Djoser no obvió los consejos de Imhotep. Semuré en persona reclutó a los guerreros de élite que se encargarían de la protección de la pareja real. Los aposentos de la Gran Morada fueron escrupulosamente registrados, en busca de más objetos insólitos. Sin embargo, no aparecieron nuevas figuras maléficas. Los peluqueros y las manicuras quemaban escrupulosamente, después de su trabajo, los cabellos y los restos de uñas reales. Esta vigilancia, aunque comportaba algunos inconvenientes, tranquilizó a Tanis, de nuevo en palacio. Bedchat la siguió con su hija Mina. El pequeño Ajti-Meri-Ptah se portaba de maravilla y no conservaba rastro alguno de su difícil llegada al mundo.
Peret, la estación de la germinación, sucedió a ajmet, la inundación. Durante los meses dedicados a la siembra, la vida transcurrió al ritmo de los trabajos rurales. Numerosos obreros volvieron a su condición de campesinos. Tan sólo los canteros y los talladores de piedra continuaron extrayendo los bloques de calcárea de las canteras de Turah, Masara y Helwan. Los barcos iban y venían de la orilla occidental a la oriental y viceversa del río-dios, surcando el canal que conducía hasta el pie de la llanura de Sakkara. Allá, los trineos de arena alzaban los pesados monolitos hasta su destino.
Una vez ahí, pasaban a manos de los talladores. Bajo las órdenes de Hesirá, el escultor, trabajaban los bloques hasta que alcanzaban las dimensiones deseadas, anotadas en los planos de Imhotep. Para la mayoría de los obreros, la talla de la calcárea con vistas a la construcción de un monumento constituía una actividad completamente nueva. Imhotep tuvo que formar personalmente a los maestros artesanos quienes, a su vez, transmitieron ese saber a los obreros. Cada día se presentaba una nueva dificultad que era preciso solventar. Sin embargo, siempre acababan dando con la solución y descubriendo nuevas técnicas que abrían el camino a diferentes posibilidades.
Lentamente, supervisados por el gran arquitecto que despertaba una admiración ilimitada entre los obreros, la obra cobraba forma. En pleno centro de la ciudad sagrada se delimitó un cuadrado de ciento veinte codos de superficie. Esa primera mastaba sería el corazón de la pirámide. Imhotep hubo de resolver un problema delicado. Los bloques de calcárea, de dimensiones reducidas, estaban unidos unos a otros por medio de mortero de arcilla. Por este motivo, los elementos usados eran perfectamente regulares y los restos de las tallas ocupaban los intersticios. A causa de la lentitud del mortero a la hora de secar y de su inestabilidad, habría sido peligroso alzar los muros también verticalmente, so riesgo de que se hundiesen bajo la colosal masa de los pisos superiores a medida que éstos fueran siendo erigidos. Imhotep resolvió el problema levantando sucesivos contrafuertes inclinados hacia el interior. Se sostenían así los unos a los otros, garantizando la estabilidad del conjunto.
La masa central alcanzaba los veinte codos. Su grosor aumentaba con cada nuevo día. A lo largo de la cara sur de la base de la futura mastaba se extendía una fila de once pozos que llevaban hasta las galerías subterráneas. Los obreros, laboriosos como hormigas, entraban y salían, cargando cestos repletos de ruinas. Repartidas en dos niveles, las galerías serían el lugar donde, llegado el momento, reposarían los restos reales y de su familia.
Los problemas arquitectónicos no fueron los únicos que tuvo que resolver Imhotep junto con sus ayudantes. Además del avituallamiento de centenares de obreros, tarea encargada a Aiet-Aa, había que luchar contra los depredadores que, en ocasiones, invadían la llanura. A mediados del mes de farmuti, a finales de la estación de las siembras, Djoser organizó una cacería para acabar con una manada de leones especialmente feroces que ya habían matado a media docena de obreros y dos guardias. Los jóvenes nobles pudieron demostrar así su bravura enfrentándose a las fieras con la espada y la lanza. Participó asimismo Djoser, a pesar de las reticencias de Semuré, quien lo seguía como una sombra. Pianti y Setmosis salieron triunfantes. Con todo, la palma del valor, o de la inconsciencia, fue para Kaianj-Hotep, que acabó él solo con tres leones. A diferencia del resto, utilizaba unas hienas criadas a modo de perros de caza.
Durante las celebraciones que siguieron, monopolizó la atención de las mujeres de la corte, sobre quienes desde su llegada ejercía un curioso ascendente que no era del agrado de sus esposos. La desgracia que se había abatido sobre él con la pérdida de su hijo parecía haber quedado atrás. Al igual que a Semuré, le encantaban las fiestas, y solía ser uno de los polos de atracción. Rebosaba de sentido del humor, toda vez que sus historias no eran del todo creíbles o tenían resabios escandalosos. Parecía no tomarse nada en serio. Aunque no caía bien a algunos hombres, nadie osaba decirlo. Gracias a su don de gentes, Kaianj-Hotep consiguió entablar amistad con Djoser. Contrariamente a los nobles que gravitaban alrededor del nomarca, no buscaba ser designado para ningún puesto importante. Pasaba la mayor parte del tiempo en su propiedad de Hetta-Heri, lo que a menudo le llevaba a ausentarse de la capital. Aseguraba que le sería imposible encontrar el tiempo para ocupar con garantías algún cargo. Y Djoser apreciaba su desinterés.
