Imhotep aprovechó la crecida del río para abandonar Yeb. Los pesados navíos, llevados por las aguas negras, transportaban unos soberbios bloques de granito rosa en dirección a las obras de la ciudad sagrada. La tripulación procedente de Tochké, en Nubia, era la encargada de transportar diorita, una piedra dura con la que fabricaban las mazas que permitían extraer y tallar los bloques de calcárea.
Veinte días más tarde, la pequeña flota arribó a Mennof-Ra, cuyo puerto había resultado cubierto en su mayor parte por la crecida. Advertidos por los vigías de la Guardia Azul, Djoser y Tanis fueron al encuentro de los recién llegados. La bienvenida fue cordial. Con todo, el sumo sacerdote de Iunú no tardó en adivinar la inquietud del rey y su esposa. De regreso a los jardines del palacio real, Djoser le comunicó los últimos acontecimientos y las conclusiones a que había llegado Semuré. Cuando hubo terminado, Imhotep meditó y luego declaró:
—Todo esto confirma lo que indicaban los oráculos. A pesar de la nueva etapa de prosperidad, atravesamos un período crítico durante el cual el equilibrio y la armonía de Ma’at pueden verse trastocados. Una fuerza desconocida trata de infiltrarse en las Dos Tierras para sembrar el desorden y el caos. Si Semuré no anda errado, esta fuerza es capaz de dar pie a un fanatismo tan ciego que puede llegar hasta los sacrificios humanos. Tendremos que ser más prudentes, pues sus acciones no se limitan al Bajo Egipto.
—Explícate.
—He tenido que enfrentarme a varios episodios extraños. Al volver de Yeb me detuve en Gebtú. Hace dos años, los sementius[39] descubrieron una magnífica roca azul en el valle de Ro-Henú, que flanqueaba la montaña desértica del Oriente[40]. La bautizaron como piedra de Bejen, porque los escultores constataron que era tan fácil trabajarla que llegaron a la conclusión de que Ro-Henú debía de ser la morada de los dioses, el lugar sagrado del que surgió Ra durante la creación del mundo[41]. Las condiciones climáticas no permiten realizar una explotación constante. Sólo es posible trabajar durante el invierno y la primavera. El año pasado formé una expedición para traer grandes cantidades de esta magnífica roca. Cuando regresé a Gebtú después de mi viaje a Yeb, me aguardaba una sorpresa desagradable: los obreros enviados al valle de Ro-Henú ya habían regresado y se negaban a volver allí.
—¿Por qué? —dijo el rey, sorprendido—. La paga no es mala.
—Cierto. Tampoco es que expusieran ninguna queja a este respecto. Su negativa tiene otro origen: en verdad, esos hombres estaban literalmente aterrados. Me costó llegar a comprender los motivos de aquel terror. La mayoría callaban, como si temieran que la venganza de los dioses se cerniera sobre ellos. Pero algunos acabaron confesando.
—¿Qué sucedió?
—Poco después de su llegada a Ro-Henú, empezaron a circular rumores que aseguraban que las piedras que tallaban estaban destinadas a un templo nuevo sobre el que pesa una espantosa maldición. Cuando menos, eso es lo que saqué en claro de los diferentes relatos. Algunos obreros hablaban de la aparición de un rey muerto.
—¿Peribsen? —preguntó Djoser, inquieto.
—Es imposible saberlo. Entre los canteros nadie lo había visto directamente, aunque muchos sabían de obreros que sí se habían topado con él. Según sus palabras, lucía las insignias reales. Y maldijo la cantera.
—¡Es absurdo! —exclamó Tanis.
El rostro de aquel ladrón condenado regresó a su mente.
—Quise averiguar más —continuó su padre—. Interrogué al responsable de la obra. En un primer momento, no concedí mucho crédito a las advertencias de los obreros. Algunos empezaron a abandonar el lugar. El resto los trató como a cobardes. Y comenzaron a suceder accidentes. Varios hombres murieron en circunstancias poco claras. Dos obreros quedaron sepultados bajo los escombros. Otro pereció a causa de la caída de un bloque. Un navío de transporte ardió. En la ciudad donde vivían los canteros se desató un incendio y una veintena de hombres y mujeres fallecieron. Los obreros decidieron suspender los trabajos. La destrucción de sus viviendas asustó a los más duros pues, pese a sus esfuerzos, no habían logrado extinguir las llamas. El fuego se negaba a apagarse y sólo lo hizo una vez se hubo consumido todo el pueblo.
—El-fuego-que-no-se-extingue… —murmuró Tanis—. La morada de Kaianj-Hotep en Biblos sucumbió a un incendio similar.
—Los canteros de Siut creen que las llamas son la manifestación de la cólera de una divinidad maligna. Me costó convencerlos de que regresaran al trabajo. Tuve que aumentar los salarios y recurrí a encantamientos mágicos para expulsar a los demonios.
—¿De dónde proceden los rumores? —preguntó Djoser.
—Es difícil saberlo. Los obreros repetían las palabras oídas de boca de sus compañeros. Sin embargo, nadie sabía qué había detrás de la maldición. Con todo, algunos abandonos se produjeron nada más iniciarse las habladurías. Entre ellos, el del primero que hizo correr las historias.
—¿Acaso crees que un demonio se manifestó bajo la forma de las llamas? —dijo Djoser con inquietud.
—No; me niego a creerlo. Hace mucho tiempo, en Sumeria, conocí a un hombre apasionado por el fuego. Era un tipo peculiar, cuya sabiduría rayaba la locura. Utilizaba asfalto y petróleo, el aceite negro que mana en algunos lugares del desierto. Los sumerios lo usaban como medicamento, pero él lo había convertido en un líquido inflamable que nadie podía apagar.
—No veo dónde radica el interés de semejante invento —declaró Djoser.
—Mi amigo Emmerkar pensaba que constituiría un arma terrorífica. Pero el hombre falleció en el incendio de su casa.
—¿Estás seguro? ¿Tal vez fuera el hombre del rostro quemado que vio Inmaj?
—Vi los restos de su casa. Nadie habría podido escapar con vida.
—Aquel hombre había ofendido a los dioses —intervino Mejerá—. Había desvelado secretos que los hombres no deben conocer.
—Tal vez —respondió Imhotep—. Pero ello no explica por qué el pueblo de los canteros de Siut ardió en un incendio similar.
—Estoy convencido de que la construcción de la ciudad de piedra es una herejía —continuó el anciano sacerdote—. Desde siempre, nuestros ancestros construyeron las capillas con caña para las fiestas rituales, y las mastabas de las moradas de eternidad con ladrillo. ¿Por qué debemos cambiar?
—Justamente porque construimos para la eternidad, Mejerá. ¿Qué queda hoy de las tumbas de los primeros reyes? Unas ruinas informes, saqueadas hasta la saciedad por los ladrones del desierto. A partir de mañana me personaré en Sakkara para supervisar los trabajos.