Capítulo 18

Pakussa, una pequeña población más allá de Iunú,
la ciudad del Sal, río abajo…

La joven Tiyi se enjugó la frente perlada de sudor. Sus ojos reflejaban las llamas del horno en que se disponía a cocer el pan del día siguiente. Vigiló con la mirada a los dos niños, dormidos sobre una estera en una esquina de la habitación, y suspiró. Aunque Pakussa no había sido escenario de aquellos crímenes espantosos de que hablaban los viajeros, tampoco había conocido la paz durante la ausencia de Jaram, su marido. Por supuesto habían doblado la guardia, aunque su casa quedaba alejada del poblado. Sola con sus dos hijos de tres y cuatro años, no se sentía segura.

Pero ya no tenía nada que temer. Desde hacía tres días, Jaram había regresado de Mennof-Ra, adonde había sido llamado por el Horus Neteri-Jet. Le habló de la fabulosa obra en que trabajaba, de los enormes bloques que transportaban desde la cantera de Turah hasta la llanura de los dioses. Le narró las tareas de los talladores de piedra, las atenciones que recibían los heridos por parte de aquel curioso enano de piel negra, sin parangón a la hora de devolver a su lugar un miembro dislocado o reducir una fractura. Evocó el extraño edificio que se alzaba lentamente en el corazón de la Explanada de Ra, llamada Sakkara a partir del nombre del halcón sagrado: una mastaba de piedra, de veinte codos de alto, muros oblicuos y que crecía a cada día que pasaba.

Aquella noche, Jaram asistió a una reunión con el resto de hombres del pueblo, en su mayoría pescadores, pastores y recolectores de papiro. Ella sabía cuál sería el tema del encuentro: la extraordinaria construcción en la que volverían a tomar parte cuando llegara la próxima crecida. No se cansaban de hablar. Todos echaban a volar su imaginación para intentar adivinar el aspecto final del edificio. Con todo, incluso los capataces desconocían a qué se asemejaría.

Tiyi cogió los panes y los colocó con destreza en el horno. Al calor de las brasas se cocerían suavemente hasta la mañana siguiente. De repente, un fenómeno insólito llamó su atención. El perro, que ladraba más que de costumbre, emitió un chillido curioso y se calló. Inquieta, ella se aproximó a la ventana. La palidez de la luna difundía sólo un resplandor azulado que dejaba en penumbras las siluetas de las palmeras. Nada se movía. Llamó al perro, sin obtener respuesta.

Un instante después, el horror se apoderó de toda la escena. Una criatura monstruosa, como surgida de la nada, se alzó ante ella. La mujer dio un salto hacia atrás, a la manera de los gatos, mientras el terror líquido anegaba sus venas. Aquella cosa abominable penetró en la casa, seguida rápidamente por otras dos. Tiyi chilló y rodó por el suelo. En un momento de lucidez, observó que los seres tenían cuerpo de humanos y una espantosa cabeza animal que recordaba a la de una serpiente. Un resplandor metálico brilló con la luz procedente del horno: por encima de a cabeza de la mujer se elevó un hacha que la golpeó en la espalda. El insoportable dolor la paralizó. Quiso gritar, pero el quejido no salió de su garganta. En un esfuerzo sobrehumano, reunió fuerzas para reptar hasta la estera donde reposaban sus hijos. Éstos, brutalmente despertados de su sueño, lanzaron chillidos estridentes.

Un segundo golpe hizo que la mujer se desplomara. Una mano la cogió de los pelos y la hoja de una espada le cortó la garganta sin que pudiera hacer nada por defenderse. Un líquido acre y cálido brotó y empapó su pecho hasta que perdió la respiración. Las garras del monstruo la lanzaron con brutalidad y la cabeza de la mujer golpeó el muro violentamente.

Animada aún de un extraordinario instinto de supervivencia, se aferró a la piedra y se volvió. Con los ojos anegados en lágrimas de rabia e impotencia, vio a una de las bestias precipitarse sobre los niños aterrados y golpearlos en un intento por acallarlos. Los dos restantes los atraparon como fardos de trapo y los cargaron a hombros. Tiyi trató de pedir ayuda, pero la sangre que manaba de su garganta se lo impedía. El primer monstruo se acercó a ella de nuevo y alzó el hacha para concluir el trabajo. Aterrorizada, ella cerró los ojos. Se produjo un leve silbido y un ruido seco, pero no fue alcanzada. Temblorosa, abrió otra vez los ojos y vio a su agresor, tambaleante, las manos a la altura del cuello, traspasado por una flecha. Le habría gustado gritar, pero sólo logró emitir un atroz gorgoteo. El hacha cayó al suelo quedamente. La criatura monstruosa se arrodilló y se derrumbó sobre ella. Horrorizada, Tiyi percibió las sacudidas agónicas del cuerpo antes de desplomarse, inerte, rompiéndole ambas piernas. En ese momento tuvo la impresión de que el rostro de la bestia se descomponía y mostraba unos rasgos humanos paralizados por la muerte.

