Semuré estaba agotado. Le costaba llevar a término las tareas que Djoser le había confiado. La dirección de la Casa de la Guardia Real ocupaba la mayor parte de su tiempo. La Guardia Azul, bautizada así a causa del color de su vestuario, estaba formada por guerreros de élite. Los capitanes que él mismo había reclutado se encargaron de seleccionarlos y formarlos. Sin embargo, Semuré poseía una rara virtud: la ética profesional. Examinaba personalmente a los nuevos admitidos, tanto para verificar la calidad de la selección de sus ayudantes como para asegurarse de que no se había infiltrado en sus filas algún enemigo del rey. Los atentados insidiosos de los últimos meses continuaban en su recuerdo.
Además de estar al frente de la Casa de la Guardia, proseguía con la investigación que debía conducirle hasta el hombre del rostro quemado y su cómplice nubio. Detuvieron e interrogaron a varios individuos que respondían a las descripciones proporcionadas por Inmaj. Ella misma se desplazó hasta allí en varias ocasiones para reconocer a los sospechosos. En cada ocasión, se trataba de desgraciados que habían sido víctimas de algún incendio.
Asimismo, visitaba regularmente aquellas poblaciones donde habían sido asesinadas mujeres jóvenes para interrogar a los posibles testigos. Eso le permitía supervisar las milicias de vigilancia. Para esta tarea contó con la ayuda de su amigo Pianti, quien se aseguró del concurso de los jefes de las guarniciones locales. Con todo, los gobernadores de media docena de nomos se negaban a obedecer las órdenes de palacio.
Si a ello añadimos la pasión de la joven Inmaj, que pasaba noche tras noche en su cama, Semuré parecía haber envejecido diez años.
Así, en cuanto Djoser le reprochó la falta de resultados en la búsqueda del hombre del rostro quemado, se hundió. Conocía al rey desde que eran niños y sabía que privadamente podía permitirse mostrarle con total libertad sus sentimientos.
—No puedo ocuparme de todo, Djoser. La comandancia de la Guardia Azul no es un título honorífico, y menos aún en un período tan extraño como el que atravesamos, de aparente bonanza pero durante el que debo enfrentarme a un enemigo imprevisible que trata de eliminarte. En el fondo, todo se reduce a tu seguridad. Si te sucediera algo nos sumiríamos en el caos. El enemigo puede atacar donde y cuando quiera, con medios tan viles como los venenos. Y mientras tanto, su majestad se dedica a cazar como cuando éramos críos, y se expone, con una inconsciencia digna de un adolescente, a leones e hipopótamos. Por si fuera poco, tengo que correr tras todo aquél que se te aproxima tal vez con malas intenciones.
Divertido, Djoser le permitió continuar. Semuré añadió:
—Por ejemplo, el tal Kaianj-Hotep. No me extrañaría nada que no fuera un cortesano tan ferviente como aparenta.
El rey soltó una carcajada.
—¡Semuré! ¿Tienes celos? Kaianj-Hotep no es más que un compañero de correrías que te ha arrebatado algo de tu protagonismo.
—Si yo tuviera tiempo para pasearme entre las damas de la Corte, tal vez todavía sería un compañero de correrías —refunfuñó Semuré.
—Perdóname, primo —respondió el rey con tono conciliador—. Sé de tu entrega. Es posible que hayas decidido ocuparte de demasiadas cosas a la vez. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
Semuré gruñó una última vez y se relajó.
—Por desgracia, no tengo ni idea. Debería tener a alguien en quien confiar las investigaciones sobre el atentado de Shedet y las madres asesinadas. Conozco a mis capitanes y, si bien son tan fieles como perros y eficaces en el combate, no sobresalen demasiado por su iniciativa. En verdad, carezco de un ayudante en quien delegar estas cuestiones.
—Un jefe de la policía real —concluyó Djoser.
—¡Más o menos! Pero para ese puesto es preciso un hombre inteligente, audaz y valiente, pues puede ser una tarea peligrosa.
