Poco antes del final del mes de paini, Tanis recibió un correo de su padre donde le narraba los avances de los trabajos en la cantera. Esta correspondencia entre la joven y su padre había alcanzado la categoría de ritual. Le encantaba la poesía que desprendían los textos de Imhotep, ricos en expresiones metafóricas, llenas de colorido y gracia, que describían lugares o individuos. Nadie sabía usar los medunéteres como él. No obstante, Imhotep la ponía una vez más sobre aviso: más que nunca, tanto ella como Djoser debían estar atentos.
Tanis enrolló lentamente el papiro. La carta de su padre confirmaba sus intuiciones. Una fuerza nefasta continuaba rondando por los confines del Doble Reino. Pero ya no le tenía miedo. Ya la había derrotado en una ocasión. Y se sentía con fuerzas para hacerlo otra vez.
Con el inicio de epifi, el tercer mes de las cosechas, Djoser decidió organizar una cacería de hipopótamos en el lago Moer. Desde hacía siglos, los guerreros usaban escudos hechos con la piel de estos animales. Peligrosas e imprevisibles, estas cacerías se reservaban a los nobles y eran la ocasión idónea para que los jóvenes rivalizaran entre sí en audacia. Pobre del desafortunado arponero que cayera al agua en un momento inoportuno. Las fauces de los monstruos lo triturarían como a una cascara de nuez.
Eran unas bestias tan temidas como los leones o los cocodrilos. Según una leyenda, los campesinos asistían impotentes a la desaparición de sus cosechas, devoradas por las serpientes y los hipopótamos. Animales consagrados a Set y, en ocasiones, a Taueret, diosa de la fecundidad, era peligroso no mostrarse prudente con ellos so pena de soliviantar a las divinidades de quienes dependían.
La nave real, seguida de una importante flota de ricos navíos, trasladó la corte a Sedet, a orillas del lago Moer. La víspera de la cacería, el nomarca, Arenka-Ptah, organizó una fastuosa recepción de bienvenida al Horus. En torno del rey se agolpaba una multitud de señores impacientes por enfrentarse a los monstruos. El mismísimo Djoser iba a participar en la cacería. Su reputación como cazador era de sobras conocida y los interesados recurrían a mil y una tretas para ser admitidos en la falúa real. Para la persecución se usaban embarcaciones de grandes dimensiones, especialmente construidas para esa función. Las damas no quedaban en el olvido. Seguirían las operaciones de lejos, a bordo de una nave más importante.
Mientras los músicos y las bailarinas distraían a los invitados, los cumplidos y los retos volaban de un grupo a otro. Durante toda la velada, Kaianj-Hotep, que había abandonado su feudo de Hetta-Heri con motivo del evento, centró la atención con sus relatos escabrosos. Como de costumbre, un enjambre de preciosas jóvenes lo seguía, sabedoras de la importancia de mostrarse complacientes en presencia de los señores solteros.
Algunas no dudaban en aproximarse a Djoser, algo que no agradaba en absoluto a Tanis, que se sentía incómoda con la actitud de Kaianj-Hotep. Intentaba seducirla por todos los medios. Cautivaba a las mujeres gracias a su encanto y elocuencia y dejaba en manos de ésta la tarea de hechizar a los hombres. Muchas corrieron a ocultarse a los jardines perfumados, bajo la mirada divertida de Djoser. El rey disfrutaba con la exuberancia del señor, un personaje con quien era imposible aburrirse.
Semuré no participaba del júbilo general. Todo el mundo sabía de la bravura de un hipopótamo herido y no estaba muy conforme con la participación de Djoser, valiente como el que más. Pero era imposible pararle los pies al rey cuando se trataba de cazar.
