Capítulo 19

Después de veinte días de viaje, el navío de Imhotep avistó finalmente Yeb, la primera ciudad situada después de la Primera Catarata. Impulsada por el viento del norte y con la vela mayor izada, la larga falúa del Gran Capataz del rey navegó río arriba, cruzando sucesivamente las ciudades de Menaf-Jufu, Siut, Jent-Min, Tis, Denderah, Gebtú, Nejen y Edfú. Imhotep se detuvo unos días en Nejen, antigua capital del Alto Egipto, correspondiendo a la invitación del nomarca. Constató el estado de deterioro de algunos templos y monumentos y se prometió regresar para devolver a la ciudad el esplendor del pasado.

Yeb, que significaba «elefante» en el lenguaje de los símbolos sagrados, gozaba de una tradición militar fruto de su ubicación en el extremo sur del Alto Egipto. En la orilla occidental del Nilo, fortificaciones y fortines habitados por los soldados, en previsión de una siempre posible invasión nubia, protegían la ciudad. Incluso si el rey Neteri-Jet había sellado una sólida alianza con el nuevo rey, Hakurna, persistía la amenaza de una rebelión comandada por algunos príncipes de Kush que no habían aceptado la derrota.

La ciudad era un importante centro comercial al que acudían los comerciantes y los nómadas de los valles altos del Nilo a ofrecer sus productos: marfil, oro, plata, incienso, especias, pieles de leopardo, de búfalo, madera de ébano y de caoba, nácar o esclavos capturados en los bosques tropicales.

Mientras el navío penetraba lentamente en el muelle gracias a la acción de los remeros, Imhotep contempló a lo lejos cómo se estrechaba el valle que conducía al sur. En aquel punto el río se cerraba, los rápidos dominaban el cauce y unas enormes rocas jalonaban el curso durante unas cinco millas. Esa misma angostura, que dificultaba la navegación fluvial, recibía el nombre de Primera Catarata. Una vez superada, el río volvía a ensancharse hasta formar una suerte de lago donde se encontraban varias islas dedicadas a los dioses.

Al bajar a tierra, Imhotep fue calurosamente recibido por Jem-Hoptah, el gobernador del primer nomo. El anciano recordaba aún la fabulosa epopeya de Djoser que le condujo hasta el trono de Horus, una aventura que tuvo su inicio en esa ciudad, cuando el futuro rey supo que su tío Nekufer se había aprovechado de la muerte del antiguo soberano para apoderarse de las dos coronas. A pesar de la inferioridad militar del joven, él se puso rápidamente de su lado. Dada su edad, no pudo participar en la extraordinaria campaña que siguió y que culminó con el triunfo de Djoser, aunque conocía todos los detalles, que los guerreros narraban una y otra vez.

—¡Que Jnum te proteja, amigo mío! —dijo abriendo los brazos a Imhotep.

—Mi corazón se alegra de verte tan lozano, estimado Jer-Hoptah.

En efecto, a pesar de los setenta años, él conservaba un paso firme y una vista perfecta, y se rumoreaba que aún respondía en el lecho.

—Tu correo me advirtió de tu llegada hace sólo tres días. No he tenido tiempo de hacerte preparar un aposento.

—¿Has convocado a los mejores talladores del nomo?

—Fue lo primero que hice. Se reunirán contigo mañana.

Al día siguiente, treinta artesanos se alinearon delante de Imhotep, acompañado de su escriba Narib, quien anotaba escrupulosamente cada una de sus decisiones. Les explicó que deseaba contratarlos para abrir una cantera de la que extraerían bloques de granito rojo de cinco codos de largo. Los obreros consideraron absurda la idea. Uno de ellos reaccionó en nombre de sus camaradas.

—Señor, jamás podremos extraer bloques de semejante tamaño. El granito es demasiado duro. Se quebrarán.

—Todo depende del procedimiento —respondió Imhotep.

Al mediodía, escoltados por los guerreros a las órdenes del nubio Chereb, Imhotep y los talladores de piedra alcanzaron una colina situada a poca distancia de Yeb, de donde procedían algunos bloques de granito rosa destinados a engalanar los templos locales en forma de dinteles u ornamentos murales.

Por el camino se cruzaron con un rebaño de elefantes, animales que habían dado su nombre a la ciudad. Un viejo macho observó la comitiva, agitó sus enormes orejas y emitió un berrido para advertir a los intrusos que no se aproximaran a los suyos. Imhotep se percató de la presencia del animal sin llegar a verlo. Una duda lo asaltaba: tal vez estaba demasiado confiado. ¿Y si su demostración culminaba con un fracaso? Se reprendió por concebir semejante idea. No podía fallar. Los rollos sagrados jamás mentían.

