Capítulo 12

Con Setmosis al frente, el joven capitán que había secundado admirablemente a Djoser en la batalla de Mennof-Ra, la nave real atracó en la orilla oriental, junto a un malecón de piedra. Algunos navíos pesados ya estaban varados allí. De unos sesenta codos de largo y treinta de ancho, aquellos grandes barcos ventrudos tenían como cometido el transporte de los bloques de piedra a la otra orilla. Previendo la cantera, Djoser había ordenado construir una docena de barcos como aquél.

El rey saltó a tierra. Estaba impaciente por ver el aspecto de aquella obra abierta en un acantilado cercano a la población de Turah. Ya se habían perforado otras minas en Masara y en Helwan, pero la de Turah era la más importante.

Tanis no le hizo ascos a la litera. Desde hacía unos meses, el extraño malestar que se había apoderado de ella poco antes de la ceremonia de la fundación continuaba manifestándose. Las náuseas, que solían detenerse entre el tercer y el cuarto mes de gestación, no desaparecieron. Tuvo que recurrir a la fuerza de voluntad para luchar contra la inexplicable fatiga que, casi desde el principio, la había asaltado. Su temperamento enérgico y su pasión habían sido puestas a prueba. Inquieto, Djoser pidió explicaciones a los magos de Mennof-Ra, aunque ninguno pudo encontrar un solo motivo que apoyara el estado de la reina. Tampoco había olvidado la advertencia de Imhotep. No se dejaba engañar por las artimañas de Tanis para hacerle olvidar su estado de extrema lasitud. Tenía el gesto cansado, los ojos hundidos y apenas había ganado peso. Aquella misma mañana, él le había exigido que le acompañara. Habría preferido quedarse para descansar, pero él confiaba en que el padre de ella la examinara. Era el mejor médico del mundo. Tal vez podría hacer algo. Aunque ella se opuso, aduciendo que ya tenía bastantes ocupaciones con los trabajos en curso, Djoser no cedió. Estaba convencido de que sabría descubrir el remedio para el mal que la asaltaba. Acabó siguiéndolo, contenta a pesar de todo por volver a ver a Imhotep.

Habían pasado cuatro meses desde la ceremonia de la fundación durante los cuales la crecida del Nilo impidió que los campesinos trabajaran sus tierras. Rápidamente, bajo los auspicios de Imhotep, se organizaron las tareas. Era la primera vez que se llevaba a cabo una obra semejante y no todo funcionaba como hubiera sido del agrado del gran arquitecto. No obstante, el entusiasmo de los obreros compensaba los diferentes obstáculos. A pesar de la magnitud de la tarea que había recaído sobre sus hombros, era el único que conservaba la calma. Dejó en manos de sus ayudantes la responsabilidad de los diferentes aspectos del proyecto. Éstos heredaron asimismo, aunque involuntariamente, el ardor de estómago que los retrasos, los errores y demás trajines inherentes a toda gran empresa provocan.

Al principio hubo que tallar unos inmensos bloques de calcárea del acantilado que fueron transportados por barco a la orilla occidental, hasta la meseta de Sakkara. Fue preciso movilizar a todos los canteros y talladores de piedra, poco avezados en esta clase de trabajos. Su tarea consistía, fundamentalmente, en vaciar y pulir unos jarrones de piedra o lámparas de aceite. Hasta la fecha, la piedra apenas había tenido relevancia en la arquitectura, a excepción de los malecones, los dinteles u otros revestimientos murales. El gran Imhotep había acabado con todas esas concepciones.

Dicha revolución dio pie a numerosas dificultades desconocidas antaño. La construcción de las mastabas no planteaba ningún problema. Con la arcilla extraída de la cuenca del Nilo se fabricaban ladrillos que eran transportados hasta la meseta. El proyecto de Imhotep requirió de una organización mucho más compleja.

Las dimensiones de los bloques de calcárea tallados en el acantilado eran considerables. Su función sería la de material de base. Fue preciso aprender a extraer de la pared rocosa grandes bloques, de un peso muy superior al de un hombre, y a manipularlos sin que se rompieran. Para desplazarlos, hubieron de construirse enormes navíos, algunos de los cuales aún se hallaban en los astilleros. Nació una nueva clase de marinos: los transportistas de piedra. En efecto, la manipulación de aquellas piedras exigía unas técnicas especiales, que, una vez más, el mismísimo Imhotep perfeccionó. Llegados finalmente a Sakkara, los grandes bloques serían tallados según las necesidades.