Inmaj, que lo seguía como era habitual, trataba de arrancarle una sonrisa. En el fondo, Semuré se alegraba por suscitar en la mujer aquella adoración constante. Era la única que no prestaba atención a las sandeces de aquel canalla de Kaianj-Hotep, que tenía al resto de mujeres a sus pies. Por supuesto, reconocía que su reacción tenía algo de celosa. Antes de la llegada de aquel individuo, él era quien centraba las miradas de las mujeres, aunque también se había interesado por Inmaj y lo que descubrió en ella estaba lejos de desagradarle.
En la corte, todo el mundo la veía como a la última compañera del Horus Sanajt en lugar de como a la hija del traidor Ferá. La desgracia de su padre la convirtió en una mujer rica y libre. Habría podido tener a cuantos hombres hubiera querido, pero sólo tenía ojos para él. Llevaba meses rechazando sistemáticamente a los señores que solicitaban su mano. Al principio pensó que se las veía con una mujer irreflexiva a la que nunca le había faltado nada. Pero con el tiempo descubrió en aquella muchacha de dieciséis años a una mujer que había vivido y sufrido. No era nada caprichosa sino voluntariosa, y esa misma voluntad le había permitido superar las pruebas que se le habían presentado. Se acostumbró a su presencia y se sorprendía buscándola cuando no estaba.
En principio, las mujeres no participaban directamente en la cacería. Sin embargo, Inmaj temía por su héroe. Y había resuelto acompañarlo.
—¡Llévame! —le suplicó.
—¡Ni pensarlo! Es demasiado peligroso.
—¿Por qué?
—En ocasiones, el hipopótamo carga contra el barco. Puedes caer al agua y ser devorada.
—¿Y qué más te da? —respondió picona—. Siempre te burlas de lo que puede sucederme.
—¡Es falso! Y lo sabes. Precisamente porque me preocupo por ti me niego a que nos acompañes.
Ella se enfureció. Él le acarició la mejilla. ¿Se debía a la luz de las lámparas o al calorcillo del vino procedente de los oasis del sur? Pero el hecho es que veía a Inmaj cada vez más guapa. Su rostro infantil comenzaba a refinarse, a estirarse. Los ojos, repasados con kohl y malaquita, brillaban singularmente. ¿Mostraba la misma mirada brillante con otros hombres o la reservaba únicamente para él? Sintió un fugaz arrebato de celos. No habría soportado que mirara a otro del mismo modo.
—Obedéceme —dijo suavemente—. Te prometo que iremos a pasear por el Nilo después de la cacería, pero a algún lugar menos peligroso.
Besó levemente los labios sedosos de la joven. Creía haber dicho la última palabra, pero no contaba con la obstinación de ella. Era difícil resistirse a aquellos ojos brillantes, a la boca húmeda. La noche siguiente encontró la manera de introducirse, por vez primera, en el lecho de su ídolo.
Por la mañana, mientras Jepri-Ra inundaba el valle con su luz rosada, Semuré ya había cedido. Participaría en la cacería viajando a bordo de la falúa.
Poco antes del amanecer, una agitación febril se apoderó de la ciudad. A lo largo de todo el día se viviría al ritmo de la gran cacería que se preparaba. El palacio era demasiado pequeño para acoger a toda la corte, así que los notables de Shedet se ofrecieron a albergar a los señores, a sus damas y sus sirvientes.
Inmaj y Semuré encontraron refugio en la casa de un artesano de loza azul y verde destinada a ornar las moradas de eternidad. Sin duda, la joven fue el primer miembro de la corte en despertarse. La noche que acababa de vivir había superado sus expectativas. Semuré no la había decepcionado. Se cubrió con un velo de lino ligero y transparente y salió al jardín. Tenía ganas de proclamar su gozo a los árboles, a los animales cuyos sonidos se oían a lo lejos, en la sabana, al lago, al cielo donde palidecían las últimas estrellas.
La casa se encontraba en los confines de la ciudad. Después de franquear una puerta baja se encontró con un palmeral atravesado por un pequeño canal. Descalza, lo resiguió, llenándose los pulmones con el aire fresco de la mañana, plagado de aromas. Los recuerdos la embargaron.
