De acuerdo con Djoser, Semuré no había arrestado a Mejerá. Un acto así habría suscitado un escándalo. No obstante, ordenó que el templo de Set fuera vigilado discretamente. Si el sumo sacerdote intentaba huir, quedaría confirmada su culpabilidad. Después de dos días no había abandonado el templo del dios rojo, cuyo culto continuaba oficiando. Con todo, nada de esto era prueba suficiente a ojos de Semuré: podía estar actuando.
Al día siguiente, Djoser convocó a Mejerá. El anciano se presentó inmediatamente en palacio. Los guardias lo trasladaron al despacho del rey. Djoser lo recibió a solas.
—Mejerá, eres consciente de las acusaciones que el panadero Uti lanzó contra tu persona.
El sumo sacerdote de Set inclinó ligeramente la cabeza.
—Las conozco, ¡oh gran rey!
—Tal vez tengan alguna base —continuó Djoser, el rostro impasible—. Nunca hemos compartido muchos puntos de vista.
—Es cierto, señor, pero se trata de cuestiones teológicas. Y no justifican que yo esté detrás de vuestro asesinato.
—En ese caso, ¿por qué te acusó ese hombre?
—Es una pregunta que me atormenta. No puedo ofrecerte más respuesta que la siguiente: el panadero quiso arrojar sobre mi persona las sospechas para proteger así al verdadero culpable.
Sin apartar la vista del sumo sacerdote, el rey guardó silencio durante un momento. Finalmente suspiró.
—Yo también lo creo así. Con todo, debes comprender que no podrás abandonar Mennof-Ra sin mi autorización.
—No tengo ninguna razón para huir, ¡oh gran rey! Mi palabra es la de Ma’at. No temo vuestra justicia.
—Así lo espero de todo corazón, amigo. No obstante, ordenaré a Semuré que te asigne una escolta de guardias reales.
Mejerá acusó el golpe.
—¿Debo interpretarlo como que la confianza que depositáis en mí tiene límites, gran rey?
—Existe otro motivo. Si dices la verdad, ambos tenemos un enemigo común. Ha deseado tu caída haciendo que nos enfrentáramos mutuamente. Si llega a sus oídos el fracaso de su maniobra, podría tomarla contigo. La misión de mi guardia será protegerte.
—Lo entiendo, señor, y os lo agradezco.
—Regresa al templo. Que nadie sepa de esta entrevista.
Mejerá se postró en señal de respeto y salió de las dependencias. En cuanto desapareció, aparecieron Semuré y Moshem, que estaban ocultos tras una cortina de papiro. No se habían perdido nada de la conversación. Djoser declaró:
—Amigos, no creo que sea culpable. Sin embargo quiero que se abra una investigación en el templo de Set. Ésa será tu primera misión, Moshem. Semuré te confiará todos los elementos de que dispone.
Momentos después, ambos se reunieron en el despacho de Semuré, en la Casa de la Guardia Azul.
—Moshem, la tarea que te aguarda es difícil y peligrosa. Estoy convencido de que nos enfrentamos a un complot a gran escala que persigue eliminar al Horus Djoser. ¿Quién? ¿Por qué? ¿Con qué objetivo? Lo desconozco, pero lo descubriremos. Como tú, creo que Mejerá no guarda relación alguna con la conspiración. Es un hombre íntegro, quisquilloso en cuestiones religiosas, pero respetuoso con las instituciones. Uti lo acusó para desviar las sospechas. Debemos buscar en otra dirección. Te resumiré lo que sé.
Buscó por las estanterías de sicómoro algunos papiros que colocó sobre la mesa.
—Hace diez meses la reina fue víctima de un atentado. Una manicura nubia dejó en sus dependencias una estatuilla mágica que le provocaría la muerte en el momento de dar a luz. Tanis se salvó milagrosamente. La sirviente apareció muerta decapitada pocos días después.
Desenrolló ante Moshem el documento en que constaban todos los elementos de la investigación. Cuando el joven los asimiló, Semuré prosiguió:
—Posteriormente, hace dos meses, durante una cacería de hipopótamos, un esclavo intentó envenenar la bebida del rey. Gracias a los dioses, mi compañera Inmaj sorprendió a los cómplices. Un nubio, aparentemente de la tribu de los ñam-ñam, entregó el frasco con el veneno a un misterioso hombre con el rostro abrasado, quien lo dio a su vez al esclavo. Un señor algo pérfido mató a este último en un acto estúpido. Desde entonces estamos tras la pista de ambos hombres sin ningún resultado.
