Moshem estaba furioso consigo mismo. Habría debido sospechar que Saniut jamás le perdonaría la afrenta sufrida por medio de Zerib. Habría debido sospecharlo y no quedarse a solas con ella. Pero ¿cómo imaginar la trampa que le había tendido? Después, todo fue bastante rápido. Los guardias lo condujeron brutalmente a la prisión real, donde fue lanzado a una celda, en compañía de otros prisioneros. Cabizbajo, pensaba en lo injusto de su destino cuando una voz alegre lo rescató de sus cavilaciones.
—¡Moshem! Veo que te has decidido a probar los placeres de la cárcel.
—¡Nadji!
El ladronzuelo del mercado se sentó a su lado. Se habían visto en varias ocasiones desde que se conocieran, para enfado de los comerciantes a quienes sustraía con ardides frutas y pastelillos de miel. Ese era el motivo que había llevado a Nadji a prisión: se topó con un vendedor más listo que el resto y que avisó a la policía.
—¡Seis meses de calabozo! —anunció con tono de farsa—. Dime, ¿has robado?
Moshem esbozó una sonrisa y le contó su desventura. Nadji lo escuchó con atención y luego declaró, rascándose la cabeza:
—Tu historia es muy desgraciada. Un esclavo que trata de abusar de la esposa de su señor puede ser condenado a la pena de muerte. Con suerte, te cortarán la cabeza. Normalmente los sueltan a los perros.
—¿A los perros?
—Si la señora es tan pérfida como dices, no te regalará nada. Sabrá convencer a su marido y al juez para que sean severos.
—Pero ¡yo no he hecho nada! ¡Ella me provocó!
—Yo te creo, pero debes convencer al juez.
Después de su conversación con Nadji, su visión de Egipto varió un poco. La injusticia reinaba tanto como en cualquier lugar. Su buena fe no podría hacer nada contra la picardía de Saniut. Ella formaba parte de la nobleza y él no era más que un esclavo. Aunque tal vez Anjeri pudiera hacer algo…
A veces, de noche, tenía la impresión de vivir una pesadilla, de que despertaría y reiría junto a Anjeri. Pero los muros de la prisión no desaparecían con el amanecer.
La joven fue a verle a la mañana siguiente de su reclusión. La dejaron entrar porque era la hija de un hombre importante. El alcaide, Kehún, aunque sorprendido por el interés de ella por un miserable esclavo, la llevó hasta la celda donde permanecía Moshem. Éste estaba postrado contra un muro, con la cabeza entre las rodillas. En cuanto la vio, se acercó a ella.
—¡Señora! Me sacarás de aquí, ¿verdad?
—¿Por qué lo has hecho, miserable? Yo, que confiaba en ti y…
Decepcionado ante la reprimenda, él respondió con fuerza:
—¿Yo? ¡Te han mentido! Ella quiso aprovecharse de mí en tu ausencia. —Y le contó la historia.
En ese momento, la joven comprendió que decía la verdad.
—Saniut me tendió una trampa, Anjeri. Sabes lo pérfida que es. Debes hablar con tu padre. Sólo él puede sacarme de aquí.
—No tardará mucho en regresar. Sin embargo, temo que no me preste mucha atención. Esa mujer lo ha cegado.
A través de las rejas, Moshem tomó las manos de la joven.
—Lo importante es que tú me creas.
—Sí, te creo. Pero, por desgracia, Saniut sacará a relucir tus escapadas amorosas. Incluso es posible que diga que también quisiste abusar de mí.
Moshem se llevó las manos a la cabeza.
—Me han dicho que puedo ser condenado a muerte.
—¡Ten fe! Hablaré con mi padre. Debe abrir los ojos y saber de los actos de esa mujerzuela.
Desgraciadamente, no hay peor ciego que el que no quiere ver. Nada más llegar, Nebejet sufrió el asalto de su esposa, quien le contó su versión del episodio, donde Moshem se abalanzó literalmente sobre ella para violarla. Gracias al fiel Zerib pudo conservar la virtud. Llamó de inmediato a los guardias para que encerraran a aquel canalla.
Nebejet no supo cómo reaccionar. Se había unido tanto al joven beduino que había acabado considerándolo como a su propio hijo.
—Un hijo que te traiciona con semejante vileza… —continuó Saniut—. Tan sólo hay un castigo posible: ¡la muerte!
—La muerte…
—¡Esposo mío! Aún siento sus manos sobre mí, sobre mi piel, entre mis piernas. No puedes imaginar los momentos espantosos que he pasado.
—¡Ha osado…! ¡Perro!
Anjeri trató de intervenir aunque, sin quererlo, perjudicó a su compañero.
—Padre, ¡ella miente! ¡Fue ella quien quiso abusar de Moshem! Pero él se negó y por eso, por despecho, lo acusó.