A su pesar, había sido la amante de un rey. De un rey enfermo, achacoso, sometido a extraños cambios de humor, un rey cuya desesperación compartió cuando éste supo que el peso del poder, tan anhelado, le resultaba insoportable. Ya era demasiado tarde. Comprendió que detrás del monarca de ascendencia divina se ocultaba un hombre desgraciado, atrapado en un papel que no podía interpretar. Su debilidad y desasosiego lo convertían en un personaje patético. Lentamente, la enfermedad fue minando su salud, hasta sumirlo en un estado de sufrimiento permanente. Se vio abandonado y miserable, alejado de aquel hermano que acabó amando y rodeado de personas hostiles que aguardaban su muerte para dividirse su miserable reino. Ella fue su único consuelo, su joven amante de catorce años. Durante los últimos días, mientras todos acechaban ávidos el menor signo de desfallecimiento, fue la única en prodigarle afecto y cariño.
En cuántas ocasiones un Sanajt agonizante había evocado a su hermano admirado, recomendando a su amada que se reuniera con él en cuanto penetrase en el reino de las estrellas. Después de su muerte, ella quedó atrapada por las intrigas que habían sacudido la corte de Mennof-Ra. Viuda de un rey que no se había casado con ella, se vio mezclada, impotente, en los tejemanejes criminales que se iniciaron con el cuerpo del difunto aún caliente. Odió a Ferá, su padre, tembló en presencia del siniestro Nekufer y trató de esfumarse en medio de la tempestad posterior. Acabó huyendo para presentarse ante un príncipe de quien no sabía nada salvo que era, según Sanajt, el único heredero legítimo del trono de Horus.
Se unió a las tropas del futuro rey, que marchaban triunfantes por la capital, y se presentó ante él. En un primer momento notó su desconfianza, pero en cuanto ella le explicó su historia se produjo el milagro: el nuevo Horus la acogió con benevolencia, al igual que su esposa, la bella Nefertiti, a quien no había conocido con el nombre de Tanis. No obstante, apenas se unió al cortejo de damas de compañía de la Gran Esposa, ésta le propuso que la llamara por aquel nombre familiar. Entre ambas nació el afecto y la intimidad.
También conoció a Semuré, primo y amigo fiel del nuevo rey. No soñaba sino con una cosa: convertirse en su esposa. Sabía de su reputación de amante, pero no le importaba. A pesar de su juventud, Inmaj gozaba de algunas cualidades extrañas: la paciencia y la obstinación. Y hoy, por fin, había logrado su objetivo. Sabía que, tarde o temprano, Semuré la desposaría.
De repente le entraron ganas de aliviarse y buscó un lugar donde hacerlo oculta. Al contrario que sus conciudadanos, que satisfacían sus necesidades a la vista de todos, Inmaj era una persona muy púdica. Temerosa de que pudieran sorprenderla, se adentró entre la espesura de unos arbustos de tamariscos y se agachó. Fueron, sin duda, su salvación.
Al irse a levantar, oyó voces cerca de ella. Entre el follaje distinguió dos siluetas que charlaban en una lengua desconocida. Los dos hombres estaban a menos de diez pasos de donde ella se encontraba. Aparentemente no la habían visto. Uno de ellos le daba la espalda. El otro debía de ser nubio. Su cuerpo, de piel negra como el azabache, estaba adornado con plumas y escarificaciones. De un collar colgaban numerosos amuletos y dientes de animales. Tenía los dientes afilados, reforzando así la ferocidad de su mirada. Inmaj ya había visto individuos como ése. Algunos formaban parte del ejército del rey Neteri-Jet cuando venció a Nekufer. Procedían del extremo sur de Nubia y recibían el nombre de ñam-ñam. Guerreros temibles, las leyendas afirmaban que devoraban a sus enemigos. Un escalofrío le recorrió la espalda. Contuvo el aliento por miedo a delatarse.