Tamaña empresa suscitó dificultades nuevas. La talla de los bloques y el transporte requirieron de la participación de una gran parte de la población de Mennof-Ra y de los nomos vecinos. Para alimentar a todos aquellos obreros, el Tesoro real asumió los gastos de un sistema de avituallamiento severamente controlado por numerosos escribas que velaban por que todos tuvieran la ración justa y nada más que la justa.

Los obreros apreciaban la visita del rey. Quienes habían trabajado en sus tierras, en Kennehut, conocían su generosidad. Djoser mandó que un segundo navío, cargado de vituallas, pan, cerveza, fruta y aves recién capturadas que serían guisadas en su honor, siguiera a la nave real.

Cuando Djoser avanzó a lo largo del muelle, tocada la cabeza por el nemes, la cofia de tela que usaba con más asiduidad, los obreros se prosternaron posando la frente en el polvo, no sin dejar de mirar de reojo el segundo barco, cuyo cargamento adivinaban. Tras una señal todos se alzaron y lo saludaron con una calurosa ovación. Un hombre emocionado, el rostro enrojecido, corrió hacia el soberano y se arrojó a sus pies.

—¡Oh Horus viviente, dignaos perdonar a vuestro servidor! El señor Imhotep me ha ordenado a que os venga a buscar, pues una delicada extracción le ocupa.

Djoser mandó al recién llegado, de nombre Ajet-Aa[32] y al frente de la intendencia encargada del aprovisionamiento de los obreros, que se pusiera de pie.

Unos cientos de metros más allá se hallaba la cantera, semejante a un vasto anfiteatro tallado en la ladera de la colina. El impulso de Imhotep había permitido que creciera aún más.

Un hombre ataviado con una túnica cubierta de polvo acudió a besar el suelo que se hallaba a los pies de Djoser y Tanis, quien había bajado de la litera. Era Heriksá, el artesano que les había enseñado el arte de la talla, mucho tiempo atrás.

—¡Oh Luz de Egipto! Sé bienvenido.

—Los dioses te protegen, amigo —respondió Djoser—. Veo por el med que has sido ascendido.

—El señor Imhotep me nombró director de la cantera, majestad.

—Una elección juiciosa. Ni Tanis ni yo hemos olvidado tus lecciones. ¿Tienen de todo los obreros?

—Cada noche alaban vuestra generosidad, oh gran rey.

—El segundo navío trae víveres. Habla con Ajet-Aa para que se haga un reparto equitativo.

—Os damos las gracias, oh divino rey.

—Bien, enséñanos la cantera.

Exhausta, Tanis se apoyó en el robusto brazo de su compañero. Djoser constató que, a pesar del calor asfixiante, estaba pálida. Le propuso que volviera a la litera, pero ella se negó con una sonrisa. No se atrevió a insistir. Se adentraron en la cantera y ante ellos, todo el mundo interrumpía su trabajo y se inclinaba en señal de respeto.

Desde hacía unos meses, una gran parte de la colina había quedado desprovista de vegetación. Decenas de obreros trabajaban en la talla metódica de la piedra. Los bloques se extraían simultáneamente de diferentes puntos, siguiendo las indicaciones de los ingenieros formados por Imhotep. Unas melopeas repetitivas iniciadas por un maestro de obra y retomadas por los obreros marcaban el ritmo de los trabajos.

Djoser y Tanis se interesaban por las tareas de cada grupo. Aquí se desbastaba la superficie de un inmenso monolito de seis codos de largo con la ayuda de un cincel de cobre y una sierra. Las herramientas usadas eran, en su mayoría, muy viejas, pero las diferentes generaciones habían aprendido a manejarlas con una maestría casi perfecta. Así, se podían ver manoplas de piedra dura, hachas de diorita, bolas de dolerita, podaderas de sílex, mazos de madera, pulidores… Los útiles se gastaban al cabo de poco tiempo. Un ayudante, que se encargaba de reparar los instrumentos gastados, afilaba las sierras y los cinceles o reforzaba el mango de un hacha, secundaba al obrero. Asimismo, se consumía gran cantidad de cuerda, destinada a transportar los enormes bloques. Éstos se cargaban en los trineos, tirados por asnos o bueyes, que circulaban por unas pistas de leños de acacia o de sicómoro. Los obreros no paraban de engrasarlos con arcilla para facilitar que los pesados patines se deslizaran. Los monolitos iban posteriormente al puerto, donde los grandes navíos los conducían hasta la otra orilla.

