—Antaño esta meseta recibía el nombre de Explanada de Ra.
Moshem contempló el perfil de Anjeri, recortado por la luz del sol levante. Después de la muerte de Hotará, ambos jóvenes solían ir a Sakkara para rendir homenaje al anciano. Aquel paseo les permitía estar solos lejos de la casa de la pérfida Saniut, cuya rabia aún no se había calmado después del episodio de las mantas. Ascendido a intendente, Moshem ya no tenía que rendirle cuentas a la esposa de su señor. Se tomó en serio su nuevo cargo y supo hacerse respetar por los jefes de los talleres y los almacenes. En un principio, les sorprendió ver un hombre tan joven al frente; Moshem tenía solamente veintidós años. Pero su aguda inteligencia, junto con su ideal de justicia, sedujo a todos los que trabajaban para el señor Nebejet.
Tan sólo Saniut, y con razón, no digirió la designación de Moshem. Mientras barruntaba su venganza, esperaba el momento en que mostrara signos de debilidad. Observó que, desde el episodio de las mantas, la complicidad entre ambos jóvenes era mayor. Mandó que los siguieran para averiguar si mantenían una relación ilícita que poder denunciar ante su marido. Sin embargo, Moshem y Anjeri se mostraban prudentes. En la casa, su comportamiento no daba pie a la confusión. Anjeri continuaba tratando a Moshem como el sirviente que era. Aprendieron a desconfiar de los esclavos que Saniut mandaba a espiarlos.
Adquirieron la costumbre de encontrarse en la meseta de Sakkara, adonde sabían que Saniut jamás se desplazaba. Para despistar a un posible perseguidor, partían por separado, tomando caminos diferentes. No obstante, incluso si los hubieran sorprendido juntos, las ofrendas a Hotará justificaban su presencia. Ambos tenían excelentes razones para ocuparse de la morada de eternidad del anciano.
En Sakkara, Moshem descubrió un aspecto de Egipto que jamás había imaginado. Aquel sorprendente lugar era como una segunda ciudad que se erigía en los confines de la meseta. Los egipcios estaban convencidos, en su fuero interno, de que la vida no concluía con la muerte, sino que ésta no era sino un tránsito hacia el reino de Osiris. Según los usos, había que momificar los cuerpos para garantizar la supervivencia. El alma, ba, podía así reunirse con el cuerpo para reiniciar el ciclo.
Todo egipcio con medios económicos dedicaba una parte de sus ingresos a la construcción de una tumba. Así, los confines de la meseta estaban jalonados por una inmensa necrópolis de mastabas de ladrillo cocido. La vista sobre el valle era magnífica. Moshem se sintió angustiado la primera ocasión que visitó aquella ciudad reservada a los muertos. Sus creencias religiosas, diferentes, no le habían preparado para penetrar en un lugar tan extraño donde sin duda erraban miles de almas difuntas. Su reacción divirtió a Anjeri, quien, para sorpresa del joven, no mostraba signos de temor. Ella le enseñó los credos egipcios, le mostró las tumbas, cómo las conservaban, los jardines en flor que las rodeaban y su disposición.
—Después de la muerte —le explicó Anjeri—, el dios Anubis, aquél que representamos con una cabeza de chacal, guía al difunto. El dios es hijo de Osiris y Neftis. Según la leyenda, ayudó a Isis a reconstruir el cuerpo del dios de piel verde1 cuando éste cayó en manos de Set. Osiris fue la primera momia y el primero en resucitar. Tras superar diferentes pruebas, finalmente se presenta ante él la muerte. Si se ha comportado bien durante su vida terrena, su alma será ligera, tanto como la pluma de Ma’at. Entonces se embarca en la nave sagrada de Osiris y vive eternamente a orillas del Nilo celeste. Para ello, sin embargo, debe ser momificado a fin de que su alma pueda retornar a la vida dentro del cuerpo, como lo hizo Osiris.
—¿Qué sucede cuando el alma es más pesada que la pluma de Ma’at?
Se estremeció antes de responder con un susurro:
—La gente asegura que un monstruo aterrador devora las almas oscuras. Una especie de serpiente o un cocodrilo gigante. Nadie lo sabe a ciencia cierta.