No comprendía de qué hablaban. Lo hacían con rapidez, elevando en ocasiones el tono, como si discutieran. Miraban continuamente y de manera furtiva alrededor; temían ser vistos juntos. Finalmente, uno de los ñam-ñam sacó de su alforja un frasco de barro cocido que entregó al otro y luego se alejó mascullando.
El otro permaneció inmóvil un minuto más. Vestía una larga túnica de lino, como las que llevaban algunos sacerdotes. De repente, se sobresaltó y empezó a escrutar en derredor. Inmaj temió haber sido descubierta. El nombre volvió la cabeza hacia ella, que tuvo que morderse la mano para no gritar: el hombre carecía de la mitad izquierda del rostro, devorada por el fuego. Sólo un pequeño ojo negro se veía en medio de aquella carne brillante y abotargada. Observó asimismo que el brazo izquierdo también había sufrido quemaduras y que le faltaban tres dedos de la mano. Los muñones de los dos dedos restantes formaban una pinza amenazadora.
Inmaj se echó a temblar. No cabía duda de que aquel tipo era peligroso. Ni siquiera podía pedir socorro. La vivienda más cercana se encontraba a un cuarto de milla. Se esforzó en permanecer tan inmóvil como pudo, esperando que el follaje no la traicionara. De repente, un cercano batir de alas resonó. El hombre dio un respingo. Aunque ella estuvo a punto de gritar, se contuvo. Un ibis alzó el vuelo. El individuo gruñó y se alejó.
Por miedo a que el hombre le hubiera tendido una trampa, la joven aguardó unos minutos antes de ponerse en marcha, calmando así los desordenados latidos de su corazón. Salió de los arbustos y corrió hasta la casa sin mirar atrás. Una vez en la habitación, se refugió en brazos de Semuré, que acababa de levantarse.
—¡Hola! ¿Qué sucede, preciosa?
Aún temblando de miedo, le contó su aventura. Semuré reaccionó de inmediato.
—¿Un ñam-ñam? ¡Por los dioses!
La estatuilla maléfica que a punto había estado de costarle la vida a Tanis procedía de Nubia. ¿Y si el frasco que un guerrero le había entregado al otro contenía veneno? ¿Intentarían de nuevo asesinar a la reina? Se vistió apresuradamente y mandó llamar a sus capitanes. Algo más tarde, se presentó en el palacio del nomarca para reunirse con Djoser y darle a conocer las noticias. Éste lo recibió directamente en su habitación. Ilusionado como estaba por la cacería, el rey no acogió bien esa nueva llamada de la realidad. Gruñó:
—¡Esos malditos perros no me dejarán nunca en paz! —Se volvió hacia Inmaj—. Demos gracias a los dioses, no obstante, pues guiaron tus pasos, mi bella prima.
—Entretanto, hemos de ser más prudentes si cabe —declaró Semuré—. No sabemos cuándo ni cómo actuarán esos canallas.
—Tanis irá a bordo de la falúa de caza —añadió Djoser—. Sería muy fácil que un traidor se mezclara con los servidores del navío de las mujeres.
—Te acompañaré —dijo Semuré—. Estaré ahí para protegerte.
—¿Renuncias a cazar desde tu propia falúa? —respondió sorprendido Djoser.
—¡Tu vida es más importante!
—¿Y yo? —dijo Inmaj.
—¿Tú? Lo mejor será que te quedes en el barco de las mujeres —dijo Semuré, algo avergonzado.
—Pero me prometiste…
Bajó la vista, consciente de que no podía imponer su presencia a bordo de la falúa real. Tanis la cogió de los hombros.
—Vendrás con nosotros. Así no seré la única mujer a bordo. Y sé que estarás atenta para protegerme.
Entusiasmada, Inmaj la abrazó impulsivamente.
