—¡Rápido! ¡Viene mi marido!
Como si una serpiente del desierto lo hubiera mordido, Moshem se alzó de un salto y prestó atención. Al almacén donde había encontrado refugio junto a su compañera llegaban los rumores de una conversación. Recuperó a toda prisa el taparrabos y se encaramó con agilidad a un alto jarrón, desde donde se escurrió por una ventana que daba a un callejón desierto.
—¡Vuelve a verme! —suplicó la joven, recomponiendo como pudo el vestido que la apresurada fuga de Moshem había dejado maltrecho. Él le lanzó un beso y se dejó caer al exterior. Justo a tiempo. En ese momento el señor del lugar y sus ayudantes entraron en el almacén.
Moshem se apoyó contra el muro de ladrillo para escuchar. El negociante le sorprendió:
—¿Qué haces aquí, esposa mía?
La voz de la mujer infiel, que sabía ser tan sensual para Moshem, resonó con cólera repentina.
—¿Que qué hago aquí? He visto ratas. Gracias a tus ridículos perros, cuyos ladridos me van a dejar sorda, pensaba que no tendría que vigilar yo misma los almacenes. ¡Como si no tuviera bastante con tus sirvientes, que no paran de sisarnos!
—Bueno, bueno. No te enfades.
Moshem oyó cómo su voluble conquista abandonaba el lugar echando pestes, al tiempo que un profundo suspiro salía del pecho del marido, que empezó a regañar a los asistentes.
—¡Eh! Por Horus, ¿a qué esperáis? ¡Atrapad a esas inmundas bestias!
Moshem estuvo a punto de soltar la risa. Entusiasmado con su aventura, se alejó con un andar ligero camino del barrio de los mercaderes. Le encantaba vagabundear dejándose llevar por su fantasía. Mennof-Ra era una ciudad que no dejaba de sorprenderle. Le apasionaban los puestos y a menudo se detenía a charlar con los obreros, les hacía preguntas sobre su trabajo. El torno del alfarero lo fascinaba especialmente, la docilidad con que se formaban los objetos bajo la mano experta del artesano a partir de la arcilla roja. En los mercados, los aparadores de los comerciantes ofrecían productos de todo tipo: carne, frutas, verduras, especias perfumadas y coloreadas, tejidos, vestidos, sandalias, joyas hechas con huesos, con marfil, con cobre, con oro o incluso plata, un metal mucho más raro que el oro. Los charlatanes elogiaban productos milagrosos destinados a curar cualquier cosa, sobre todo los dolores de muelas. Los obreros y los sirvientes libres acudían a ofrecerse junto a los mercaderes de esclavos. Más allá se encontraban expuestas toda clase de bestias: bueyes, asnos, corderos y cabras, aves… Era poco habitual la cría de ocas y patos. Bastaba con abatirlos con el arco o el bumerán, o cazarlos con la red.
Moshem escuchaba las palabras de los comerciantes mientras éstos enumeraban los méritos de sus productos ante una multitud de ingenuos, las amargas discusiones que surgían de las transacciones. Todo era susceptible de trueque. Así, los obreros y los artesanos recibían como pago cerveza, pan o incluso tejidos. Se usaban, asimismo, anillos de oro de diferentes diámetros.
Los albergues ofrecían las terrazas, donde uno podía calmar su sed con un vaso de limonada, naranjada, cerveza o vino de Dajla. De vez en cuando, la gente se abría para dejar paso a un rico señor acompañado por su esposa y sus concubinas. A cierta distancia les seguían los sirvientes y esclavos, con abanicos de plumas de avestruz.
Moshem se divertía con las discretas miradas encendidas que le dirigían las bellas egipcias, embelesadas al ver a aquel precioso muchacho deambular por las calles. Él les respondía con una ancha sonrisa y, si era posible, iniciaba una conversación.
