Unos días más tarde el alcaide de la prisión, Kehún, se presentó en la celda donde estaba recluido el beduino, acusado del intento de violación de la esposa de su señor, Nebejet, el fabricante de los papiros reales. Su hija, la pequeña Anjeri, mandó a un escriba redactar un mensaje para el prisionero, que llevó uno de sus fieles servidores. Desde su primera visita no había podido escapar de casa, donde su padre la retenía. Sin embargo, Kehún no olvidaba lo que ella le había dicho de Moshem. Estaba claro que lo amaba.
Enamorada de un esclavo…
Por curiosidad, se interesó por el prisionero. Parecía un tipo simpático. No dejaba de proclamar su inocencia y Kehún estaba dispuesto a creerlo. Él mismo había sufrido los avances de Saniut durante las últimas fiestas epagómenas aunque, en su caso, había sacado partido de ellas. Con todo, ¿cómo podía compararse la palabra de una señora de la nobleza con la de un esclavo? Posiblemente aquel joven perdería la cabeza dentro de pocos días, aunque su destino dependía del Horus. Por fortuna, la reina Nefertiti había prohibido que los condenados perecieran despedazados por los perros. La muerte por decapitación era, sin duda, más rápida y menos dolorosa. Pese a todo, no dejaba de ser la muerte.
Todo dependía del juez que se encargara del caso. Algunos encontraban cierto placer malsano en impartir una justicia severa e implacable. Según las tradiciones, la única persona con poder para juzgar a los culpables era el rey. En la práctica, éste delegaba la tarea en unos jueces sometidos al visir, el gran Imhotep, quien estudiaba personalmente cada caso. Pero en esta ocasión estaba ausente. El rey se limitaba a ratificar las sentencias que le eran presentadas. A decir verdad, desde la llegada del Horus Neteri-Jet se habían pronunciado pocas condenas a muerte, la mayoría contra saqueadores de tumbas. El rey no soportaba que no se respetara el reposo de los difuntos.
Los asuntos de la capital estaban en manos de tres jueces. Recibían el nombre de «Voces» o «Bocas» de Mennof-Ra. Dos de ellos, a fuerza de querer impartir una justicia ejemplar, habían perdido toda sensibilidad. Justicia era sinónimo de implacable. Los sospechosos, a sus ojos, siempre eran culpables y no debían concebir la menor esperanza de lograr el perdón, una palabra que no formaba parte del vocabulario de esos personajes. Si a Moshem le tocaba uno de ésos, lo condenaría sin darle oportunidad de defenderse.
El tercero era, por el contrario, un hombre educado, dialogante y al que le gustaba ir más allá de las apariencias.
Kehún le explicó todo esto a Anjeri. Ella le aseguró que Moshem conocía en persona a la reina y que ésta seguramente se encargaría de la defensa de su amigo. En cuanto se fue, Kehún dudó en pedir audiencia a la reina. La historia tal vez fuera falsa, y no deseaba granjearse la cólera de Nefertiti. Más le valía mantenerse al margen. Nebejet era un hombre poderoso y era conveniente no contrariarlo.
Cuando Kehún llegó a la celda, Moshem estaba acurrucado contra un muro. Hacía tres días que permanecía en aquella posición y apenas había probado bocado. Parecía resignado. Kehún lo llamó.
—Moshem, tu amante, la joven Anjeri, me confió este rollo. Parece que sabes leer los símbolos sagrados.
El joven se incorporó de golpe.
—¡Me ha escrito!
A través de los barrotes, Kehún le tendió el papiro. Moshem lo cogió y leyó con fervor. No se trataba en esta ocasión de un texto impersonal. Los símbolos se dirigían a él. Como si el dios Tot en persona hubiera escrito los ideogramas. Sus ojos se anegaron en lágrimas de emoción.
Mi bien amado Moshem:
Jepri-Ra se ha alzado tres veces desde que abandonaste la morada de mi padre a causa de la injusticia que te ha separado de mí. Hace tres días, mi corazón huyó de mi pecho para refugiarse a tu lado e insuflarte lo que te pertenece. Si me prestas tus oídos, oirás los latidos a tu alrededor.
La pérfida Saniut exulta y me considera con desprecio desde que mi padre condenó el amor que siento por ti.
Nada, sin embargo, podrá alejarme de ti. Mi amor es más fuerte que la maldad de esa mujer, y sé que Ma’at no permitirá que triunfe la sórdida Isfet.
No me permiten verte y he debido arriesgarme, en mi propia casa, para que te hagan llegar la carta. El alcaide de la prisión, Kehún, es un amigo. Le he hablado de ti. Te ayudará tanto como pueda, aunque tampoco me ha ocultado que tenía miedo de los jueces.
¡Ten fe, bien amado! Cada día rezo a Isis y Hator para que te protejan.
La mañana del quinto día, Moshem fue trasladado a una sala donde le aguardaba un hombre de rostro marmóreo y ojos negros y hundidos. Su semblante parecía inaccesible a las debilidades humanas. Moshem sintió un escalofrío.
Tuvo que prosternase ante aquel individuo, que se presentó como el juez Nesamún, Boca de Mennof-Ra. Junto a él, un joven escriba se dispuso a transcribir escrupulosamente las declaraciones. Tenía una voz queda, grave, casi monocorde.
—Moshem, ¿sabes por qué has sido encerrado en la prisión real?