Moshem estudió el papiro correspondiente. Cuando finalizó la lectura, declaró:
—Es muy posible que ambos hechos estén relacionados. En uno y otro caso han querido que pareciera un accidente.
—Cierto —admitió Semuré—. Tal como sucedió con los panes: habríamos podido atribuir la causa a una intoxicación alimentaria. Por fortuna, el mago Uadji determinó que se trataba de un envenenamiento.
—¿Quién puede desear la muerte de Djoser? —preguntó sorprendido Moshem—. Es un buen soberano.
—Nadie ejerce el poder sin suscitar odios y envidias —respondió Semuré.
Se puso en pie, dio unos pasos, nervioso, y volvió a sentarse al tiempo que se frotaba el mentón.
—Tal vez tengamos una primera pista —declaró—. Aunque piense que no debemos sospechar de Mejerá, es posible que los crímenes guarden alguna relación con el templo de Set. De hecho, todo parece haberse iniciado cuando el rey elevó a Horus a la categoría de dios principal de Kemit. El dios rojo perdió así influencia, lo que provocó la cólera de Mejerá, aunque no pasó de una mera disputa teológica. Carecía de la fuerza suficiente para obligar a Djoser a revocar su decisión. Muchos sacerdotes interpretaron su actitud como una muestra de debilidad. Unos meses más tarde, algunos desaparecieron sin dejar rastro, junto con los uabs del templo. Sospecho que han fundado una secta secreta que desea aniquilar a Djoser.
»Poco después del parto de Tanis, un uab exaltado, de nombre Sabkú, discutió violentamente con el sumo sacerdote sobre teología. Según Mejerá, defendía al usurpador Peribsen y aseguraba que Set era el creador del universo, el guerrero destructor ante quien había que postrarse. Proclamaba un orden nuevo donde los débiles serían sometidos o eliminados implacablemente. Quería hacer de Kemit un país conquistador que subyugara al resto de pueblos. Al día siguiente fue hallado muerto, también decapitado, como la manicura nubia.
—Así pues, ¿crees que ambos crímenes están relacionados?
—¡Es posible! Aun así, hay algo que no acierto a comprender. La nubia podía denunciar a sus cómplices, lo que explica que fuera eliminada. Sin embargo, a excepción de las tonterías que proclamaba, el uab no le desveló nada a Mejerá. En ese caso, ¿por qué lo asesinaron?
—Temían que siguiera hablando.
—¿Sobre qué? Conocemos a la persona que le infundió el discurso. Es un viejo sacerdote llamado Abuseré. Lo interrogué. No paró de insultar al rey y de predecir la llegada del usurpador Peribsen, que restauraría el culto a Set.
—¿Quién es Peribsen?
—Un rey felón que asesinó al abuelo del Horus Djoser. Posteriormente fue derrotado por el buen dios Jasejemúi. Algunos aseguran que cayó a manos del general Merurá, en el transcurso de la última batalla. Otros, que desapareció antes de ser derrotado. Todo esto sucedió hace muchos años. Si aún viviera, Peribsen tendría, como mínimo, noventa años. Pero aun así el anciano asegura haberlo visto.
—¡Menuda estupidez!
—El viejo ha creído que sus delirios eran algo más que eso.
Moshem sacudió la cabeza, meditabundo.
—Y mientras tanto, ese Sabkú perdió la cabeza por una razón precisa. ¿Recuerda alguna cosa en especial?
—Era un exaltado. Hizo alusión a unas antiguas prácticas rituales que permitirían devolver el poder a Set.
—¿Qué prácticas?
—No lo sé. Ni siquiera Mejerá sabe a qué se refería.
—¿Crees que pudo morir por ese motivo?
—Lo dudo. No son más que discusiones teológicas. Los sacerdotes adoran charlatanear días y días. Pero no por ello son asesinos.
Ambos permanecieron un momento en silencio. Moshem preguntó:
—Dime, ¿quién sería nombrado rey si Djoser pereciera?
