Poco después, la litera, transportada por los guerreros más poderosos de Djoser, entraba en el pueblo de Turah, situado a menos de una milla de la cantera. Asombradas, las mujeres y algunos campesinos ancianos vieron que el palanquín llevado por el rey, el gran Neteri-Jet, se detenía frente a la morada de Userhat. El señor de la casa, un campesino libre y propietario de un dominio relativamente importante, estaba ausente. Su mujer, Bedchat, recibió al séquito totalmente atónita. Como llevaba a una recién nacida en brazos, sintió pánico al no poder prosternarse, según era costumbre. Djoser la cogió por los hombros y la invitó a ir al interior de la morada.
—El tiempo apremia, mujer de Userhat. La reina sufre los dolores del alumbramiento y Heriksá nos ha aconsejado acudir a tu casa.
—Esta morada es la vuestra, oh Luz de Egipto —farfulló Bedchat sin acertar a comprender qué sucedía.
Mientras los sirvientes ayudaban a Tanis a bajar de la litera, ella confió su bebé a una esclava y se acercó a la soberana. Las miradas de ambas mujeres se cruzaron, naciendo al instante la complicidad y destruyendo las barreras del protocolo. Ya no eran reina y súbdita, sino dos jóvenes que se enfrentaban al mayor misterio de la vida: el alumbramiento.
Bedchat comprendió de inmediato que Tanis sufría, aunque su orgullo natural le impedía quejarse, especialmente para no preocupar a un rey que, pese a ser un dios viviente, no por ello era menos humano. Junto al soberano se hallaban dos personajes extraños: un enano de piel negra y a quien todos, incluso el rey, parecían obedecer en aquella situación; el segundo no era otro que el misterioso señor que dirigía los trabajos de la cantera vecina: el gran Imhotep, a quien reconoció, pues lo había visto varias veces de lejos.
Pasado el momento de sorpresa inicial, la joven recuperó la calma. Llamó a las esclavas y les ordenó que prepararan la mejor habitación para acoger a la soberana. Se ocupó en persona de instalar a Tanis en su propio lecho.
—Voy a buscar los ladrillos[33] —dijo.
Pero Uadji la detuvo.
—El estado de la reina no le permitirá dar a luz según la tradición —respondió.
Mientras salmodiaba letanías en una lengua desconocida, mandó fuera de la habitación a todo el mundo, a excepción de Bedchat y una sirvienta. Conjuró unos encantamientos en honor de los dioses. Finalmente, se dirigió a Tanis y cogió su mano.
—Puede ser doloroso, mi reina. Permite a tu servidor examinarte como es preciso.
—¡Haz lo que debas! —contestó ella.
Las contracciones empeoraban, distando cada vez menos unas de otras. Con todo, sabía que aún durarían un tiempo más. Sin duda la angustia latente que se había apoderado de ella desde hacía algún tiempo había desajustado el proceso de la vida. Apenas notó las manos rollizas del enano que recorrían su cuerpo y cómo la penetraban para determinar su estado. La miró y declaró:
—Tu hijo tiene mal aspecto, mi reina. Un espíritu maligno desea su muerte o la tuya. Hace meses que te acecha. En palacio estabas condenada, pero tal vez aquí podamos vencer la influencia del maligno.
Sin soltar la mano de Tanis, se dirigió a Imhotep en la lengua de las selvas del Sur. Ante la palidez que adquirió el rostro de su padre, Tanis comprendió que, el diagnóstico de Uadji era mucho más pesimista que el que acababa de proferir. Aproximándose, Imhotep examinó a la mujer y movió la cabeza en un gesto grave. La mirada febril, Tanis preguntó:
—Padre, voy a morir, ¿no es cierto?
Imhotep se tomó su tiempo para responder:
—No puedo mentirte. Tal como está la situación, tu hijo no sobrevivirá. Pero es preciso que lo saquemos. Tus contracciones son regulares, lo que indica que el alumbramiento está cercano, pero corres el riesgo de morir. Y no podemos hacer nada, sólo esperar.
Él, tan tranquilo habitualmente, juró como lo hacían los barqueros del puerto de Mennof-Ra. La angustia se apoderó de Tanis. Si ni Uadji ni siquiera su padre podían hacer nada por ella, estaba perdida. En el estado de delirio que la había asaltado insidiosamente, creyó oír la carcajada de la divinidad maligna que veía la proximidad de su triunfo.
Una fuerza repentina invadió a la joven. Se negaba a morir. Era una situación demasiado estúpida, tenía que haber alguna solución. Y entonces, una contracción más violenta que las anteriores le cortó la respiración, haciéndola gemir, vencida por el dolor.