—Tú no estabas allí —respondió agriamente Saniut—. ¿Cómo puedes dudar de mi palabra y confiar en la de un esclavo cuya insaciable lascivia conoce Nebejet? Además, dicen que en ese aspecto los beduinos son como bestias. —Se acurrucó contra su marido—. ¡Amado esposo! Aún tiemblo.
—¡Todo es falso! —intervino Anjeri—. Moshem no puede haber hecho algo así, padre. Os respeta demasiado. Os ama como a un padre.
—Menuda manera de darme las gracias —respondió Nebejet.
Saniut señaló con el dedo a Anjeri.
—¡Estás ciega! —gruñó—. Ahora lo entiendo. También quiso seducirte. Aunque en tu caso, lo consiguió.
—¡Calla! —exclamó Anjeri.
—No me voy a callar. ¡Admítelo! ¡Confiesa que te has acostado con él y que por eso lo defiendes con tanto fervor!
—Es cien veces mejor que tú, que retozas sobre la paja con cualquiera.
Saniut lanzó un grito dé cólera y se volvió hacia Nebejet.
—Esposo mío, ¿debo seguir escuchando estas injurias? Es obvio que ese maldito beduino ha hechizado a tu hija.
Confuso, Nebejet se dirigió a su hija con sequedad:
—¡Habla, Anjeri! ¿Te has acostado con Moshem?
Ella dudó, aunque finalmente decidió confesar.
Nunca había soportado las mentiras, el reflejo de la palabra de Isfet, la diosa de la discordia y el caos.
—Padre, estoy enamorada de él.
—¿Te acostaste con él?
—Sí —respondió, poniéndose a la defensiva—. Pero Moshem no es un esclavo. Es un príncipe. Además, conoce personalmente a la reina Nefertiti. Debéis hablar con ella. Ella sabrá qué hacer y contradirá a vuestra esposa, la peor puta que Kemit haya conocido.
Saniut rompió en sollozos en brazos de su marido.
—Nebejet —dijo entre accesos de hipo—, ya has visto cómo me trata. A mí, que la consideraba como a una hija. Ahí tienes la prueba de que ese perro la ha hecho perder la cabeza. ¡Debe pagar por sus crímenes! Antes de su llegada éramos una familia unida. ¡Y mira cómo hemos acabado por su culpa!
—¡Mentira! ¡Siempre te he odiado! —exclamó Anjeri.
Trastornado por la farsa de su esposa, Nebejet empezó a temblar, sin saber de qué lado decantarse. Como les sucede a todas las personas débiles que han de enfrentarse a un problema que les supera, estalló.
—¡Te acostaste con ese miserable! —rugió—. ¡Un esclavo! ¡Un golfo que ha querido arrebatarme a mi esposa, después de todo lo que he hecho por él! ¡No eres digna de ser mi hija!
—¡Padre! ¡Escúchame!
—¡Silencio! Permanecerás confinada en tus aposentos. A partir de este momento te prohíbo que salgas hasta que te encuentre un esposo. ¡Si es que aún existe alguien que quiera saber de ti!
—Padre…
—¡Márchate! ¡Desaparece de mi vista!
Saniut intervino con hipocresía.
—¡Nebejet! No seas tan duro con ella. No ha sido más que otra víctima de ese desvergonzado. Es a él a quien debes castigar.
Él cerró los puños de rabia.
—De acuerdo. Haré que lo castiguen como se merece.
—Debes hacerlo, querido. Además, su actitud no me ha sorprendido en absoluto. Siempre sospeché que pretendía introducirse en tu familia. Sin duda esperaba que lo liberaras y que le concedieras la mano de tu hija. Todo lo que ha hecho no perseguía otro fin que encandilarte, incluida la denuncia de los comerciantes con quienes mantenías tratos. No me sorprendería que los fraudes de los granjeros que denunció fueran falsos, para llamar así tu atención. —Suspiró—: No tenía suficiente con las mujeres de la ciudad. Precisaba de la esposa y la hija de su señor. ¡Qué personaje más abyecto! Cuando pienso en mi fiel Zerib, más servicial que un perro…
—Pronto acabará esta pesadilla, querida esposa —murmuró Nebejet.
Cuando Nebejet se presentó en la prisión, el encuentro fue terrible. Sin darle la menor oportunidad para defenderse, acusó a Moshem de las peores perversiones. Estupefacto, demasiado nervioso para contestar, el joven beduino no sabía qué pensar. Los designios de Rammán eran incomprensibles. Había deseado la amistad de Nebejet y éste casi lo había convertido en su hijo adoptivo. Esperaba que, a su regreso del Delta, lo condujera hasta palacio, donde Tanis lo habría reconocido y habría ordenado su libertad.
Y ahora todo había acabado. Habida cuenta de la reacción de Nebejet, y del odio alimentado por Saniut, era evidente que no escaparía de la pena de muerte. La perspectiva lo atenazaba. Si muriera por un crimen realmente cometido… ¿Acaso lo había abandonado Rammán?