—Lo ignoro. Sus hijos son demasiado jóvenes. Los sacerdotes se reunirían para intentar saber qué mujer había recibido la visita del dios y había dado a luz al futuro rey.
—¿Cómo? —dijo Moshem sorprendido.
—Según la tradición, el rey no es un hombre común. Su madre recibió el esperma del dios Ra-Horus, quien adoptó el rostro de su padre para fecundarla. Eso le hace digno de reinar en las Dos Tierras. Hoy, sin embargo, no sé quién podría suceder a Djoser.
Suspiró.
—¡Nunca antes Kemit había tenido un rey tan bueno! Debemos acabar con sus enemigos. Si fuera asesinado, las Dos Tierras se sumirían en el caos.
—Tal vez eso deseen esos malvados. Debilitado, el país sería presa fácil para un enemigo exterior.
—Egipto apenas tiene enemigos —respondió Semuré, pensativo—. Los edomitas no se han sublevado desde que fueran derrotados por Djoser. Los nubios están bajo las órdenes de Hakurna, un fiel amigo del rey. Los beduinos del desierto occidental no son muy peligrosos, sus tribus están divididas y pasan la mayoría del tiempo peleándose entre sí. Y los pueblos del Mar no son lo bastante poderosos para invadir Egipto y se limitan a la piratería.
Moshem meditó y luego añadió:
—El panadero se quitó la vida de un modo horrible, tan sólo explicable por su fanatismo. ¿Quién habrá podido suscitarle tanta abnegación?
—Tal vez no tenga ninguna relación, pero no es la primera ocasión en que nos las vemos con semejante manifestación de fanatismo. Jerseti, el capitán de la guardia de Iunú, me habló de dos hombres que habían preferido lanzarse a los cocodrilos antes que caer en sus manos.
—¿Qué crimen habían cometido?
—Intentaron asesinar a una joven para llevarse a sus hijos. De hecho, varios crímenes similares se han cometido en la región del Delta desde hace meses. No hemos logrado atrapar a los culpables. Tan sólo sabemos que se ocultan tras unas máscaras con cara de serpiente.
—¿La serpiente es un símbolo del dios Set?
—Una de sus manifestaciones es Apofis, la serpiente que intenta devorar el sol. Por lo general, suele estar representado por la cabeza de un monstruo.
—Y así quedarían exculpados los sacerdotes disidentes. Además, ¿por qué iban a asesinar a unas jóvenes?
—Todos los crímenes han ocurrido en el Bajo Egipto, no muy lejos del Gran Verde.
—¿Estás pensando acaso en tratantes de esclavos?
—Es lo único que se me ocurre. Varias patrullas vigilan la costa e inspeccionan los navíos que parten hacia el Levante pero, por desgracia, no hay ni rastro de los niños desaparecidos.
Poco más tarde, después de haber solucionado algunas cuestiones prácticas, Moshem abandonó la Casa de la Guardia. Al salir, vio a una joven entrar en el despacho de Semuré. No se trataba de Inmaj, a quien había conocido la víspera. Meneó la cabeza, esbozando una sonrisa y se dirigió a la prisión, donde Kehún lo recibió con júbilo. Ya le habían hablado de la concesión de la gracia al prisionero y se congratulaba de ello. Se abrazaron con afecto.
—¡Estaba seguro de que la reina no te abandonaría! —exclamó Kehún.
Moshem le explicó que deseaba llevarse al joven Nadji como sirviente y le presentó una carta del rey donde se ordenaba su puesta en libertad.
—Te llevas a un bribón empedernido, amigo. Desconfía de él. Es tan astuto como un zorro y, además, un ladronzuelo.
—No volverá a robar si tiene el estómago lleno y un techo.
—¡Tú serás su víctima!
—¡Eso no es grave! —replicó Moshem con una sonrisa.
—Como quieras.
Dio orden a los guardianes de que liberaran a Nadji.
—¡Moshem! —exclamó el muchacho.
—Señor Moshem —rectificó éste—. El rey ha reconocido mi inocencia y me ha puesto en libertad. Tengo una carta donde ordena que se haga lo mismo contigo, siempre que aceptes convertirte en mi sirviente. Tendrás un vestuario nuevo y comerás a voluntad sin tener que robar. ¿Aceptas?
—¡Por supuesto!