Las otras dos criaturas habían desaparecido, llevándose consigo a los niños. Por unos instantes que le parecieron eternos, Tiyi trató de recuperar el aliento, tosiendo y esputando sangre. Se llevó la mano al cuello para detener la hemorragia. Ni siquiera había pensado que podría haber muerto, sólo le preocupaba la suerte de sus hijos. Pero se sentía demasiado débil. No podía ni moverse. Un dolor atroz le barrenaba los riñones, al tiempo que continuaba sufriendo por su hombro derecho.

De repente, la puerta se abrió. Un ejército de sombras que se movían y gritaban, la guardia del señor Imhotep, invadió la casucha. La asaltó un resto de esperanza. Ignorando su dolor, aunque incapaz de gritar, tuvo fuerzas para señalarles el exterior con una mano. Acto seguido, los guardias se lanzaron tras los monstruos. Únicamente la férrea voluntad de Tiyi le evitó sumirse en la nada; le habría encantado participar en la cacería, transformarse en leona para despedazar con sus propias fauces a aquellos seres abominables. Pero se sentía tan débil… Una mirada ansiosa se posó sobre ella. Reconoció a Jaram. Y perdió el conocimiento.

La caza de los hombres no tardó en organizarse. Jerseti, capitán de la guardia de Iunú, estaba de ronda en Pakussa. Observó que una de las casas, apartada del pueblo, podría ser un objetivo idóneo para lo que los campesinos de la región habían bautizado como la Bestia. Así, ordenó que uno de los guerreros montara guardia de manera discreta en cuanto vio que Jaram la abandonaba. El soldado percibió a tres siluetas que mataron al perro, reptaron hasta la ventana y se introdujeron en la casa. Inmediatamente, dio la voz de alarma, aunque ya era demasiado tarde para impedir que la joven Tiyi fuera herida de gravedad.

Los dos monstruos trataban de escapar de una treintena de guerreros y campesinos enardecidos, decididos a darles caza. Rápidamente, se deshicieron de los niños, que rodaron por el suelo dando gritos. Jerseti se detuvo. Una vez constató que no estaban heridos, ordenó que prosiguiera la persecución. Las órdenes eran claras: había que evitar que aquellas criaturas volvieran a atacar.

Al poco, los monstruos alcanzaron las orillas del Nilo. A la pálida luz de la luna, Jerseti distinguió la silueta de una falúa que se dirigía hacia el centro del río. Sin embargo, los dos fugitivos aún se encontraban en la ribera. Sin duda sus cómplices los aguardaban, aunque prefirieron huir nada más oír el fragor de la persecución.

Unos instantes después, Jerseti y sus hombres alcanzaron a ambos criminales. Rodeados, lanzaron gritos de rabia. Se habían desprendido de las máscaras y dejaron ver unos rostros desencajados por el odio. Jerseti mandó detenerse a los campesinos, ansiosos por despedazarlos.

—¡Rendíos! —exclamó el joven capitán.

No hubo respuesta. Los dos hombres dirigieron la vista al río. La falúa ya estaba lejos. No tenían otra escapatoria que tratar de llegar a la nave. La luz de la luna les permitió distinguir algunas siluetas furtivas que surcaban la superficie de las aguas negras. El dios Sobek velaba en su territorio. Intercambiaron una rápida mirada, asintieron y se lanzaron al agua. Al instante, nadaban con ímpetu hacia la embarcación que se alejaba. Un campesino quiso ir tras ellos, pero Jerseti lo detuvo.

—¡Es una locura! ¡Observa!

Desde el centro del río se dirigieron a los fugitivos, silenciosamente, unas formas negras alargadas. De improviso, las aguas se agitaron con unos movimientos violentos y gritos de terror. Y al punto llegó la calma, como si nada hubiera sucedido. Con un nudo en el estómago a causa del horrible espectáculo que acababan de presenciar, los perseguidores permanecieron un instante en silencio. Jerseti declaró:

—Se ha hecho la justicia de Sobek. Sin embargo, es curioso: esos dos hombres sabían que no podrían escapar de los cocodrilos.

—Tal vez no los vieron —sugirió alguien.

—Sí, tal vez… Pero se diría que prefirieron morir así, atrozmente, antes de caer en nuestras manos.