Así estaba con una preciosa joven cuando un grito llamó su atención. Hubo un trajín a unas paradas de distancia y ruido de cascos de caballo. Moshem se apartó y vio a un chico de unos quince años que huía con unos dátiles. Un comerciante furibundo lo perseguía vociferando, acompañado por las carcajadas de la multitud. Cuando pasó a su lado, el joven intercambió una mirada traviesa con el adolescente. A continuación se apoyó contra un montón de cestos redondos, que cayeron a los pies del perseguidor, que cayó de modo espectacular y se enredó con los fardos de tela que salían de los cestos al tiempo que rugía. El mercader de telas también empezó a gritar e intercambiaron puñetazos, aumentando así la confusión. Desternillándose de risa, Moshem se alejó discretamente, bajo la mirada divertida de un grupo de chicas que alentaron su huida con sus gritos. Tomó una callejuela más tranquila y se dirigió hacia el río por un pequeño canal. De repente, el ladronzuelo se plantó frente a él con una ancha sonrisa.
—Lo he visto todo. Aquel palurdo nunca me habría atrapado, pero te agradezco que me hayas ayudado.
—De nada. ¿Cómo te llamas?
—Nadji. ¿Y tú?
—Moshem. Soy beduino.
—Eres ¿qué?
Entonces, el joven le habló de su país de origen. Con sumo interés, el chico le ofreció unos dátiles y ambos bordearon la orilla del río, no lejos de los astilleros. Rápidamente nació entre ellos una simpatía mutua. Moshem supo así que su nuevo amigo no tenía domicilio. Sus padres habían fallecido años atrás a causa de una epidemia. Desde entonces dormía en cascos de barcos abandonados, refugio de toda clase de personajes marginales. Vivía de pequeños hurtos y de la mendicidad. Por un pedazo de pan o un puñado de fruta, guiaba también a los extranjeros ricos a través de la ciudad, que conocía como la palma de su mano. Moshem le contó su historia, y su esclavitud.
Cuando se separaron, prometieron volver a verse.
Tras haber maldecido su destino, Moshem consideró que no había tenido razón al quejarse. Desde hacía algunos meses se había convertido en una persona indispensable y ocupaba un lugar envidiable en el hogar de Nebejet.
Además de director de los papiros reales, Nebejet poseía una pequeña explotación agrícola de la que estaba tremendamente orgulloso. Por desgracia, si bien la fabricación de soportes para la escritura no tenía el menor secreto, poco sabía acerca de animales y agricultura. Moshem había observado que algunos granjeros lo timaban de manera descarada. El joven beduino no tardó en aprender lo necesario para interpretar los libros de contabilidad. Gracias al conocimiento que poseía de los rebaños, rápidamente descubrió ciertas irregularidades. No dudó en abrirle los ojos a su señor. Quería a aquel hombre afable, sin cambios de humor y al que su optimismo inalterable impedía ver la picardía humana. Su desarmante ingenuidad y su bondad lo habían seducido.
Por su parte, Nebejet lo trataba como el hijo que no había tenido. Le gustaba escuchar el relato de Moshem de las leyendas de su país, los viajes que lo habían llevado a las diferentes regiones del Levante y de las calurosas orillas del mar Sagrado[28] a las colinas del norte. Moshem no le ocultó su don de descifrar los sueños, y Nebejet no cesaba de pedirle consejo.
No trataba a Moshem como a un esclavo[29]. El joven gozaba de una relativa libertad. Nebejet le permitía pasear por la capital, algo que hacía constantemente. Conocía todos los rincones de Mennof-Ra. Su cara de adolescente despertaba el vivo interés de las ricas mujeres egipcias ociosas, o de sus sirvientes. Atraído desde siempre por la belleza femenina, Moshem sólo tuvo que pasar por el mal trago de escoger. El temperamento alegre, la mirada felina, la musculatura y la sonrisa que mostraba una dentadura perfecta habían seducido a más de una. De todos modos, las escapadas libertinas no siempre eran del gusto de los esposos de las damas afectadas. En varias ocasiones tuvo que dar las gracias a la velocidad de sus piernas por haber salvado los huesos. Lo que no impedía que regresara a visitar a la mujer unos días más tarde, cuando la efervescencia se había calmado.