Sin embargo, se le invitaba a toda fiesta que se organizaba. No escatimaba cumplidos y elogios para con Tanis. Sabedor de su encanto entre las mujeres, lo ponía en práctica con ella, aunque disimulado tras el respeto debido a la Gran Esposa.
En ocasiones, irritaba prodigiosamente a la joven. En algunos aspectos, Kaianj-Hotep le recordaba al aterrador Jacheb, con quien había vivido una historia tormentosa que culminó en una abominable masacre. Aun así, no acababa de sentirse cómoda con aquella comparación. Kaianj-Hotep no era un pirata sino un cortesano diestro y seductor. El propio Djoser estaba entusiasmado con él. Tanis se obligó a admitir que no era insensible a su encanto. Aquella voz cálida y aquella extraña mirada le provocaban un incómodo deseo inconfesable. Desde la terrible experiencia con Jacheb, sin embargo, creía estar al abrigo de una nueva aventura. Continuaba amando a Djoser, a quien sus quehaceres reales le ocupaban mucho tiempo, un tiempo que ya no consagraba a tu esposa. «¡Estás hecha para el amor!», le dijo en una ocasión el maestro de Siyutra. La mirada felina de Kaianj-Hotep parecía repetirle aquellas palabras. No le perdonaba que adivinara con tanta facilidad sus pensamientos, y se culpaba a sí misma por ceder a las exigencias de su cuerpo.
Llegó chemú, la estación de la recolección. Imhotep fue al encuentro de Djoser y le hizo partícipe de su intención de dirigirse a Yeb.
—Cuando pasamos por allí, poco después de tu victoria sobre Hakurna, pude constatar la calidad del granito rojo de la región. Deseo abrir una cantera. Tendré que reclutar y formar a un grupo especial de talladores, pues el granito es más difícil de trabajar que la calcárea.
—Haz lo que consideres apropiado —respondió Djoser—. Pero llévate unos cuantos guerreros. Aquella región no es segura y mi corazón se desgarraría si te sucediera una desgracia.
—Descuida. Me acompañará mi fiel Chereb.
—Es un hombre valeroso, pero ¿qué sucederá en tu ausencia?
—Hesirá conoce a la perfección el trabajo —le dijo a Djoser—. Puedo ausentarme sin temor unos meses. Tú, no obstante, querido amigo, debes ser prudente.
—Nada ha sucedido desde que naciera mi hijo, hace ya cinco meses.
—Lo sé. Todo parece haber vuelto a su cauce, a excepción de los terribles asesinatos de las madres jóvenes. Pero no hemos conseguido encontrar al grupo de sacerdotes fanáticos y temo que sus movimientos oculten un peligro más espantoso. Los símbolos mágicos siempre se comportan con extrañeza. —Suspiró—. Me encantaría quedarme. Tengo la sensación de que en mi ausencia necesitarás de mí.
Djoser no respondió. Le habría gustado decir que podía defenderse, pero aún conservaba en el recuerdo el cobarde atentado cometido contra Tanis. ¿Cómo podía desentrañar aquellos ataques perversos? Posó la mano en los hombros de Imhotep:
—Te prometo que estaré alerta, amigo.
No bien hubo partido Imhotep aparecieron tres platos marcados con el sello del Horus Wedimú, el soberano que había reinado tres siglos atrás. El hombre que los recibió como pago era un mercader de Ujer. Neferet, el escriba responsable de los asuntos reales, enterado del suceso, se personó en el lugar en compañía de Semuré. El comerciante incriminado se postró ante ellos.
—¡Tened piedad de vuestro servidor, nobles señores!
—¿Sabes que esos platos pertenecen al ka del buen dios Wedimú? —rugió Neferet—. Fueron robados por el infame Peribsen de su morada de eternidad.
—¡Piedad! ¡Desconozco los símbolos sagrados!
Semuré intervino.
—No te acusamos de haberlos robado. Nada debes temer si nos dices quién te los ha dado.
—Otro mercader, noble señor. Procedía del norte, pero no sé su nombre. Cambié los platos por un rebaño de seis cabras. —Rompió a llorar—. Los dioses me han castigado. Son tan hermosos… Pensaba que había hecho un buen negocio.
—Tu codicia te ha perdido —continuó Neferet—. Me incauto de los platos. ¡Y considérate afortunado de no acabar encarcelado!
Tras ordenar a sus ayudantes que recuperaran las piezas, Neferet abandonó el lugar. Semuré no lo siguió. No sentía muchas simpatías por un personaje que, como la mayoría de los escribas, menospreciaba a todo aquel que desconociera los jeroglíficos. Dijo al comerciante:
—Estás en un aprieto, pero si haces lo que te digo podrás recuperar los platos.
—¡Soy vuestro esclavo, señor! ¡Ordenad y obedeceré!
—Si volviera aquél que te proporcionó los platos, quiero que me lo señales. Asimismo, si aparecieran otros objetos susceptibles de pertenecer a una tumba real, localiza a los propietarios y avísame. Sabré recompensarte.
—¡Podéis contar conmigo!
El hombre se alejó, entusiasmado por haber conseguido salir bien parado. Semuré permaneció allí, en pleno mercado del puerto. Un lugar rico y lleno de color, trufado de individuos sospechosos. Tal vez otras piezas que habían pertenecido a los antiguos Horus eran también objeto de trueque. Pero era difícil dar con ellas. Muchas no estaban marcadas.
Aun así, el hecho tenía intrigado a Semuré. Peribsen había robado aquellos platos quince años atrás. ¿Acaso la reaparición de los objetos guardaba alguna relación con la historia del viejo Abuseré?