—¡No he cometido ningún crimen, señor! —respondió el joven con una voz cansada.
—¡No hables en vano! —gruñó la Boca.
—Pero yo…
—¡Silencio! ¡U ordenaré que te azoten con la curbash! —retumbó la voz del juez.
Impresionado por la singular autoridad que desprendía aquel personaje, Moshem obedeció. El juez prosiguió:
—He oído la acusación que la señora Saniut ha presentado en tu contra. También he oído las lamentaciones de tu señor. Únicamente su hija ha salido en tu defensa. Es muy extraño que un esclavo tenga la posibilidad de justificarse. Pero fuiste nombrado intendente del señor Nebejet, así que me gustaría que me explicaras exactamente qué sucedió.
Moshem se encogió de hombros.
—¿Para qué, si ya he sido condenado?
—Te ordeno que hables, y que no me ocultes nada.
Moshem contó de nuevo su historia, pero no se atrevió a mencionar su relación con la reina. Tanis se había olvidado de él, no cabía la menor duda, y la Gran Esposa no se tomaría la molestia de ocuparse de un miserable esclavo. Cuando hubo acabado, el juez ordenó a los guardias que lo llevaran a la celda. Durante todo el interrogatorio sus facciones habían permanecido rígidas e impenetrables.
Por la noche, Moshem ya se había resignado. Nunca más volvería a tener a Anjeri entre sus brazos. Vería el sol por última vez camino de la plaza de las Ejecuciones, al sur de la ciudad. Le pareció sentir el aliento del verdugo en la nuca. Por la noche apenas pudo conciliar el sueño.
Al día siguiente Nesamún se presentó en el palacio real, seguido de sus porteadores y su escriba, quien transportaba los rollos de los casos en curso. Pasó gran parte de la noche desvelado, estudiando el del esclavo beduino. A primera vista parecía claro que Moshem era inocente. Nesamún conocía las andanzas de Saniut, a quien había visto en acción durante una fiesta real a la que había sido invitado. Había que ser valiente, como lo era el señor Nebejet, para no darse cuenta de los escarceos de su esposa. Valiente, ciego y también algo estúpido. Por desgracia, había tomado partido a ciegas por su mujer y se negaba a dar marcha atrás.
Sin embargo, Nesamún también era sacerdote de Ma’at y, contrariamente a sus colegas, que veían en el ejercicio de la justicia la ocasión para afirmar su poder escudándose en sus funciones, creía en su misión. Ma’at aborrecía la injusticia, incluso si ésta se ensañaba con un sirviente.
Con todo, aún no disponía de ningún testimonio a favor del beduino. Debía ceñirse a las declaraciones de Saniut, quien exigía la cabeza del esclavo. Nesamún no tardó en comprender que en realidad se trataba de una venganza, pero no podía hacer nada para oponerse, salvo solicitar la clemencia del rey. En tanto que encarnación viviente de Horus, sólo el soberano tenía la potestad para pronunciar la sentencia última.
Poco después de mediodía, Nesamún acudió a la Gran Morada, como solía hacer, para transmitirle al rey las decisiones tomadas sobre los casos.
Djoser lo recibió amistosamente. Apreciaba la honestidad de Nesamún. Después de estudiar los casos de que se ocupaba cotidianamente, Nesamún abordó la cuestión que le preocupaba.
—Se trata de un joven esclavo beduino acusado de haber intentado violar a la esposa de su señor.
Djoser examinó rápidamente el informe de los hechos y declaró:
—La violación merece la pena de muerte, aun cuando no se consume. —Todavía recordaba el relato de Tanis en Siyutra.
—Perdonad a este servidor que osa contradeciros, ¡oh Luz de Egipto!, pero creo que ese joven es inocente.
—¿Inocente? Explícate.
—Por desgracia, carezco de pruebas. Aun así, mi intuición me hace pensar en su inocencia. Y sabéis que jamás me ha engañado.
—Cierto, amigo mío. Pero este informe no deja lugar a dudas.
—Si fuera cierto, así sería. Pero la presunta víctima es la señora Saniut, la esposa de Nebejet.
Djoser soltó una carcajada.
—¡Ahora lo entiendo! No hay nadie como Nebejet para confiar en la fidelidad de su esposa.
—Pero reclama la cabeza del esclavo. Y no tengo testigos que permitan dudar de su palabra.
Djoser meneó la cabeza.
—Así las cosas, el esclavo será condenado sin haber podido defenderse. A menos que el rey decida mostrarse indulgente.
—Por ello solicito vuestra clemencia, señor.
Djoser estudió los papiros del caso.
—Se llama Moshem, ¿eh? Es curioso, pero el nombre me resulta familiar. —Luego declaró—: Después de todo, no fue más que un intento. En lugar de la pena de muerte, Saniut tendrá que contentarse con cuatro años de prisión. ¡Que así se cumpla!
—¿Lo envío a las minas de oro de Nubia, majestad?
—¡Ni pensarlo! No aguantaría ni un año, y no lo he condenado a muerte. Que se quede aquí, en Mennof-Ra. Di a Kehún que se muestre severo con él.
Nesamún se inclinó al tiempo que esbozaba una sonrisa:
—Se hará según vuestra voluntad, ¡oh Toro Poderoso!
Djoser se tocó la frente, mientras intentaba recordar.
—Sí, el nombre me suena. Si estuviera la reina… Pero se marchó a Iunú, a visitar a su madre.