—¿Hay entre nuestros jóvenes lobos algún candidato que se corresponda con lo que buscas?
—Ninguno da la talla. Son demasiado orgullosos para aceptar viajar de incógnito. Ni siquiera yo puedo llevar a cabo las pesquisas con discreción. Soy demasiado conocido y me resulta imposible dirigirme a ningún lugar sin que el gobernador proclame a los cuatro vientos mi llegada. Supongo que los sospechosos huyen de inmediato. Necesitamos a alguien anónimo que pueda mezclarse con la gente sin que nadie repare en él. Tan sólo desvelará su identidad como último recurso, por medio de un salvoconducto que le confiera todo tipo de poderes.
—Te entiendo, tienes todo mi apoyo. A excepción de los jóvenes de la nobleza, ¿se te ocurre alguien?
—Pensé en Jerseti, el jefe de la guardia de Iunú. Es eficaz y tenaz, pero no es más que un soldado. Además, precisamos de alguien capaz de descifrar los símbolos sagrados.
—¿Un escriba? ¡Ni pensarlo! Son más vanidosos que los nobles. El elegido creería que ha perdido rango por haber dejado de ocuparse del cálamo y la tinta. Menosprecian los demás oficios.
—No pensaba en un escriba. Los escribas no son los únicos que conocen los medunéteres.
—¿Tienes alguna idea?
—No, desgraciadamente. Y eso me preocupa.
—Así, pues, dejemos que lo decida Ma’at. Te enviará a la persona que necesitas. Yo intercederé en tu nombre.
El año concluyó con los días epagómenos del mes de mesorá, durante los que se esperaba con fervor la crecida que devolvería la vida al Doble País, aunque su llegada se hacía esperar. Tanis había regresado de Iunú para participar en las festividades.
Tampoco en esta ocasión Semuré pudo reposar. Muchos nomarcas viajaron a la capital para saludar al Horus. La población de la ciudad aumentó en tal medida que las dificultades de la guardia para controlar a un posible asesino, cuyos métodos les eran desconocidos, eran mayores. Miles de personas procedentes de otros nomos desfilaban por las calles en medio de una atmósfera bastante caótica, más sofocante si cabe a causa de un viento del desierto que desencadenó una tempestad de arena pocos días antes del inicio de los fastos. Una fina capa de polvo cubrió todo el territorio, hasta llegar a los canales que unos obreros exhaustos por el calor reparaban en previsión de la próxima llegada de Apis, el dios hermafrodita del Nilo.
Aquel ambiente febril no menoscabó la determinación del anciano Shudimú, quien, como en tiempos de Jasejemúi, tuvo que organizar una representación teatral. Se celebró en la plaza de la Gran Morada durante el cuarto día de las festividades epagómenas, fecha del nacimiento de Isis. Ese día también estaba dedicado a la esposa de Horus, Hator, la diosa con cabeza de vaca. Aprovecharon la ocasión para conmemorar la fiesta de la Dama del Embriago. Djoser mandó que trajeran jarras de vino que distribuyó generosamente entre los ciudadanos. Con la caída de la noche, grupos de personas, alegres y algo bebidas, deambulaban por las calles, entonando cánticos para gloria de Hator:
Hacemos música para ti.
Danzamos para ti.
Loamos tu belleza hasta lo más alto en el cielo.
Eres la señora del gozo,
la reina de la danza,
la señora de la música,
de las arias de arpa y de las rondas.
Trenzamos coronas de flores para honrarte.
Cantamos nuestra alegría en tu presencia,
y tu corazón se regocija con ella[38].
De noche, los intendentes, los panaderos, los reposteros, los escanciadores y los cocineros llevaron a cabo todo tipo de proezas para contentar a una corte que, siguiendo el ejemplo de su rey, gustaba de la buena mesa. Djoser le pidió a Nakao, el encargado de los vinos reales, que sirviese algunas jarras de vino turbio de los oasis del Sudoeste. Al contrario que las viñas del Delta, esos vinos gozaban de una cierta estima, pues su graduación era considerable (algunos podían tener más de veinticinco grados), con lo que se acortaba el camino hacia una borrachera divina.
