trabajo de mis obreros! ¡No hagáis nada! Y si alguno de vosotros no está de acuerdo, puede ir a lamentarse al rey Neteri-Jet, si tiene el valor para ello. Si, pese a todo, aún hay quien quiera ser útil, puede ayudar a llevar los bloques de calcárea hasta la llanura. Nos faltan brazos. ¡Largaos!
Hubo un momento de vacilación. Los jóvenes bajaron la vista, como niños pillados en una travesura, y luego se dispersaron. Imhotep se volvió hacia Hesirá, quien se había divertido con toda la escena.
—Es placentero ver cómo les baja los humos a esos jóvenes pretenciosos, señor. Los trabajos avanzarán mejor sin ellos. Lamentablemente, tenemos un problema más grave.
—Explícate.
—Se produjo poco después de vuestra partida. Entre los obreros empezaron a circular rumores inquietantes. Acerca de una maldición que pesa sobre la ciudad.
Imhotep palideció.
—Al principio no les concedí importancia, pero acabaron creando una atmósfera tensa. Varios obreros huyeron. Afortunadamente, cada día llega nueva mano de obra.
—Y supongo que no has podido determinar el origen de esas sandeces.
—Cierto, señor. Siempre se trata de algo que han oído y que, repetido hasta la saciedad, se ha ido deformando.
—Sucedió lo mismo en el valle de Ro-Henú. Pero ahí las consecuencias fueron más graves: el poblado de los canteros ardió. Creo que no existe ninguna maldición sino que se trata de las acciones de varios individuos que quieren impedir la construcción de la ciudad. Organizaré una milicia de vigilancia para evitar que se produzca algún atentado.
Al día siguiente, una gran falúa procedente de Kennehut arribó al muelle de Sakkara. En ella venía Ameni, el criador de aves, un hombre jovial, con su numerosa familia. El personaje fue del agrado de Imhotep en cuanto éste lo vio, y lo recibió calurosamente. El barco llevaba un cargamento de aves comestibles y ejemplares para la reproducción. El visir ya les había reservado una arboleda a orillas del río, fuera del alcance de las inundaciones. Una docena de hombres quedó bajo las órdenes de Ameni para la construcción de los cercados necesarios para la cría. Asimismo, varios obreros levantaron una cómoda vivienda para albergar a la familia.
Dos días después, un centenar de guardias ocupó la llanura. Su misión era detener a todo aquél que resultase sospechoso.
Unos días más tarde, Djoser y Tanis fueron de visita a Sakkara, acompañados por los miembros de la corte. Desde el embarcadero hasta la cantera, la llanura parecía un gigantesco hormiguero. Cuando la nave real atracó en el muelle, los transportistas descargaban los navíos procedentes de Yeb. Combinando un sistema de traviesas de madera y de rodillos, los enormes bloques de granito rosa avanzaban por la larga rampa que conducía hasta la meseta. Allí los ataban con unos cordajes gruesos y los hombres, ayudados por yuntas de asnos, los conducían hasta la llanura.
La visita no tenía nada de protocolario y Djoser y Tanis se negaron a usar la litera real que les ofreció la guardia para ascender por la rampa junto a Imhotep. Dicha decisión incomodó a la cohorte de señores, poco deseosos de pisar la superficie fangosa, aunque no quisieron importunar al soberano utilizando las sillas. Así, un séquito de nobles a pie y riendo de dientes para fuera ocupó la rampa. A su paso, los obreros abandonaban sus tareas para postrarse, con una discreta mueca burlona. Sabían que a Djoser le gustaba actuar de este modo con sus cortesanos.
Una vez en la llanura, se vieron recompensados de tanto sufrimiento con la conclusión de un monumento tan alto como seis hombres y que iba a ser el centro de la pirámide. No obstante, otros elementos llamaron su atención. En diferentes lugares se alzaban, incipientes, edificios menores donde trabajaban talladores y escultores. En el extremo sudeste se esbozaba una muralla con bastiones y resaltos, similar hasta el punto de confundirse con el recinto de los Muros Blancos. No lejos de la mastaba cuadrada se dibujaban las bases de dos templos opuestos, adornados de manera insólita. Se trataba de los pies de las columnas estriadas que se extendían a lo largo de un muro, cada uno de cuyos elementos exigía un trabajo concienzudo a los escultores de Hesirá.
Al sur de la mastaba se divisaba un punto en cuyo centro se abría un pasadizo que descendía hacia las galerías. Terraplenadores cargados con cajas llenas de escombros aparecían por la abertura. Así se había construido el laberinto siglos atrás, se dijo Imhotep. Ante la atención que prestaban el rey y la reina, explicó:
—En la actualidad existen dos redes subterráneas a las que se accede a través de esta pendiente, así como de los once pozos que se encuentran a lo largo de la mastaba. Dentro de un tiempo construiremos una galería que los cubrirá.
Djoser y Tanis volvieron a quedarse atónitos ante la eficacia y precisión con que los obreros tallaban los grandes bloques de calcárea, ayudados únicamente de buriles y sierras de cobre. Los fragmentos se ensamblaban a continuación con un mortero de arcilla demasiado frágil, lo que llevó a Imhotep a idear aquellos muros oblicuos. No obstante, para consolidar el conjunto se utilizaban diversas piezas de madera que unían los bloques entre sí. Los talladores de piedra los agujereaban con la ayuda de barrenas de arena y de cuarzo, impulsadas por una cuerda tensada en un arco y enrollada en la misma. La precisión y la fluidez de los movimientos tenía algo de mágico. Fascinados e intrigados, los cortesanos no se perdían detalle de aquel espectáculo.
—Tal vez se den cuenta de que este trabajo no es apto para el primer noble que pasa —le dijo discretamente Imhotep al rey—. Así aprenderán a no tratar con desdén a los obreros.
Djoser y Tanis, que gracias a Meritrá tenían algunas nociones del trabajo de la piedra, asintieron. De haber sido por él, Djoser se hubiera unido a los compañeros para manejar el taladro y el buril. Lamentaba no poder dedicar más tiempo a la escultura.
A pocos metros de la pareja real, Mejerá contemplaba la gigantesca obra con angustia. Nunca se había levantado un monumento tan colosal. Los rumores de la maldición que planeaba sobre el lugar habían llegado a sus oídos. Imhotep parecía no concederles la menor importancia. Los guardias vigilaban la ciudad, convencidos de que el peligro procedía de aquella misteriosa secta probablemente integrada por los sacerdotes de Set disidentes. Tal vez tuvieran razón. Mejerá estaba seguro de que la maldición era la manifestación de la cólera de Set, furioso por la construcción de semejante edificio para la gloria de su enemigo. En ocasiones, sus temores se convertían en un terror irracional. Set el Destructor, Set el Guerrero, el asesino de su hermano Osiris, le era familiar desde la infancia. Set era, asimismo, el protector de la vida, aquél que se alzaba ante la serpiente Apofis, su propia criatura, para defender al dios-Sol, Ra, y permitirle llevar a término el viaje diurno. Mejerá conocía mejor que nadie los misterios del culto a Set. Aun así, creía que detrás de aquella máscara familiar se ocultaba otra que desconocía totalmente, como si el dios rojo hubiera sufrido una espantosa metamorfosis, un desdoblamiento. Una parte oscura se había independizado, separado del Set original, para dar lugar a una nueva deidad.
Esa divinidad aterradora le provocaba tal angustia que llegó a pensar que aquella ciudad tan ansiada por el rey, una ciudad a la que él se había opuesto con todas sus fuerzas, era el único bastión contra el caos que acompañaría la llegada del dios monstruoso.