La cacería del hipopótamo transcurría según un ritual preciso. Como fuera el símbolo de Taueret, la diosa que presidía los partos, era preciso iniciarla ofreciéndole un sacrificio. Las bestias que iban a ser abatidas pertenecían, en realidad, al dios rojo, a quien estaba vinculado el hipopótamo en la región del Delta. A excepción del hombre, ningún otro depredador poblaba la zona, y los animales tendían a multiplicarse. Varios sacerdotes se encargaban de mantener al día el recuento de animales con el objeto de determinar el número que podían ser cazados. Así, los egipcios disponían de un número de bestias que les proporcionaban piel.
Según el ritual cotidiano, Djoser, en tanto que sumo sacerdote del Doble Reino, penetró en solitario en el santuario de Shedet. La naos, un retablo de madera labrada, estaba presidida por una estatuilla que representaba a Ma’at, reconocible por la pluma de avestruz que le tocaba la cabeza. El soberano la cogió y la alzó con fervor, para preservar así el equilibrio entre las fuerzas divinas y ahuyentar el caos del país. Después pronunció unas palabras tradicionales para calmar a Taueret.
Satisfechas las ceremonias sacramentales, la corte se dirigió al lago bajo la mirada entusiasmada de los ciudadanos. A cinco millas de Shedet se encontraba la población de Bejen-Sobek, llamada así en homenaje al dios cocodrilo cuyo lago era el territorio idóneo para la caza. Lejos de las regiones habitadas, era imprescindible permanecer vigilante ante los centenares de reptiles que poblaban los lugares.
La falúa real era una nave larga y robusta, impulsada por unos cuarenta remeros. La proa y la popa sobresalían del agua de modo que los vigías pudieran localizar a las presas. Éstos mantenían el equilibrio aferrados a una barandilla de madera.
Además de la pareja real, otras veinte personas subieron a bordo, entre quienes Semuré reconoció a Kaianj-Hotep y a tres de sus inseparables cortesanos. Los sirvientes llevaron comida y bebida a la popa, pues la cacería ocuparía buena parte de la jornada. Las falúas de Pianti y Setmosis, y otras dos, probarían suerte a su vez. La gran nave destinada a las damas de la corte seguía a los barcos. La flota de caza se completaba con un enjambre de botes cuya misión era acercar a las orillas las presas abatidas.
Gracias al esfuerzo de cuarenta remeros, la falúa real se alejó de la ribera y ganó las aguas más profundas. La flota se desplegó rápidamente, entre gritos de alegría. Un viento tibio, cargado de aromas acuáticos, hacía ondear las enormes velas. Los ibis y las ocas salvajes se elevaron sobrevolando una plantación de papiro en cuanto los navíos tomaron rumbo al oeste, hacia el lugar donde la víspera había sido avistada una manada de paquidermos.
A lo largo de la orilla había una serie de poblados de pescadores y campesinos. Aquellos lugares trajeron recuerdos a Djoser. Unos años atrás, había combatido a un enemigo sanguinario que masacraba a los habitantes de aquellas aldeas. Recordó los cuerpos empalados y devorados por las aves carroñeras. Por aquel entonces creía que Tanis había muerto, engullida por los cocodrilos al intentar escapar del destino funesto al que la había condenado Sanajt. Sólo una idea ocupaba su mente: morir en el combate. Pero los dioses no estaban de acuerdo. La expedición, encabezada por el general Merurá, lo condujo hasta Kattara, donde se impuso a los guerreros del desierto y recuperó los galones de capitán que le habían sido arrebatados por el odio de su hermano.
Durante un tiempo aquella región permaneció desierta en previsión de posibles ataques de beduinos. Sin embargo, con su ascenso al trono, decenas de familias volvieron a poblar las aldeas y construyeron nuevas casas. Aunque se firmó la paz con las tribus, por precaución Pianti destinó una importante guarnición a Shedet, que patrullaba a lo largo de la orilla del lago.