Cada mastaba era como un pequeño hogar, prosiguió Anjeri, una réplica de la vivienda del difunto para que pudiera continuar sintiéndose como en casa. Los mausoleos tenían muebles, vajillas y objetos cotidianos que habían pertenecido al finado. Cada tanto le llevaban comida y bebida. Las ofrendas eran necesarias para que el muerto pudiera continuar alimentándose. Los presentes, fruta, verduras, pasteles, panes, tinajas de cerveza o de vino, se depositaban en una pequeña sala. En el muro se había excavado un orificio, a la altura de los ojos, que ocultaba el serdab, otra cámara donde se encontraba el ka, una estatua de madera de ébano que representaba a la muerte. De este modo, por medio de la estatua, podía gozar de los regalos que le aportaban. Moshem no acertaba a comprender cómo una imagen podía simbolizar la muerte. Anjeri le explicó que los egipcios concedían a la estatua una importancia capital. El escultor había sido tocado con un poder sagrado, el de devolver la vida. Las tallas no tenían, en sentido propio, vida por sí mismas, aunque la albergaban. De ahí la importancia para un egipcio rico de poseer en su tumba una estatua a su imagen.
Cada mastaba disponía, asimismo, de un jardín donde se plantaba un árbol, un sicómoro o una acacia. Para alegrar la vista también había flores.
—Estos árboles son sagrados —afirmó la joven—. Pertenecen a la diosa Hator, la que acoge a los muertos a orillas del Nilo celeste. Pueden reposar a su sombra.
Al principio, Moshem consideró algo mórbida esta devoción hacia los muertos. Más tarde se dio cuenta de que la necrópolis no era, ni mucho menos, un lugar triste sino de gozo. Descubrió así uno de los aspectos más sorprendentes de la mentalidad egipcia, una devoción que era, en realidad, la expresión de un extraordinario apego por la vida. Los egipcios negaban la muerte con tanto aplomo que la habían convertido en un tránsito hacia otra existencia, un reflejo embellecido de la que habían vivido a orillas del río-dios.
Anjeri y Moshem jamás estaban solos en aquel maravilloso lugar. Muchos ciudadanos de Mennof-Ra y de otras partes del país paseaban regularmente para presentar sus ofrendas a los desaparecidos. Se reunían para charlar acaloradamente. De vez en cuando, las familias llevaban algo para comer cerca de las mastabas, demostrando así que no olvidaban a sus muertos.
La vida de la necrópolis creció con las obras de la ciudad sagrada. Aquel misterioso lugar no paraba de sorprender a Moshem. Unos meses atrás había visto al rey en persona delimitar la ciudad. Desde entonces, los trabajos habían avanzado con celeridad, modificando paulatinamente el paisaje. Talaron los grandes árboles crecidos alrededor del perímetro sagrado y nivelaron el terreno. Centenares de obreros trabajaban sin descanso para erigir un extraño monumento de unos veinte codos de alto y muros oblicuos, cuyas dimensiones crecían a cada día que pasaba. Moshem, un ignorante en arquitectura, se preguntaba por el aspecto final del edificio. Le recordaba vagamente a un cuadrado que, por aquel entonces, ya tenía unos ochenta codos de largo. Y los obreros seguían añadiendo bloques de calcárea para ampliarlo.
—Es curioso —le dijo un día a Anjeri—. Hace unos años conocí en mi país a una princesa egipcia a quien hice una predicción. —Esbozó una sonrisa de desengaño—. Le dije que se convertiría en reina de Egipto. Y, sin que sirva de precedente, me equivoqué.
—¿Conociste a una princesa egipcia en tu tierra? —se sorprendió su compañera—. No me lo habías dicho.
Él no respondió de inmediato.
—Siempre me invadía la tristeza cuando la evocaba. Era una mujer preciosa y muy valiente. Huyó de su país disfrazada de hombre para escapar de un matrimonio que no deseaba.
—¿Vestida de hombre?
—Para evitar llamar la atención. Me dijo que iba en busca de su padre.
—Así pues, la conociste bien… —repuso Anjeri, intrigada.
—Se unió a nuestra caravana en Ashquelón. Atravesamos el país de los beduinos en dirección norte. Pasamos por el Mar Sagrado, y ahí descubrí que se trataba de una mujer. Llegamos a Biblos, donde ella continuó su ruta hacia el norte. Poco después se desencadenaron las grandes inundaciones. Gracias a mis sueños premonitorios, pude preverlas y proteger a mi tribu. Por desgracia, la cólera de Rammán mató a un gran número de beduinos. Ciudades enteras fueron borradas del mapa por las tempestades y temí que mi princesa hubiera desaparecido en la tormenta.
Anjeri guardó silencio y luego dijo:
—Estabas enamorado de ella…
—¡Oh, no! Era su amigo, tan sólo su amigo. Además, amaba a un príncipe egipcio cuyo nombre he olvidado.