Así, en compañía del muchacho, Moshem se dirigió a la morada de Nebejet. Cuando llegó a la callejuela que llevaba hasta ella, el corazón empezó a palpitarle. Hacía más de cuatro meses que la había dejado, escoltado por unos guardias impasibles, siendo un esclavo beduino acusado de un crimen infame. Hoy regresaba como hombre libre de Egipto y con la confianza del Horus en su persona. De camino, se detuvo en el mercado, donde compró un collar de turquesas para Anjeri y un mono adiestrado para Nebejet. Sabía de la pasión de su señor por estos animales.
El reencuentro fue emocionante. Nebejet, un hombre de lágrima fácil, no sabía si reír por estar de nuevo con quien consideraba casi un hijo o llorar por la traición de su esposa. Aquella noche, cuando regresó a casa, quiso castigarla, tal como se lo permitía el engaño al que había sido sometido. Gritó, hizo aspavientos, levantó la mano… Pero ella chillaba más que él y acabó haciendo que se hundiera en lamentaciones. Poco después Saniut abandonaba la casa junto a sus sirvientes, dejando tras de sí a un Nebejet abatido.
—No soy más que un anciano, hijo mío —dijo con pesar—. Cometí el error de tomar como esposa a una mujer demasiado joven y lo he pagado. No me queda sino morir de desesperación.
El discurso idóneo para que en su hija asomaran las lágrimas. Satisfecho por comprobar el cariño que le profesaban, Nebejet accedió a posponer sus lamentaciones y dio rienda suelta a la alegría que suponía haberse reencontrado con el joven beduino. Pasando de los lloros al gozo, confirmó que le otorgaba la mano de su hija y empezó a soñar en voz alta con innumerables nietos que no tardarían en poblar su casa.
Durante la fantástica velada que siguió, Moshem tuvo que contar las circunstancias bajo las cuales conoció a la reina Tanis. Hablaron del enlace próximo, que quedó fijado para finales del mes de paofi, segundo de ajet, la inundación.
No obstante, Moshem no perdía de vista la misión que Djoser le había confiado. Dos días después, una vez comprado el vestuario nuevo para Nadji y para él, puso manos a la obra. Acordó con Semuré que llevaría a cabo las investigaciones con los galones de capitán para disimular su verdadera función. Acompañado de media docena de guardias azules designados por Semuré, se dirigió en primer lugar al domicilio del panadero Uti, cuya viuda parecía no comprender nada de lo sucedido.
—Mi marido no era el mismo desde hacía meses —explicó—. A menudo se ausentaba de casa, con el pretexto de ir a visitar a los campesinos que le proporcionaban el trigo. Sospeché que tenía una amante y ordené a una sirvienta que lo siguiera. Pero nada más lejos de la realidad. Se reunía con unos desconocidos en las tabernas y pasaba horas y horas hablando con ellos. Su relación conmigo era distante, como si le resultara extraña. Casi no me hablaba, ni se interesaba por nuestros hijos. Durante el último mes insistí en que me explicara sus problemas. Él enloqueció y me golpeó, como si hubiera sucumbido a la demencia.
—¿No tiene idea de quiénes eran los hombres con los que se reunía?
—Según mi sirvienta, algunos parecían sacerdotes. Llevaban el cráneo y las cejas rasuradas.
Semuré estaba en lo cierto. Uti se relacionaba con los sacerdotes que habían abandonado el templo de Set.
Tras despedirse de la esposa del panadero, se encaminó al templo de Set, donde solicitó ser recibido por Mejerá, ante quien se presentó como un mero capitán. Éste lo invitó a compartir la comida: oca asada y fruta. Mientras almorzaban, Moshem le dio a conocer sus sospechas.
—¿Cree que los sacerdotes que huyeron del templo pueden haber fundado una secta que conspire para asesinar al rey?
—Es posible. Observé en ellos un inexplicable comportamiento exaltado, cercano al fanatismo. Algunos parecían dispuestos a dar la vida por sus convicciones. Su comportamiento me asustó. Parecían fuera de sí, como si una fuerza superior se hubiera apoderado de sus almas.
—Como el viejo Abuseré.
—¡No! Él era diferente. Jamás aceptó la derrota de Peribsen. Creo que estaba un poco loco, pero no era peligroso.
—Estaba… ¿Quiere decir que ha fallecido?