De pie en la proa, un vigía escrutaba con atención la superficie de las aguas. Junto a Semuré, Inmaj no se perdía ni un detalle de la cacería. En el puente, los cazadores preparaban unos largos arpones con puntas de sílex cuidadosamente afiladas. Unos flotadores de piel de antílope iban atados a cada uno de ellos, que sólo servían para asustar al hipopótamo y obligarlo a salir a la superficie. Los flotadores, que ascendían hasta la superficie, permitían seguir los movimientos de los animales.
Los vigías de proa observaban las verdosas profundidades de los lagos esperando divisar las burbujas que delataran la presencia de un paquidermo sumergido.
En las orillas bañadas por el sol se alternaban grandes campos de papiro con playas de arena donde dormitaban enormes cocodrilos. Esos saurios eran el motivo del otro nombre de Moer: el lago de Sobek. Grupos de boyeros avanzaban sin miedo por entre sus dentaduras o carcasas. Las plantaciones de papiro estaban habitadas por gran cantidad de pájaros: ibis, ocas, grullas, patos, flamencos… En ocasiones, el ruido de la flota molestaba a las aves y entonces una bandada se elevaba en medio de las piadas y los graznidos que despertaban lejanos ecos.
Unas aguas glaucas llegaban de los resabios acuáticos, espesos y perfumados. De vez en cuando, los bancos de peces, sombras furtivas que desaparecían en la nada verde y azul, bajo la superficie, huían ante el batir de los remos. Reclinada en el puente, junto a Tanis, Inmaj casi había olvidado por completo el rostro quemado del ñam-ñam, aunque su recuerdo aún reaparecía de vez en cuando para asustarla y provocarle un escalofrío. Estaba convencida de que, de haberla visto, aquellos hombres la habrían asesinado.
A media mañana la flota llegó a un punto ocupado por un rebaño de unas cuarenta bestias. Algunos hipopótamos pacían tranquilamente, en las orillas. La mayoría se dejaban mecer por las aguas calmadas, permitiendo que sobresalieran las orejas y los hocicos. Algunos eran tan grandes que se asemejaban a pequeñas islas negras a la deriva, por la superficie del Moer. Un paquidermo expulsaba un chorro de vapor. Los gritos de alegría inundaron las falúas.
El estrépito puso en guardia a los animales, que se hundieron bajo las oscuras aguas, huyendo en dirección opuesta, hacia el norte. Mientras los remeros redoblaban esfuerzos para darles caza, las barcas que tenían como cometido sacarlos a flote se desplazaron formando un círculo que impediría que huyeran hacia la parte más ancha del lago. Un hipopótamo podía permanecer entre cinco y ocho minutos bajo el agua, tiempo suficiente para escapar. A menos que pudiera seguírsele el rastro gracias a los flotadores.
Poco a poco, las embarcaciones fueron conduciendo a las bestias hacia los arponeros. En cuanto estuvieron cerca de la manada, los capitanes dieron orden a los remeros de batir el agua para asustar a los hipopótamos. Instantes después, la superficie del lago se vio agitada violentamente. Aparecieron las cabezas de los monstruos exhalando chorros de agua. Algunos cargaron contra las falúas pero, asustados por el tamaño del adversario, dieron media vuelta y volvieron a sumergirse.
Fueron necesarias varias maniobras para conseguir aislar a algunos especímenes. A bordo de las naves, la algarabía era tremenda. Varios hipopótamos habían abierto un pasillo en el cerco de la flota y habían logrado huir a aguas abiertas. De repente, un viejo macho emergió casi bajo el barco de Djoser, quien se abalanzó sobre la proa empuñando un arpón. El animal golpeó el casco de la falúa, lanzando al rey contra la batayola de madera. El resto de cazadores, entre quienes se encontraban Semuré y Kaianj-Hotep, cayeron brutalmente contra el puente. Tanis e Inmaj, previendo la maniobra, se habían asido con firmeza a la parte trasera, donde los sirvientes, enmudecidos y aterrados, no osaban hacer el menor gesto. Djoser se puso en pie con decisión y, con pulso firme, lanzó el arpón contra el lomo del animal. Éste abrió su bocaza y emitió un gruñido impresionante. Inmaj chilló de terror. El hipopótamo se alejó del barco y volvió a sumergirse. Sin embargo, los flotadores de antílope lo delataban y Djoser dio orden de perseguirlo.
