El dolor inundó la morada de Nebejet. El viejo intendente Hotará se había marchado al reino de Osiris. Moshem, a quien llevaba ocho meses enseñando los símbolos sagrados, sintió una enorme pena, aumentada si cabe por la aflicción de la familia de su maestro. Nebejet siempre había considerado a Hotará un sustituto de su abuelo. Había formado parte del hogar desde su más tierna infancia y no iba a olvidar las incontables historias que el anciano le contaba con pasión, evocando los viajes realizados durante su juventud por las tierras del Levante. Esos recuerdos comunes habían acercado a Moshem y al viejo. De temperamento abierto y paciente, ayudó al joven esclavo a adquirir unos conocimientos en materia jeroglífica suficientes para acertar a comprender la mayoría de los textos.
En compañía de Moshem y de Anjeri, Nebejet se desplazó hasta la llanura de Sakkara donde, al igual que el resto de egipcios afortunados, había ordenado la construcción de una mastaba a orillas de la meseta, desde la cual se dominaba el valle. Allá delimitó la ubicación de un segundo monumento algo menor, la morada de eternidad del anciano. Unos días atrás, había entregado el cuerpo del difunto a los embalsamadores para que prepararan la momia. El trabajo suponía más de dos meses.
Sólo Saniut se regocijó de la desaparición de Hotará. Ella no era del agrado del anciano, quien comprendió rápidamente con qué mujer se las veía. Por desgracia, jamás osó hablar de ello con el marido. Saniut pretendía aprovecharse de la situación para mover un poco más sus peones. El jefe de sus sirvientes se llamaba Zerib. Todo el mundo, salvo Nebejet, sabía que era su amante. Cuando el pesar del fabricante de papiros se calmó, Saniut le sugirió que confiara a Zerib las tareas que llevaba entre manos Hotará. No obstante, contrariamente a lo que esperaba, no satisfizo la propuesta.
—No confío demasiado en ese hombre —dijo—. Es insolente y perezoso.
Nada acostumbrada a que Nebejet se negara a acceder a sus deseos, estuvo a punto de estallar, aunque consiguió contenerse y declaró:
—Cuando menos, dale una oportunidad. No aspira sino a servirte. Es un hombre muy capaz y que siempre me ha satisfecho.
Evidentemente, no especificó a qué satisfacción se refería. Sin embargo, había algo cierto: no mentía. Poco deseoso de discutir con su esposa, Nebejet acabó aceptando.
—De acuerdo. Mañana recibiré un cargamento de mantas procedentes del Levante. Que verifique él mismo la cantidad.
Al día siguiente, los comerciantes beduinos se presentaron en la morada de Nebejet, seguidos de unos esclavos que portaban cinco enormes baúles. El capataz los invitó a entrar en el depósito donde almacenaban los fardos de papiros. Zerib, con un gesto altivo, vigilaba las maniobras acompañado de Saniut, quien quiso asistir a la transacción. Con todo, su humor se agrió al constatar la aparición de Anjeri y Moshem.
—¿A qué ha venido? —preguntó con tono acerbo.
—Estas mantas proceden del país de Moshem. También deseo que dé su opinión.
—Zerib no tiene necesidad de él para saber si las mantas son buenas.
—Dos opiniones son mejores que una, esposa mía.
Se encogió de hombros, y se aproximó a los cofres. Los mercaderes, con mil reverencias, presentaron sus respetos al señor Nebejet, amigo único del rey, y uno de los personajes más notables de las Dos Tierras, cuya sabiduría y buen gusto eran conocidos allende el Gran Verde. Desconfiado al tiempo que honrado, los escuchó atento para interesarse seguidamente por las mercancías. Se trataba de mantas de lana tintadas, destinadas a abrigar a los campesinos durante el invierno. Le agradaban los colores vivos. Si sólo hubiera contado con su opinión, las habría adquirido sin pestañear. Pero era consciente de su ignorancia en cuanto a los tejidos.
Zerib avanzó y examinó algunas, que uno de los comerciantes le tendió obsequioso, como si se tratara del mismísimo señor Nebejet. Palpó la lana con aire de importancia, escrutó al jefe del grupo y se volvió hacia su señor:
—¡Estas mantas son de excelente calidad, señor!
—¡Por supuesto! —intervino el jefe de los negociantes—. Han sido realizadas con la mejor lana.
—¿Cuántas hay? —preguntó Nebejet.
—¡Cien, señor! El número que usted solicitó. Las contaremos en su presencia.
Bajo la atenta mirada de Zerib, los esclavos sacaron las mantas de los cofres. Un asistente empezó el recuento. Cuando hubo acabado, Zerib declaró:
—Ciertamente hay cien, señor. Todo está en regla.
Saniut, triunfante, dirigió una sonrisa burlona a Anjeri, que aún no había abierto la boca. De repente, cuando el mercader se disponía a proponerle un precio a Nebejet, Moshem se dirigió a éste:
—Si mi señor me lo permite, desearía volver a contar las mantas.
Saniut, herida en su orgullo, exclamó:
—¿Por qué te mezclas? ¿Te crees más listo que Zerib?
—No, señora. Pero las piezas de tejido no deben contarse del modo en que lo han hecho.
El mercader contraatacó:
—Pero el señor Zerib ya ha emitido su parecer. Ha apreciado la calidad y las ha contado al tiempo que mi ayudante. Si lo deseáis, puede hacer un nuevo recuento.