—Se unió al reino de Osiris hace un mes.
Ante la mirada recelosa de Moshem, precisó:
—Tranquilo, no fue asesinado. Tenía casi noventa años. —Contempló a Moshem antes de añadir—: No eres un simple capitán, ¿verdad?
—Dependo del señor Semuré —respondió él.
—Eres demasiado astuto para ser un soldado.
Con todo, y a pesar de su buena voluntad, Mejerá no pudo revelarle nada más a Moshem. Las deserciones habían ocurrido hacía muchos meses. No había vuelto a ver a los fugitivos y todos cuantos permanecían en el templo le seguían siendo fieles. Al igual que él, habían aceptado con resignación la decisión del Horus. Después de todo, ¿no era acaso el dios viviente de Kemit? Debía saber qué hacía.
Antes de regresar a casa de Nebejet, Moshem pasó por la Casa de la Guardia. En su despacho se encontró con Semuré junto a la dama que había visto dos días atrás. Se arregló el vestido con indolencia, saludó a Moshem con una sonrisa y se marchó. Semuré lo recibió con buen humor.
—Confío en tu discreción, amigo. Amo a Inmaj, pero sus celos me cansan. Y me consuelo en otros brazos. Se llama Asnat.
Moshem lo comprendía. Él mismo conservaba aún algunos recuerdos agradables de sus primeros meses en Egipto, y los compartió con Semuré. Las confidencias duraron hasta bien entrada la noche.
Cuando se separaron, se consideraban el uno al otro como los mejores amigos del mundo. Moshem, algo nublado por el vino con cuerpo que le había ofrecido Semuré, se llenó los pulmones del aire nocturno. Antes de volver a casa de Nebejet, decidió pasear por las orillas del río. Hacía días que se esperaba con impaciencia la crecida. Seguido de Nadji, llegó hasta el Ujer, donde había naves fondeadas de todos los tamaños, desde las barcas de los pescadores hasta los pesados cargueros que transportaban las piedras desde las canteras de la orilla oriental.
Moshem contempló ensimismado el bosque de mástiles iluminados por el resplandor plateado de la luna. Raras veces había alcanzado semejante estado de felicidad. Aquél era un gran país. En él vibraba la semilla de una potencia aún en gestación. Y Moshem se sentía orgulloso por poder contribuir a su desarrollo. Nadji respetó sus cavilaciones.
No lejos de ellos, algunos marineros comentaban su último viaje, que los había conducido hasta los confines del valle, donde el río se estrechaba en una catarata de violentas corrientes que dificultaban la navegación.
Siguiendo su camino, Moshem recorrió los muelles. De pronto, un sonido inequívoco llamó su atención. En la oscuridad de un almacén, una pareja se libraba a un quehacer tan viejo como el mundo, sin preocuparse por quién pudiera verlos. Encantado, Moshem hizo una señal a Nadji para que permaneciera detrás y echó un vistazo. El hombre, de alcurnia, como se desprendía de la riqueza de su vestuario, era un perfecto desconocido. No así la mujer, que no era sino Saniut. Por los gemidos que lanzaba, no cabía duda sobre la naturaleza de la relación. Intrigado, Nadji aguzó el oído y murmuró:
—¡Por los dioses! ¿No es ésa la esposa de Nebejet?
—Sí. ¿Conoces al hombre?
—¡Por supuesto! Es el señor Kaianj-Hotep. Es muy rico, pero le encanta pasearse por las tabernas de los bajos fondos para hacerse acompañar por chicas.
—Así pues, están hechos el uno para el otro —comentó Moshem.
Se alejó con discreción, dudando sobre qué hacer. ¿Debía contarle a Nebejet lo que acababa de ver? Decidió guardar silencio. Su antiguo señor, ya había sufrido bastante por su esposa. Y, de todos modos, ésta había huido del domicilio conyugal.
Se disponía a tomar el camino de regreso cuando la agitación se apoderó de los marineros que se encontraban por allí. Se aproximaron a ellos. Un extraño aroma anegaba el aire, y Nadji no tardó en interpretarlo.
—¡La crecida! ¡Es la crecida! —dijo exultante—. ¡Apis ha vuelto!
Se acercaron a la orilla. Lenta y silenciosamente, las aguas del río habían comenzado a subir, reflejando la luna llena como un espejo plateado.