—Pero sigues recordando el nombre de ella.
—Quedó grabado en mi memoria. Se llamaba Tanis.
—¿Tanis? —Lo miró como si fuera la primera vez que lo veía, y declaró abruptamente—: ¡Te burlas de mí!
—¡En absoluto! ¿Por qué iba a hacerlo?
—¿Y no sabes qué fue de ella?
—Se marchó de Biblos hacia Ebla, hace muchos años, poco antes de las grandes tempestades. Sin duda pereció. Cuando llegué a Egipto, esperé por un momento que se hubiera convertido en la reina de este país, tal como había predicho. Pero me dijeron que la Gran Esposa era Nefertiti. Entonces comprendí que mi princesa había desaparecido, y que me había equivocado.
Anjeri sacudió la cabeza y murmuró:
—No ibas errado.
—¿Qué?
—¡Háblame de tu princesa! Descríbela. ¿Cómo era?
—Preciosa, con unos ojos verdes del tono de la malaquita. Nunca vi una mujer manejar el arco con tanta precisión. Además, era verdaderamente sabia. Incluso mi padre gozaba discutiendo con ella, pues parecía saber más que él. Pasaban horas y horas charlando. No obstante, lo más sorprendente era su facilidad para amaestrar a los animales, incluso a los más feroces.
—¿Y no la reconociste?
—¿A quién?
—A la reina.
Moshem quedó desconcertado.
—Pero la reina no se llama Tanis —respondió nervioso.
—Nadie del pueblo se dirige a ella ya por ese nombre. Está reservado a sus íntimos, y al Horus. Nefertiti es su nombre oficial.
Aturrullado, él permaneció unos instantes sin decir palabra.
—Entonces… ¡eso quiere decir que Tanis está viva!
—¡Por supuesto!
—Debo verla. ¿Crees que aceptará recibirme?
—La Gran Esposa es una persona bondadosa. Si fuiste su amigo, te recibirá sin problemas.
Los ojos de Moshem refulgieron.
—¿Te das cuenta, Anjeri? No permitirá que siga siendo un esclavo. Me liberará.
La joven frunció el entrecejo.
—Y me abandonarás…
—¡No! Así podré finalmente casarme contigo. Porque seré un hombre libre en Egipto. —Le cogió las manos—. ¡Escucha! Tampoco te conté otro sueño porque acabé no creyéndolo. Veía a un hombre y a una mujer: un rey y una reina. Ante ellos se extendía una inmensa plantación de trigo. A sus espaldas había una ciudad enorme, blanca, una ciudad semejante a Mennof-Ra. El hombre y la mujer se sonreían. Las espigas se postraban ante ellos, como dando muestras de su adoración. Y esas mismas espigas eran hombres, todo un pueblo que me incluía a mí. Me llamaron a su lado, y las espigas se inclinaron ante mí porque me había convertido en un personaje importante. Sin embargo, lo más extraordinario era que el rostro de la reina era el de Tanis.
—El de la reina…
—¡Sí! La reina Nefertiti.
Él estalló en una carcajada.
—Es maravilloso, Anjeri. Rammán no me ha abandonado. Me trajo aquí como esclavo para poner a prueba mi valor. Hará de mí un señor de las Dos Tierras y seré amigo del Horus y de la reina.
La cogió entre sus brazos y la hizo girar.
—¡Suéltame! —exclamó ella entre risas.
—No soy un esclavo, preciosa. Yo también seré rico y poderoso. Y tú te convertirás en mi esposa.
—¡Estás loco!
—¿Cuándo podré hablar con la reina? —insistió.
—En cuanto sea posible. Pero no podré hacerlo sola. Debo esperar al regreso de mi padre. Le contarás tu historia. Si conociste a la reina tanto como aseguras, supongo que querrá recibirte de inmediato.
Moshem estaba radiante. Su mirada brillante y los dientes perfectos acabaron seduciendo a la joven. Aquella noche, convencida como estaba de que no tardaría en ser la esposa de un príncipe beduino, cedió a las extrañas ansias que la embargaban desde hacía algún tiempo. Llevó al muchacho a un rincón secreto, al fondo del jardín de su padre y, por primera vez, se entregó a él.
Anjeri no albergaba la menor duda de que, con el retorno de Nebejet, el rey liberaría a Moshem y le confiaría alguna tarea de importancia con el objeto de complacer a la reina.
Pero no contaban con que al destino le gusta meter baza en el juego. El joven no había superado aún todas las pruebas que le depararía. De hecho, no habían hecho más que empezar.