El tiempo pareció estirarse. En el exterior, el sol se ponía. Bedchat pidió a las esclavas que trajeran lámparas de aceite, cuyo resplandor dorado no tardó en iluminar la habitación de muros adornados con esteras de colores. A pesar del calor, Tanis tiritaba, acosada por una fiebre que subía por momentos.
Uadji e Imhotep continuaban velando por ella. De vez en cuando, su padre se levantaba, daba unos pasos nerviosos y se golpeaba la frente en señal de impotencia.
En la habitación contigua, Tanis adivinaba la presencia de Djoser, que aguardaba ansioso. Deseaba tenerlo a su lado, pero no habría servido de nada.
Ignoraba cuánto hacía que estaba en aquella habitación. La noche sucedió al día. La luz de Ra volvió a inundar la morada. Apenas reconocía los rostros que se inclinaban sobre ella. De vez en cuando, le daban una tisana que calmaba el sufrimiento durante unos momentos. Pasados esos instantes, las contracciones volvían a asaltarla y le hacían emitir gritos espantosos.
Djoser había ido a verla. Ella reconoció su rostro. Por las lágrimas que caían de sus ojos, ella comprendió que se estaba muriendo. Deseó luchar, pero ya no se podía hacer más. Poco a poco, creyó descender por una pendiente inexorable que se dirigía a un pozo sin fondo. Intentó aferrarse con todas sus fuerzas, con toda su alma. Si era preciso que muriera, ¡que se salvara el bebé!
Apenas percibió las manos de Uadji que la recorrían una vez más, febrilmente. Así como tampoco comprendió las palabras que dirigió a Imhotep, en la lengua de la jungla.
—¡Está perdida! —afirmó el enano—. Pero aún podemos intentar una última solución.
Inició una explicación locuaz puntuada por expresiones figuradas que sólo él sabía descifrar. A medida que desvelaba el proyecto, Imhotep lo miró con creciente estupefacción. Y cuando hubo acabado, exclamó:
—¡Es una locura, querido amigo! ¡Nunca podría hacer nada semejante!
—Es nuestra única oportunidad, señor. Si no lo intentamos, morirá cuando Jepri-Atún se levante, y también el bebé.
Imhotep miró a Tanis, cuya tez había adquirido un tono grisáceo. Con los ojos abiertos, parecía sumida en un estado semicomatoso. Respiraba con más y más dificultad. Uadji insistió:
—Le han echado un hechizo. En el palacio real no podríamos haber hecho nada, pues el espíritu es más fuerte que nosotros. Pero si triunfamos, la maldición desaparecerá por sí misma. Tanis morirá si no actuamos como he dicho, y ya.
Imhotep meditó unos instantes y convino en que el enano tenía razón. ¿Tendría, no obstante, el coraje para hacerlo?
—Necesitaremos materiales.
—Mis ayudantes me han traído el cofre. En él tengo los útiles y las hierbas necesarias.
—Jamás he practicado algo semejante a un ser humano.
—Sois el único que puede hacerlo, señor.
Imhotep escrutó el rostro de Tanis y, suspirando, dijo:
—De acuerdo, lo intentaré. Pero debo olvidar que es mi hija.
Uadji respondió con fuerza:
—¡Oh, mi señor! Siempre me habéis enseñado que para curar a los hombres es preciso amarlos. Porque amáis profundamente a vuestra hija, la salvaréis.
Momentos después, los ayudantes del enano habían traído el cofre de cedro donde guardaba su instrumental y los medicamentos. Tras solicitarle a Bedchat recipientes con agua muy caliente, ambos pusieron manos a la obra.
Prepararon una decocción destinada a aturdir a la parturienta y se la suministraron. La respiración de Tanis se regularizó. Imhotep preparó las herramientas, entre las que había una afilada cuchilla de cobre que pasó por el fuego para ser esterilizada.
Examinando el vientre de la joven dormida, estableció en la piel diferentes puntos y dibujó una línea del ombligo hasta el pubis. Con los dientes apretados, Imhotep evitaba mirar a Tanis. Deseó poder confiarle los instrumentos a su ayudante, pero éste tenía razón: él era el más apto para hacerlo. Nadie había intentado hacer aquello con una mujer, pero era la única opción para intentar salvar a Tanis y, tal vez, al pequeño.
—¡Sostenla con fuerza! —ordenó.
Inspiró, se concentró y sostuvo con decisión el cuchillo de cobre y lo hundió con un movimiento preciso en el vientre de la joven. Momentos después había trazado un corte sangrante en el abdomen. Separando los labios de la herida, liberó al bebé, cuya cabeza emergió, bañada en sangre y líquido amniótico. La cara estaba azulada. Imhotep comprendió por qué: tenía el cordón umbilical enrollado en el cuello. Cogió al bebé y lo extrajo con precaución del vientre materno. Desenrolló el cordón fatal, lo cortó y le masajeó el cuerpo. El bebé recuperó el color lentamente. La cara adoptó un tono carmesí. De pronto, un grito rasgó el silencio.