La noche ya estaba bien entrada cuando dieron comienzo los actos en los jardines de palacio. Iluminadas por lámparas de aceite, unas enormes mesas ofrecían platos de carne, bandejas de fruta, jarras de cerveza y de vino. Los malabaristas, los prestidigitadores, los luchadores y las bailarinas entretenían a los invitados. Unos músicos, arpistas y flautistas, rivalizaban en virtuosismo.
Como de costumbre, el exuberante Kaianj-Hotep monopolizaba la atención, para enojo de Semuré. Sin embargo, éste se felicitaba por la presencia del enano Uadji, cuyos conocimientos resultarían absolutamente útiles al día siguiente, una vez concluidos los ágapes en que el vino y la cerveza corrían a raudales.
Instalado en el trono con patas de león, Djoser observaba a la multitud congregada en los jardines. No podía dejar de pensar que, entre aquella gente, podían encontrarse quienes habían tratado de asesinar a Tanis y a él mismo en dos ocasiones. Con el rostro impasible, tocado con el nemes, ponía todo su empeño en desvelar el secreto de las sonrisas afables que le dirigían. A pesar de su experiencia, la hipocresía y la perfidia seguían sorprendiéndole.
En algún lugar del Doble Reino existía un hombre que deseaba su muerte y la de Tanis. ¿Acaso era alguna venganza contra uno de los dos, artífices de su ruina en el pasado? Ferá, tal vez… Pero éste había desaparecido. Su hija Inmaj no había vuelto a verlo, y se alegraba de ello a cada nuevo día. ¿Se trataba tal vez de un acto de fanatismo organizado por los jefes de la misteriosa secta formada por los sacerdotes y los uabs disidentes del templo de Set? En ese caso, era preciso admitir que aspiraban a sustituirlo por un hombre que no habría sido elegido por los dioses. Un hombre así, que no se basaría en Ma’at sino en su sed de poder, acabaría con el orden y la armonía. E Imhotep estaba en lo cierto: una fuerza nefasta merodeaba y esperaba su oportunidad para sumir el Doble País en el caos.
Más que nunca, Djoser tenía la impresión de ser uno, él y el Horus, y el responsable de aquel país que le había dado la vida. Era consciente de ser al mismo tiempo un hombre y la imagen de un dios de la que no podía huir. Todo un pueblo se volvía hacia él, confiado, y la tarea lo entusiasmaba tanto como lo aterraba. Para soportarlo, el mayor de los reyes debía desconfiar del vértigo que provocaba el orgullo, conservar la humildad y mantener aquel espíritu que no era sino un símbolo, una voz que expresaba la voluntad de los néteres. Ya no se pertenecía. Se debía a su pueblo.
De repente, un esclavo lo sacó de sus meditaciones al ofrecerle un cesto de panecillos de miel con dátiles. Se dio cuenta del hambre que tenía y cuando se disponía a coger uno, el señor Netkebré, que se había dado enteramente a la tradición de la Dama del Embriago tropezó y topó con Nakao, el gran escanciador, quien se disponía a llenar de vino el vaso del rey. La jarra cayó sobre el cesto, empapando los panecillos. Djoser apartó la mano. Confuso, el señor se excusó:
—Se puede decir que habéis abusado de la bebida, amigo —dijo el rey, divertido por el estado del invitado.
—Perdonad a vuestro servidor, majestad —balbuceó el otro.
Y se derrumbó sobre una silla. Tanis y Djoser estallaron en una carcajada. Netkebré era célebre por su desmesura con el vino y el que habían servido esa noche escapaba a todo elogio. Avergonzado, el esclavo fue a retirar el cesto con los panecillos mojados. Netkebré lo detuvo.
—Sería una lástima tirarlos —declaró—. El pan y el vino se combinan tan bien en el exterior del cuerpo como en su interior.
Y cogió uno que atacó con glotonería.
Menos de una hora después, agonizaba, torturado por un atroz sufrimiento.