A la mañana siguiente Djoser ordenó la libertad de Nakao. Nada más llegar a palacio, el escanciador se postró a los pies del rey, quien declaró:
—¡Sé bienvenido, amigo! Perdóname por haber dudado de ti.
—Vuestra magnanimidad hace que el corazón de vuestro servidor se regocije, ¡oh, Luz de Egipto! Confiaba en vuestro sentido de la justicia y no me equivoqué. No tengo nada que reprocharos.
—Levántate. A partir de este momento, has recuperado tu lugar en la corte y te devuelvo todos los títulos.
—El placer y el honor de volver a estar a vuestro servicio son la mayor recompensa, señor.
Por la noche, Djoser y Tanis recibieron a los miembros más cercanos de la corte con el objeto de ratificar la estima que profesaban por Nakao y demostrarle que las sospechas que habían recaído sobre él eran agua pasada. Mientras los músicos amenizaban la cena, Nakao le contó a Djoser la angustia que le había asaltado durante los tres días que pasó en prisión:
—Sabía que era inocente, señor, pero ignoraba cómo demostrarlo. Me desesperaba haber perdido vuestra confianza. A la mañana siguiente de mi arresto, un joven esclavo me llevó comida. Era beduino y afirmaba ser capaz de interpretar los sueños. La noche anterior había soñado con una cepa de la que nacían tres racimos. Me dijo que sería liberado en tres días, y así fue. Confieso que era reacio a creer, pero sus palabras me devolvieron la confianza.
—¿Dices que posee el don de interpretar los sueños? —repuso sorprendido el monarca.
—Predijo que Uti moriría al cabo de tres días y, una vez más, atinó. Es un hombre sorprendente. Pero no acaba todo aquí.
Nakao se volvió hacia Tanis.
—Afirma que os conoce, ¡oh reina!
Semuré intervino.
—Yo también me tropecé con ese esclavo. Aseguraba que el sueño había delatado al culpable, y no se equivocó. Su nombre es Moshem, hijo de un jefe de tribu llamado Ashar.
Una viva emoción se apoderó de la joven. Un cúmulo de recuerdos afloró, devolviendo a la vida en pocos segundos el extraordinario viaje que había llevado a cabo unos años atrás por el Mar Sagrado, los extensos bosques del Levante, los rostros de los caravaneros…
—Por supuesto que lo conozco —dijo.
Nakao insistió:
—Afirma que no cometió el crimen del que se le acusa. —Esbozó una sonrisa y añadió—: Y me inclino a creerlo.
—¿De qué se le acusa? —preguntó Djoser.
—Se dice que intentó abusar de la esposa de su señor, Nebejet.
El recuerdo de la reciente entrevista con el juez regresó a la mente del rey.
—¡Cierto! Ahora lo recuerdo. El propio Nesamún estaba convencido de su inocencia.
—Todos conocemos a Saniut y sabemos de su avidez por los hombres —prosiguió Nakao—. Moshem afirma que fue ella quien se abalanzó contra él. Como él se negó a traicionar a su señor, que lo había tratado con deferencia, ella mandó que lo acusaran.
—La venganza de una mujer humillada… —comentó Semuré.
Djoser soltó una carcajada.
—El pobre Nebejet es el único que confía en la virtud de su mujer.
—Sin embargo, la palabra de un esclavo no tenía valor alguno confrontada a la suya —añadió Nakao—. Fue condenado a cuatro años de prisión.
Tanis posó la mano en el antebrazo de su marido.
—Djoser, debemos liberarlo. Moshem es inocente, y es mi amigo. No podemos dejarlo en la cárcel.
—¿Cómo podría negártelo, esposa mía? Si es tan bueno como asegura Nakao, tal vez podrá interpretar los extraños sueños que me han asaltado últimamente. Tengo curiosidad por hablar con ese chico. —Se dirigió a Semuré—. Primo, deseo que traigan ante mí inmediatamente a ese joven esclavo.
Una hora después, dos guardias azules llevaban a Moshem a la mayor sala de palacio. El joven beduino, maravillado por la majestuosidad del lugar, avanzó hacia el trono. Al tiempo que reconocía a Tanis, se prosternó ante la pareja real con una gran sonrisa.
—Poderoso rey, este humilde servidor no es digno del honor que se le ha concedido.
—¡Acércate, Moshem!
El beduino se alzó y volvió a inclinarse ante la reina.
—¡Señora Tanis! Mi corazón se regocija de volver a veros. ¡Alabado sea Rammán!
—Yo también me alegro de verte de nuevo. Toma asiento junto a nosotros. ¡Que le traigan comida a este hombre! —ordenó a los sirvientes.
—¡Espero que la emoción no acabe con mi apetito! —respondió Moshem con ojos brillantes.
—Siéntate junto a mí —añadió Tanis— y cuéntanos cómo llegaste a Egipto. ¿Cómo está tu gente?
Mientras comía una codorniz asada, el joven inició el relato de sus aventuras, con humor e imaginación. Djoser lo escuchaba atento. Ahora comprendía por qué aquel nombre le había sonado en el momento en que firmó la condena. Tanis le había contado su odisea sin omitir detalle y el monarca conocía el papel que el joven había desempeñado.