Por todas partes, jóvenes con el pelo protegido por pañuelos ofrecían a los agotados obreros agua o cerveza, así como fruta fresca. Algunas llevaban a sus hijos recién nacidos a la espalda, dentro de un trozo de lino o fibra de palma. Las jóvenes esposas hacían así compañía a los maridos.

De pronto, una pequeña silueta de piel negra como el azabache aunque recubierta de polvo blanco se postró ante la pareja real.

—¡Uadji! —exclamó Tanis.

—¡Que Isis proteja a mi rey y su dama! —respondió el enano con una sonrisa.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Djoser.

—Tu servidor repara los miembros rotos o doloridos, oh Luz de Egipto. En una cantera como ésta, los accidentes son habituales y el señor Imhotep tiene demasiadas cosas entre manos para ocuparse de ellos. Por ese motivo me pidió que curara a los heridos.

Tanis adoraba al enano, compañero inseparable de su padre. Absolutamente competente en su terreno, la medicina, ejercía un efecto sedante en las jóvenes a punto de dar a luz. Sin duda se podía percibir la influencia del dios Bes, que presidía los alumbramientos y que tal vez se había encarnado en él, como Tot en Imhotep. Tanis estaba convencida de ello. De algún modo, la presencia de Uadji la tranquilizaba.

Mientras se alejaba con Djoser, el enano la contempló con cierta sombra de duda. Posteriormente, al trote, siguió a la pareja real sin dejar de repetir unas fórmulas rituales procedentes de su tierra natal y sacudiendo la cabeza con expresión de inquietud.

Heriksá condujo a Djoser y Tanis hasta el pie del acantilado rocoso, junto a un equipo encargado de extraer un monolito. Con la ayuda de dos bueyes, los obreros lo transportaban suavemente sobre unos rodillos tirados por cuerdas. La operación era delicada, dada la imponente masa y lo estrecho del pasillo construido alrededor del gigante de piedra. Y, sobre todo, una vez en los raíles de madera, existía el riesgo de que la piedra cayera y se partiera. Aun así, el ingenio de Imhotep ideó un sistema que permitía deslizaría en rápel.

Un hombre vestido con sencillas prendas de obrero se agitaba junto al coloso, daba órdenes y verificaba el estado de las cuerdas. Djoser y Tanis apenas reconocieron en él al Gran Señor del palacio, al Primero Después del Rey, al Noble Hereditario y Sumo Sacerdote de Iunú, la ciudad del Sol. Estaba cubierto por una capa de polvo blanco que lo camuflaba entre los numerosos talladores de piedra a sus órdenes. A pesar de su avanzada edad, Imhotep desprendía una energía poco común y un buen humor constante y comunicativo. Conocía los secretos de la talla mejor que los artesanos, pues él mismo lo había sido en el pasado, y todos escuchaban sus lecciones con interés. Su saber procedía de la magia. Instintivamente, sabía dónde se debía atacar la roca para extraer los bloques sin dañarlos, y su vena creativa siempre pergeñaba nuevas argucias para facilitar la extracción y el transporte de las rocas.

En medio de un raspado ensordecedor, el bloque se movió, llegó hasta los raíles sostenido por media docena de cuerdas sujetadas por los obreros. Éstas rodeaban un enorme tronco sólidamente enraizado en la roca y que facilitaba el trabajo de los hombres, que se aprovechaban de su propio peso para evitar un descenso demasiado rápido. Un obrero mojaba sin parar las cuerdas y el tronco. Lentamente, la roca se acercó a la parte baja y se detuvo. Los trabajadores emitieron un grito triunfal. Entonces, Imhotep avanzó en dirección al rey con una sonrisa de oreja a oreja. Un servidor le acercó un recipiente de agua con la que se lavó cara y manos.

—Perdóname por no haber ido a recibiros en persona, señor. La operación era difícil.

—Lo he visto, querido amigo.

—Podríamos cortar bloques de menores dimensiones, pero con ello retrasaríamos el transporte. Es preferible que la talla se haga en Sakkara, atendiendo a las necesidades.

Imhotep acarició respetuosamente la imponente roca y añadió:

—Aquí se encuentra la calcárea más hermosa y más fina que se pueda imaginar. Por desgracia, las herramientas se deterioran rápidamente. Necesitaré mucho más cobre para fabricar sierras, y más madera.

—Lo tendrás —respondió Djoser—. Mandaré que lo traigan del Sinaí.

—Asimismo, necesitaré más bueyes y asnos.

—Te los proporcionaré.