—¡Me gustaría hacerlo personalmente! Creo que intentáis engañar a mi maestro.
—¿Cómo te atreves? —exclamó el comerciante.
Nebejet alzó el tono.
—Mercader, si tu palabra es la de Ma’at, nada debéis temer. Dejad que Moshem haga lo que solicita. Y si sus sospechas son infundadas, recibirá los bastonazos que merezca.
El otro gruñó, aunque tuvo que ceder. Moshem rechazó la ayuda que le brindaron los asistentes. Cada uno de los cofres contenía, presuntamente, veinte mantas, todas apiladas ahora en el suelo. Para contarlas, el asistente no había hecho más que levantarlas ostensiblemente ante Zerib, quien no se había percatado de que algunas piezas estaban dobladas de modo que podían llevar a creer que había dos. Moshem descompuso cada una de las pilas y sólo contó ochenta mantas. Al final, se dirigió a Nebejet.
—Mi señor, ¡confirmo que este hombre intenta aprovecharse de vuestra confianza! No hay el número anunciado. Además, la calidad de las mismas es dudosa. Ha colocado las más hermosas arriba, y muchas no son nuevas.
—¡Falso! —proclamó el comerciante—. ¡Mentís! No sabéis contar.
—¡Silencio! —exclamó el joven con virulencia—. Tú, que procedes de mi país, ¡escúchame! Has de saber que soy Moshem, el hijo de Ashar el beduino. Y me avergüenzo de mi país por tu culpa y tu falta de honradez. Te llevarás estas mantas, que apenas sirven para limpiar el polvo. Y considérate afortunado de que mi señor no te haga pasar por el bastón.
Enrojecido por la confusión y la cólera, el mercader dio unas órdenes a sus asistentes, quienes volvieron a guardar rápidamente las mantas. Nebejet abrió los brazos con gesto de impotencia. La autoridad repentina de que había hecho gala el joven lo tenía impresionado.
—Una vez más, Moshem, acabas de evitar que me estafen.
—Me pasé la vida escoltando las caravanas de comerciantes, señor. Mi padre me enseñó a desconfiar de los mercaderes demasiado amables. Y me enseñó los trucos que usaban para engañar a los compradores.
Nebejet se dirigió a Zerib.
—¡Eres un inútil! ¿Cómo quieres que confíe en ti si te dejas estafar por el primero que pasa?
El otro bajó la cabeza, aunque Saniut se negó a resignarse.
—¡Bah! Desde que llegó, no haces más que beber los vientos por este beduino. Zerib, por lo menos, es egipcio.
—¡Un egipcio inútil, esposa mía! ¿Cómo pudiste proponérmelo para sustituir a Hotará? Sólo hay un hombre aquí que posea sus mismas habilidades, y no es otro que Moshem. Hotará ya me lo recomendó poco antes de su muerte. Por eso deseaba que estuviera presente. —Se dirigió al joven—: A partir de este momento ocuparás el cargo de intendente. Controlarás todo lo que suceda en mis propiedades. ¡Y pobre de aquél que se niegue a obedecerte!
Anjeri no pudo contener un grito de alegría.
—¡Oh! Gracias, padre, sois maravilloso.
Nebejet amaba ser considerado maravilloso, pero era tan ciego como encantador. Contento con la decisión, no se percató de la ira de Saniut, que se retiró seguida de Zerib, quien se disponía a sufrir esa misma ira durante los siguientes minutos por haberla dejado en ridículo. Tampoco observó el intercambio de miradas tan ardientes como discretas entre la hija y el nuevo intendente. A pesar de su nuevo cargo, Moshem continuaba siendo un esclavo. Por más buena voluntad y benevolencia que mostrara Nebejet, no habría visto con buenos ojos la casta relación entre su hija y el joven beduino. Lo mejor era esperar.
Tres días después, Nebejet abandonó Mennof-Ra para dirigirse al Delta, donde debía visitar los campos de papiros y negociar los próximos pedidos. Moshem y Anjeri lo acompañaron hasta el navío, una gran falúa que aguardaba la llegada de la tripulación. Aunque la región de destino sólo distaba unas decenas de millas, parecía como si se dirigiera al fin del mundo, sin apenas esperanzas de retornar. Del cuello y las muñecas le colgaban varios amuletos protectores: un escarabajo de malaquita, un pilar Dejd, un nudo de Isis de color rojo, un huevo pintado para ahuyentar a los cocodrilos… Toda precaución era poca. Tan afectuoso como dado a demostrarlo, besó largamente a su hija y colmó a Moshem de consejos. Posteriormente se extendió en presagios lúgubres a propósito del viaje, que le reservaba tales peligros que eran pocas las posibilidades de que regresara con vida. Con esta actitud no perseguía sino despertar la compasión de los jóvenes, aunque no consiguió embaucarlos. Lamentó la ausencia de su esposa, que lo ignoraba desde el episodio de las mantas.
Finalmente, después de la pequeña representación, su peculiar manera de demostrar a los suyos el amor que les profesaba, embarcó, bajo la mirada cansina del capitán, acostumbrado a exageraciones como aquélla. Mientras la falúa se alejaba, permaneció en la borda largo rato despidiéndose de los jóvenes, pero no reparó en que las manos de éstos se habían entrelazado discretamente.