A cada aparición del hipopótamo, Djoser le lanzaba otro arpón. La superficie de las aguas comenzaba a teñirse con un rastro sangriento. A causa de las heridas y la fatiga, la duración de las inmersiones del animal disminuía. Djoser aguardaba el momento en que, exhausta, la bestia ya no tendría fuerzas para volver a sumergirse. Entonces cogería una enorme maza de dolerita y saltaría a lomos del animal. Abatiría el arma con todas sus fuerzas sobre su cráneo, justo detrás de la nuca. Habría que remolcar el gigantesco cadáver hasta la orilla, donde los descuartizadores tomarían el relevo.
Semuré, igualmente apasionado por la persecución, bajó la guardia. De pronto, un grito lo devolvió a la realidad. Inmaj señalaba uno de los esclavos con un dedo acusador.
—¡Lo he visto! Acaba de verter el contenido de un frasco en el ánfora destinada al Horus.
A su lado, Tanis la contemplaba sin entender nada. El hombre incriminado parecía petrificado. Semuré, de pie al lado de Djoser, se precipitó a la popa. Kaianj-Hotep fue más rápido y saltó sobre el esclavo, que empezó a gemir de terror y a insultar a Inmaj.
—¿Estás segura de lo que has dicho?
—¡Sí, señor! Esta mañana oí una conversación entre un nubio y un hombre con el rostro quemado. El primero le entregó un frasco al segundo. —Le arrebató el frasco al sirviente—. Y es este mismo frasco. ¡Lo reconozco! —insistió Inmaj.
—¡Miserable! —exclamó Kaianj-Hotep, enfurecido—. ¡Quisiste envenenar a tu rey!
Con un gesto brusco, el esclavo se liberó y saltó como un gato hacia la popa.
—¡Noooo! —gritó Semuré—. Hemos de capturarlo con vida.
Pero Kaianj-Hotep no prestaba atención. Despechado por haber permitido que escapara el prisionero, cogió un arpón y lo lanzó con todas sus fuerzas. La lanza silbó y se hundió en la espalda del servidor felón y la punta de sílex le salió por el pecho. El fugitivo lanzó un chillido estridente y cayó al agua. En ese instante el hipopótamo, enloquecido por las múltiples heridas, ganó de nuevo la superficie. El esclavo aulló al ver cómo las enormes mandíbulas se abrían ante él. Petrificada, Inmaj vio al monstruo abalanzarse sobre el desgraciado. Un grito agónico y espantoso le perforó los oídos y culminó con un crujido siniestro. Inmaj distinguió, a través de las lágrimas, dos trozos de cuerpo humano a la deriva por la superficie enrojecida de las aguas. Aterrada, gritó mientras el monstruo volvía a sumergirse. Se precipitó contra la batayola para vomitar.
Furioso, Semuré hizo un aparte con Kaianj-Hotep.
—¿Por qué lo has matado? El esclavo no era más que un secuaz.
—¡Te prohíbo que me hables así! —respondió agriamente el cortesano—. Ese miserable no merecía vivir. Ha intentado matar al rey.
—¡Podría haber confesado quién le encargó semejante vileza!
—Si protegieras al rey con más eficacia, no pasarían estas cosas.
Ambos parecían a punto de pasar a las manos.
—¡Callaos! —exclamó Djoser.
Los antagonistas guardaron silencio. El rey se dirigió a Kaianj-Hotep.
—Semuré tiene razón, amigo. Tu reacción es una muestra de afecto, pero el hombre podría habernos dicho para quién trabajaba. Ya intentaron acabar con la reina.
Kaianj-Hotep bajó la cabeza, incómodo.