—¡Está vivo! —exclamó Uadji.
Imhotep llamó a Bedchat, que dormitaba en una habitación anexa, y le confió al recién nacido. Aunque había llegado al mundo con un mes de adelanto, era una criatura fuerte. Imhotep extrajo seguidamente la placenta y se dispuso a cerrar la herida con la ayuda de una aguja de cobre y un hilo de lino empapado en una solución de hierbas cicatrizantes. Bedchat lo observó, impresionada, al tiempo que bañaba al bebé. La respiración de Tanis era normal. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, tenía un aspecto relajado.
Cuando hubo acabado, Imhotep examinó largamente a su hija y declaró:
—En los pantanos del Sur, más allá de Nubia, los indígenas hacen algo idéntico con las vacas cuando el ternero tiene mal aspecto. A nuestra reina le quedará una cicatriz, pero sobrevivirá.
Cuando se despertó, Tanis se preguntó dónde se encontraba. Sólo recordaba un sufrimiento atroz que le desgarraba las entrañas y la conducía a un pozo sin fondo. El dolor no había desaparecido del todo, aunque se había aliviado. Pasó la mano por el vientre y notó que su volumen era menor y que estaba cubierta por sábanas.
—¡Mi bebé! —exclamó—. ¿Dónde está mi bebé?
—¡Hija! Te has despertado —dijo una voz a su lado.
Volvió la cabeza. Su padre, los ojos enrojecidos por la fatiga, se hallaba junto a ella, sentado en un taburete. A su lado, una cesta de mimbre, vigilada por Uadji y Bedchat. Imhotep se inclinó y, recogiendo un pequeño bulto que pataleaba, lo presentó a la joven.
—Tu hijo, Tanis. Es un chico precioso.
Extenuada, ella apenas pudo reunir fuerzas pan cogerlo. Estaba rojo como un cangrejo cocido, pero su berreo confirmaba que los pulmones funcionaban con normalidad. Torpemente, lo acercó al pecho. El bebé empezó a mamar. Entonces, Tanis comprendió que ambos se habían salvado. Y vio a Djoser.
Se encontraba al fondo de la habitación y avanzó hacia ella, el rostro desencajado. Se arrodilló y la tomó de las manos con fervor.
—Los dioses han conservado tu vida, hermana. Sin tu padre, habrías muerto. Lo que ha hecho es… ¡inimaginable! Es el mejor médico que el mundo ha conocido.
Tanis miró a su padre con afecto y vio que la barba sombreaba las mejillas, contraviniendo así todos los preceptos religiosos. Comprendió que no se había apartado de ella desde el momento del alumbramiento.
—¿Cuándo di a luz? —preguntó nerviosa.
—¡Hace tres días! Llevas todo ese tiempo durmiendo, gracias a las hierbas que te dimos —respondió.
—¿Tres días? No he podido amamantar al niño…
Imhotep sonrió.
—Bedchat lo ha hecho.
—Gracias, Bedchat —le dijo Tanis, y miró al bebé, que succionaba con avidez, como una criaturilla, hundiéndose furiosamente en los senos de su madre. Aunque ya había dado de mamar anteriormente, en esta ocasión intuía que ese contacto privilegiado no duraría mucho. Pero ya era mucho que siguiera con vida—. El pecho está vacío —gimió.
Bedchat dio un paso al frente.
—Mi pecho produce suficiente leche para dos niños, ¡oh reina mía!
—Así, pues, ¿aceptas convertirte en la nodriza del pequeño, Bedchat?
—¡Estoy a sus órdenes!
Con los ojos brillantes, Tanis se volvió hacia Djoser, que, emocionado, la abrazó con ternura.
—¿Qué nombre le pondrás?
—Ajti-Meri-Ptah, el hijo amado de Ptah. Pues, como él y como yo, será un constructor.
—Sí, ¡será un gran rey!
Sonrió, se secó las lágrimas e inspiró profundamente. En el fondo de su ser, una voz le decía que acababa de obtener una victoria inesperada contra el insidioso enemigo que no se presentaba a cara descubierta. Un enemigo no humano.
—¿Qué sucedió? —preguntó.
—Fuiste víctima de un hechizo —explicó Uadji.
—¿Un hechizo?
—Una práctica mágica que convoca en tu ser las fuerzas nefastas. Pero hemos vencido. Hemos derrotado al maligno.
El ladrón que le lanzó aquella maldición volvió a la mente de Tanis.
—Tal vez fuera el ladrón que fue ejecutado hace unos meses… —dijo a su padre.
—No —respondió categóricamente Uadji—. Quien te maldijo aún vive. Y conoce las costumbres de mi país.
—¡Lo desenmascararemos y que pague por su crimen! —exclamó Djoser.