Mucho más tarde, Tiyi despertó en un lugar desconocido. Era en una sala con paredes adornadas con esteras y ocupada por unos catres donde dormitaban hombres y mujeres. El rostro desencajado de Jaram la observaba. Junto a ella se hallaba un hombrecillo negro y extraño, que la examinaba con atención. Supo que le habían curado las heridas. Salvo el agudo dolor que sentía en la garganta, se sentía bien.

—Tu mujer vivirá —dijo Uadji al campesino—. Tuvo suerte de que me hallara en Iunú. Perdió mucha sangre, pero la hoja no logró cortar los vasos de la vida. Sin embargo, es muy posible que se quede coja.

Con el cuello vendado, Tiyi tenía mucha dificultad para hablar. Como si al pronunciar cada palabra se le fuera a abrir la garganta en dos, dejando paso a la muerte. Pero no le preocupaba.

—¿Y los niños? —preguntó con voz ronca.

—Sanos y salvos —respondió Jaram—, gracias al señor Jerseti. Ha venido para saber de ti.

Entonces ella vio al otro lado de la cama al joven capitán.

—Fuiste muy valiente, Tiyi. Los dioses velaban por ti aquella noche. Gracias a ti, hemos sabido que no existe tal Bestia. Te agredieron tres hombres. Nos será más fácil luchar contra ellos. Me trasladaré a Mennof-Ra, donde me reuniré con el señor Semuré. ¡Qué Horus te proteja, Tiyi!

Unos días más tarde, Jerseti entró en el despacho de Semuré, en la Casa de la Guardia Real. De repente sus piernas flaqueaban. El Horus Neteri-Jet se encontraba allí, en persona, tocado con un nemes. Tras un momento de duda, se lanzó a sus pies. El rey indicó que se pusiera en pie.

—¡Sé bienvenido, capitán Jerseti! —dijo Djoser—. Semuré me dijo que resolviste el misterio de la Bestia.

—¡Sí, Luz de las Dos Tierras! Eran unos hombres disfrazados con máscaras de serpiente. Por desgracia, perecieron. Un guardia abatió a uno de ellos cuando éste se disponía a acabar con la joven madre a golpes de hacha.

—¿Y el resto?

—Una falúa los aguardaba, aunque sus ocupantes huyeron nada más ver que perseguíamos a sus cómplices. A pesar de los cocodrilos, los monstruos se lanzaron al agua. No tenían escapatoria.

—¿Seguro?

—Sí, majestad. Tengo la impresión de que esos hombres prefirieron suicidarse con tal de no caer en nuestras manos.

Djoser meditó antes de declarar:

—Has hecho un buen trabajo, Jerseti. —Se volvió hacia Semuré—. ¿Qué opinas?

—Parece que nos las vemos con una secta desconocida. Esas máscaras con cabeza de serpiente sugieren un ritual, aunque no se corresponde con los sacerdotes fanáticos de Set. Habrían escogido la máscara del dios rojo.

—¿Pueden simbolizar a Apofis, la serpiente de Set?

—Es posible. —Hizo un gesto de irritación y añadió—: Debemos capturar con vida a uno de esos perros. Me gustaría reforzar la guardia en las poblaciones pequeñas.

—¡Hazlo!

—No es tan sencillo como parece. Los campesinos están ansiosos por formar milicias. Algunos monarcas, sin embargo, se niegan a dar su apoyo a la guardia regular. Creen que la vida de unos campesinos más o menos no es razón suficiente para la movilización del ejército. En verdad, desean mantener su poder y no les agrada que lo centralices.

—¡Imbéciles! Te extenderé un salvoconducto que les obligará a obedecerte como si de mí se tratara. ¡Y pobre del que se niegue!

Tal vez el fracaso de Pakussa desconcertó a los misteriosos criminales. Durante el mes siguiente, paini, la segunda estación de las cosechas, no se produjo ninguna agresión. Un tiempo espléndido reinó en el Doble País. Las siegas se prometían magníficas y los trabajos en Sakkara avanzaban. Por vez primera desde hacía mucho tiempo, la angustia que atenazaba a Tanis pareció disminuir. Ya estaba recuperada de la operación que le había salvado la vida en el momento del parto, siete meses atrás; sólo conservaba una larga cicatriz en el vientre, que comenzaba a desdibujarse gracias a su resistente conformación. Su victoria sobre la muerte le había infundido una confianza renovada. A pesar de lo agitado del alumbramiento, Ajti tenía visos de convertirse en un chiquillo fabuloso. Por supuesto, lamentaba no poder amamantarlo ella misma. No obstante, Bedchat era una excelente nodriza y el bebé se aprovechaba de ello.