—¡Perdonad a vuestro servidor, oh Luz de Egipto! Lo ignoraba. La cólera me ha cegado. —Se volvió hacia Semuré—. En este caso; acepta mis humildes excusas, amigo Semuré.
El jefe de la Guardia Azul asintió mascullando. Odiaba a Kaianj-Hotep, así como sus modales obsequiosos. Bastaba que Djoser alzara la voz para que empezara a reptar. Pero sabía que tras sus disculpas no había el menor atisbo de sinceridad.
Un choque violento devolvió a los cazadores a la realidad. El viejo macho, excitado por la sangre y los arpones, había vuelto a la carga y se abalanzaba contra el navío. Un grito de terror rasgó el aire. Inmaj, sorprendida por la colisión, había caído por la borda. Semuré sintió el miedo en su estómago. Se acercó a la batayola para ver dónde se encontraba el monstruo. Éste, encolerizado, aún no se había percatado de la presencia de la joven, que se debatía a pocas brazadas de la falúa. Tanis cogió una cuerda y la lanzó hacia la náufraga, quien consiguió asirla. La reina tiró con todas sus fuerzas, ayudada inmediatamente por varios cazadores.
De pronto, el hipopótamo salió a la superficie no lejos de donde se encontraba Inmaj, que lanzó un grito de pánico. Pero Tanis multiplicó los esfuerzos. Al ver que la presa huía, el paquidermo se acercó a la falúa. Djoser subió a la popa y saltó sobre el lomo del monstruo. Con una precisión formidable, alzó la maza de diorita y la descargó con violencia contra la nuca. Se produjo un crujido siniestro. El animal se sacudió brevemente y quedó inmóvil. Cerró la mandíbula, inofensiva. Lentamente, el cuerpo se aproximó al casco de la falúa, a la altura de Inmaj. Horrorizada, la joven soltó la cuerda y volvió a caer al agua. Semuré se lanzó para rescatarla.
Instantes después, todos estaban en el puente. Inmaj aún temblaba. De no haber sido por la rápida intervención del rey y la reina, habría acabado despedazada, como el esclavo.
De noche, los imponentes cadáveres de seis hipopótamos llegaron a las orillas. La carne se consumiría durante las festividades siguientes. Sin embargo, los mejores trozos se reservaban para los sacerdotes, los únicos que podían comer carne de hipopótamo fuera de las fiestas rituales. La grasa serviría para alimentar las lámparas, mientras que con la piel se confeccionarían nuevos escudos. Incluso los dientes se aprovecharían en joyas o amuletos.
Kaianj-Hotep parecía haber olvidado su torpeza. Como de costumbre, platicaba rodeado de un grupo de cortesanos a quienes narraba la caza con la ayuda de su elocuencia y su dudoso sentido del humor.
A cierta distancia, Semuré hablaba con Inmaj.
—Por culpa de ese imbécil —refunfuñó— no sabremos quiénes eran los hombres que viste esta mañana. Un sacerdote y un nubio no es una descripción muy detallada. El único indicio del que disponemos es el rostro quemado. Daré órdenes de que lo busquen. Lo del ñam-ñam será más difícil.
Examinó el resto del contenido del frasco, recuperado por Inmaj. Se trataba de un somnífero rápido que, diluido en vino, no dejaba rastro. Semuré comprendió el objetivo de aquellos canallas. Los servidores solían ofrecer cada tanto bebida a los cazadores. El criminal quería que el rey tomara aquel vino antes del ataque. Aturdido, Djoser habría sucumbido ante el hipopótamo. Como durante el parto de Tanis, la gente lo habría considerado un accidente.
La perfidia de aquellas maquinaciones dejó estupefacto a Semuré. No sería fácil desenmascarar a sus autores. Por fortuna, Inmaj había sorprendido la maniobra del esclavo. La estrechó contra él, emocionado. Si Djoser aún estaba con vida, se lo debían a ella.