Poco antes de su partida se desplazó hasta el Laberinto en compañía de Hesirá. Recordaba haber estudiado un viejo volumen que narraba el fabuloso viaje de un Iniciado, también tallador de piedra. Se dirigió hacia las regiones de Occidente, más allá del Gran Verde. Conoció a los Pueblos del Mar y continuó hacia lugares desconocidos donde la vegetación, los animales y las rocas eran totalmente diferentes a los del Doble Reino. En su odisea, recopiló gran cantidad de datos sorprendentes, cuidadosamente conservados en la cripta secreta. Imhotep se acordaba de un pasaje en particular, que le marcó profundamente cuando no era más que un joven noble sin fortuna y enamorado de una princesa. El viajero evocaba un pueblo de hombres rudos, vestidos con pieles de lobos y uros que vivían en un extraño país donde el mar y la tierra se mezclaban íntimamente, tanto que nadie sabía dónde comenzaba uno y acababa el otro. Además, el mar sufría un fenómeno inexplicable: invadía la tierra dos veces al día, retirándose posteriormente. En aquella época, el fenómeno intrigó a Imhotep. Y lo presenció en persona cuando se trasladó a la región de Punt.

Emocionado, encontró el viejo rollo de papiro y, en especial, el pasaje más sorprendente. Aquel pueblo solía alzar piedras de granito en honor de los dioses. El viajero egipcio había estudiado con detenimiento cómo extraían los bloques y trasladó todo ese saber al tomo.

La historia quedó grabada en el recuerdo de Imhotep, quien llevó a cabo, mucho tiempo después, algunos experimentos que se demostraron concluyentes. En aquella ocasión, ante unos obreros escépticos, no cabía el error.

Una vez en el lugar, ordenó limpiar una gran superficie de granito que asomaba. Terminada la operación, estudió con atención la roca, palpándola con la mano. Parecía notar las débiles vibraciones que la recorrían, como si la vida, una vida misteriosa radicalmente diferente a la del ser humano, fluyera por ella. Tenía la impresión de estar en comunión con la piedra, de sentir su energía. Con el tacto aprendía tanto acerca de la orientación como con la vista. Una vez concluyó el examen marcó, con la ayuda de tinta roja, varios puntos en la superficie de granito. Llamó a Chereb, quien trajo una jarra que contenía petróleo, un líquido nauseabundo de color negro que se encontraba en el desierto. Mezcló fibra de palma seca y coló el producto hasta que unió los puntos marcados, delimitando la superficie de una piedra. Los hombres del mar usaban resina, aunque el petróleo también podía servir. Lo importante era calentar suficientemente la roca. Intrigados, los canteros observaban. Vieron cómo inflamaba la pasta negruzca, que empezó a arder desprendiendo una humareda acre y espesa. Posteriormente, a una orden de Imhotep, los guerreros le arrojaron agua del Nilo. De la roca ardiente se elevó un telón de vapor, extinguiendo los rescoldos del fuego. Se oyó un crujido siniestro. Boquiabiertos, los obreros se aproximaron y constataron una clara fisura en el granito. Se oyeron exclamaciones de estupefacción.

—La hendidura es perfecta —dijo un joven—. Sois un mago, señor.

—El sistema es ingenioso —respondió otro—, pero el bloque no se ha desprendido. Se resquebrajará en cuanto golpeemos la masa.

—Un poco de paciencia —pidió Imhotep—. Aún no he acabado.

Volvió a llamar a Chereb, quien llegó con un saco con cantoneras de madera de acacia que había puesto a secar al sol. Con la ayuda de una maza, las hundió una tras otra en las grietas de la piedra. Intrigados, los obreros siguieron observando. Imhotep ordenó a los guerreros que las regaran copiosamente. El obrero escéptico puso mala cara y se encogió de hombros.

—La madera es menos dura que el granito —gruñó—. ¿Cómo esperáis qué…?

Pero no pudo acabar la frase pues se oyó un nuevo crujido. En esta ocasión, el bloque se desprendió claramente del filón. Debía de medir más de cinco codos de largo. Imhotep, aliviado, se plantó ante el detractor.

—No juzgues negativamente lo que no conoces antes de haberlo comprendido, amigo mío. Y no subestimes la fuerza de la madera. ¿Cómo crees que los árboles enraizados en las rocas logran quebrarla?

—Perdonad a vuestro servidor, señor. Soy un pobre idiota. Pero lo que acabo de presenciar es tan…, mágico.

Imhotep enseñó su saber a los jefes del equipo encargados de la cantera. Llegó a un acuerdo con Jem-Hoptah para la construcción de una ruta que permitiera transportar los materiales desde la cantera hasta las orillas del Nilo, donde unos enormes navíos arribarían en busca de los bloques.

Los obreros, que no sabían quién era Imhotep antes de aquella sorprendente demostración, sintieron por él una especie de veneración que se tradujo en un sobrenombre: el Mago de las Piedras, aunque el apodo quedó simplemente en el Mago.