—Amigo Moshem —declaró el faraón cuando el joven hubo acabado—, olvídate de la prisión. Me explicaron los hechos que se te imputan, pero creo en tu inocencia.
—Vuestra confianza me honra, y os estaré eternamente agradecido. Por desgracia, perdí el favor de mi maestro y ello me entristece más que el gozo que me produce volver a estar con la reina Tanis.
—Nebejet es un hombre valiente pero ciego con respecto a su esposa. Hablaré con él. Nakao me ha dicho que posees un don singular que te permitió predecir quién obtendría el perdón al cabo de tres días.
—Cierto, señor. Mi dios, Rammán, me inspira las interpretaciones que doy a los sueños.
—Así, deseo darte a conocer los míos. Ninguno de mis magos ha sabido interpretarlos.
—¿Cuáles son, señor?
Djoser meditó unos momentos. Ambos sueños permanecían grabados en su mente como si se hubieran producido la noche anterior. Finalmente, habló:
—No era ni de día ni de noche. Convertido en halcón, yo divisaba la totalidad de Kemit, desde Kush hasta el Delta. La calma se extendía por los Dos Reinos. De repente, cinco serpientes doradas salieron del Nilo y se transformaron en mujeres preciosas. Tras ellas, un trigo magnífico cubría los campos, y las espigas rebosaban de granos. En los prados, el ganado era numeroso y saludable. Las cinco mujeres pasaron ante mí sonriendo y se desvanecieron en una noche luminosa. No bien hubo desaparecido la última, las aguas del río-dios vomitaron otras cinco serpientes. Sin embargo, éstas eran monstruosas y ocuparon el valle, sembrando la muerte y la desolación. Los campos se secaron, el ganado perdió peso y los hombres languidecían de hambre. Como si un incendio invisible hubiera asolado el Doble País.
—¿Y el segundo sueño?
—Es aún más extraño. Me encontraba a orillas del Nilo. Había un nido de loto y papiro que contenía cinco huevos de oro, de los que salieron unos preciosos halcones que sobrevolaron el valle. Al igual que en el primer sueño, los campos y rebaños eran magníficos. Cuando el último halcón hubo desaparecido, vi otros cinco huevos en el nido. Su color era el de la sangre y el nido estaba hecho de espinas. Se abrieron y salieron de ellos cinco buitres negros que sembraron la muerte por el Doble Reino.
Moshem sacudió la cabeza.
—Ambos sueños van en la misma dirección, señor. Las serpientes de oro metamorfoseadas en mujeres representan a la diosa que llamáis Renenutet, que preside las cosechas. Los halcones son vuestra propia imagen. Su número, cinco, significa que gracias a vuestras acciones Kemit conocerá una época de abundancia. Posteriormente llegarán cinco años de sequía y hambrunas, como lo muestran las cinco serpientes y los cinco buitres.
—¿Cinco años de hambre?
—No cabe duda, ¡oh gran rey! El mismísimo Rammán os inspiró el sueño para daros a conocer sus designios.
Djoser permaneció pensativo un instante. Luego añadió:
—Si tu dios me ha revelado sus intenciones, tal vez lo haya hecho para que actúe y evite así el sufrimiento de mi pueblo. ¿Qué puedo hacer?
—Los egipcios deben aprovechar estos cinco años de abundancia para entrojar el excedente de las cosechas. Creo que deberían guardar una quinta parte de las cosechas y almacenarla para los años de escasez.
—Una propuesta tan sensata como inteligente, Moshem. —Intercambió una mirada de complicidad con Tanis—. Este joven demuestra poseer sentido común. —Se volvió de nuevo hacia Moshem—. ¿Te gustaría convertirte en egipcio?
Moshem se postró a los pies de Djoser.
—Nada me colmaría más, ¡oh dios viviente! Desde que mis hermanos me vendieran como esclavo soy un apátrida. Y amo las Dos Tierras como si en ellas hubiera visto la luz.
—A partir del día de hoy, proclamo que formas parte del pueblo de Kemit. ¡Que así se escriba y se cumpla! —Djoser miró alrededor—. ¿Dónde está Jipa, el escriba real?
—Creo que abusó del vino de Dajla —respondió Tanis, divertida.
En efecto, el escriba roncaba apoyado contra un muro, las manos cruzadas sobre un vientre repleto.
—¡Maldito borracho! —gruñó el rey—. ¿Quién redactará el documento?
—Si me lo permitís, señor —intervino Moshem—, conozco ligeramente los símbolos sagrados. Mi maestro quiso que los aprendiera.
—Decididamente, eres un hombre valioso. ¡Que le traigan una mesa, un cálamo y tinta!
Así, Moshem redactó personalmente el edicto en virtud del cual el Horus Djoser lo declaraba egipcio y hombre libre. Una vez concluida, Djoser añadió:
—Mañana convocaré a Nebejet para darle a conocer la conducta de su esposa.
—Os lo agradezco mucho, señor.
De nuevo, Moshem se postró ante el rey. Unos momentos después, Semuré se llevó aparte a Djoser.
—¿Recuerdas la conversación que mantuvimos hace poco tiempo, primo?
El rey asintió con una sonrisa.
—No la he olvidado. Y creo que acabamos de descubrir al hombre que podría ayudarte.