Tras transmitir las órdenes a Heriksá, Imhotep cogió con familiaridad al rey del brazo e inició un discurso apasionado. Mientras le mostraba la larga rampa que permitía la salida de los bloques de la cantera, le explicó:

—La piedra es más pesada que los ladrillos. Es impensable construir un cadalso para ayudar en la instalación de los bloques; cederían ante su propio peso. Levantaremos una rampa idéntica en la llanura. No obstante, necesitaré árboles más sólidos para los trineos y las pistas de rodillos. Madera de roble y pino.

—Mentucheb te la proporcionará —afirmó Tanis.

—También usaremos alabastro —añadió Imhotep—. Aquí hay. Mandaré asimismo que traigan esquisto azul de Siut y granito de Yeb, aunque deberé acercarme hasta esos lugares para enseñar cómo se deben extraer los grandes bloques.

Acaso fruto de pensar en la posible marcha de su padre, la angustia invadió de repente a Tanis. Esa reacción se transformó en un acceso de calor que culminó con una violenta náusea.

—¡Tanis! ¿Qué sucede? —exclamó Djoser. Se volvió hacia el arquitecto—. Tal vez he dado muestras de imprudencia, amigo. Quería que me acompañara para que la examinaras.

—Has actuado sabiamente.

Sostenida por el rey e Imhotep, la joven se sentó en un bloque de calcárea. Respiraba con dificultades.

—¡Me duele, Djoser! Siento como si el vientre me fuera a estallar.

Imhotep examinó rápidamente a su hija con gesto de preocupación. Palpó el abdomen y pasó las manos por diferentes puntos del cuerpo.

—Es curioso. Parece como si estuviera a punto de dar a luz. Y no obstante, aún falta un mes según las previsiones. A veces los niños nacen antes de tiempo, pero es preferible evitarlo.

De pronto, el séquito de sirvientes y cortesanos que rodeaban a la pareja real fue apartado sin miramientos por el enano Uadji.

—¡Déjenme pasar! —gruñía con su voz grave, sorprendente en un cuerpo tan pequeño.

Al ver a Uadji, Tanis recuperó ligeramente el color. El enano la examinó y declaró:

—Tu hijo no tardará en llegar, reina. Es inevitable.

—Daré órdenes para que regresemos a palacio —dijo Djoser.

—¡No, divino rey! ¡No volváis a palacio!

—¿Por qué?

—Uadji os lo prohíbe, majestad. Mora ahí algo perverso que anhela la muerte de la Gran Esposa. No debe retornar a los Muros Blancos.

Estupefacto, Djoser miró a Imhotep, quien escuchaba las palabras de su compañero.

—¡Explícate! —ordenó el arquitecto.

—Lo comprendí hace un momento, cuando vi a la reina. Han usado magia contra ella. Magia negra, como la que se practica en mi país.

Una ira repentina asaltó a Djoser, que exclamó:

—¿Quién ha podido cometer semejante crimen?

—Uadji lo ignora, señor. En cuanto le sea posible, irá a palacio para descubrir la causa de esa mala magia. Antes, sin embargo, es preciso ayudar a la esposa a dar a luz al niño en un lugar seguro. Y sin más dilación, pues pronto llegará.

—¿Dónde podemos ir?

Heriksá dio un paso al frente.

—Perdonad la audacia de vuestro servidor, ¡oh, Toro Poderoso! Mi hermano menor, Userhat, vive en Turah. Su morada no es muy grande, aunque sí confortable. Además, su esposa acaba de tener una hija preciosa hace pocos días.

Antes que Djoser respondiera, Uadji dijo:

—Aceptad, ¡oh, divino rey! Un grave peligro amenaza a la reina. En palacio, la aguarda la muerte. Aquí, en Turah, estará a salvo de los malos espíritus.

Con el rostro perlado de sudor, Tanis exclamó:

—Tiene razón, Djoser. Desde hace meses tengo la impresión de que un enemigo invisible me acecha en la sombra. No quiero volver a la Gran Morada. —Cogió la mano del enano y la estrechó con fuerza—. Confío en ti, Uadji. Desearía que me asistieras. ¿Quieres?

—La tradición egipcia prohíbe a los hombres asistir a un nacimiento —respondió él suavemente.

—Olvida la tradición. Me niego a dar a luz a manos de una comadrona brutal e incompetente.

—¡Estoy a las órdenes de mi reina! —repuso el enano inclinándose.

—¡Tú también, padre! —imploró Tanis—. Necesito todo tu saber… Si consientes en abandonar durante un tiempo la obra.

Imhotep asintió con la cabeza. En su interior, se maldecía por no haber intervenido antes. Las obras de Sakkara le ocupaban demasiado tiempo. Acababa de darse cuenta del estado de su hija.