Acompañaba a Nebejet a las tiendas donde preparaban los soportes a partir de los papiros. Inteligente y curioso, se interesó por aquel oficio. Tras ser recogidos uno a uno en las marismas del delta, los tallos llegaban en manojos a los almacenes. Los mayores servían para la fabricación de barcos, esteras, cuerdas y sandalias. Algunos eran suficientemente robustos para ir a parar a la construcción de las efímeras capillas destinadas a ceremonias religiosas, como la de la fiesta de Heb-Sed, o a las fiestas de los muertos, que se celebraban en la llanura de Sakkara. Otros eran usados en la construcción de los tabiques móviles del palacio real o de las moradas de los nobles[30].
Con todo, los tallos más hermosos estaban reservados para la fabricación de los rollos de escritura que usaban los escribas.
—¡Estos libros valen una fortuna! —comentaba Nebejet con satisfacción—. Por eso soy rico. En las escuelas de escribas se ha adoptado la costumbre de limpiar los textos antiguos para economizar en rollos. Sin embargo, cada vez hay más escribas y los pedidos aumentan. Tendré que contratar a más obreros.
Fascinado, Moshem admiraba el trabajo minucioso de los artesanos que cortaban los largos tallos en vertical para extraer las hojas fibrosas más finas, que se unían transversalmente. Luego se ponían a secar. Las hojas obtenidas se pegaban y se enrollaban para conformar los libros. El principio y el final de los rollos, las partes más frágiles, quedaban protegidos por unas pequeñas tiras de cuero pegadas en el reverso.
Nebejet sabía que Moshem era el hijo de un gran jefe de una tribu beduina y había sido educado como un príncipe. Como si de un juego se tratara, y también porque le desesperaba no haber tenido descendencia masculina, Nebejet decidió perfeccionar la educación del joven permitiéndole estudiar los medu-néteres[31] al lado de su viejo intendente Hotará. Observó que el joven gozaba de una amplitud de miras poco común que le permitió comprender rápidamente los fundamentos de la escritura. Por diversión, le ofreció uno de aquellos preciosos rollos de papiro para que trabajase. Nebejet apreciaba la compañía de Moshem. Todo llamaba su atención, hacía preguntas a propósito de cualquier tema y Nebejet se sentía afortunado de poderle dar las respuestas. A cambio, Moshem le enseñaba a su señor el arte de administrar una granja, de reconocer un animal sano y uno enfermo. Lo que evitó que, en más ocasiones, mercaderes poco escrupulosos le estafaran.
En cuanto a las mujeres de la casa, Saniut veía a Moshem como a un joven hermoso con quien le habría gustado pasar un rato agradable. Él sabía qué pretendía ella y no tenía la menor intención de traicionar a un tenor tan bueno.
La situación con Anjeri era más problemática. Era una muchacha dulce, de diecisiete años y largo cabello negro, única superviviente de los tres hijos que Nebejet tuvo con su primera esposa. Por causa del amor algo posesivo que le profesaba, su padre no tenía ninguna prisa en encontrarle un marido, y la joven no parecía lamentarse por ello. Nebejet la colmaba de afecto y atenciones. Odiaba a su madrastra, la orgullosa Saniut, cuyas infidelidades no ignoraba. Con todo, no se lo mencionaba a su padre por temor a entristecerlo. Y, sobre todo, porque temía a Saniut, siempre rodeada de personajes inquietantes. Tímida y reservada, Anjeri no se sentía capaz de enfrentarse a aquella mujer que la intimidaba. Moshem había observado que tenía una buena educación y que le interesaban numerosos asuntos que también despertaban su curiosidad. Se puso a su servicio, tanto por el placer de su compañía como para evitar la de Saniut cuando el amo se ausentaba.
Anjeri quedó rápidamente cautivada por la sonrisa de Moshem, que le contó la aventura que le condujo a la esclavitud. Supo que era el hijo de un gran jefe de tribu, lo que explicaba su educación y sus modales nobles, que la sumisión no había podido borrar. Intrigada y atraída, inconscientemente empleó sus nuevas armas de seducción sin pensar que el juego la llevaría más lejos de lo que deseaba. Y sin darse cuenta se iba enamorando de él.
Por desgracia, a él le gustaban las mujeres, y sus escapadas regulares, que divertían al padre, despertaban en ella unos arrebatos de celos que se negaba a reconocer. Después de todo, Moshem era su sirviente, y no podía admitir que estaba prendada de él. Se negaba a reconocérselo a sí misma. Su relación estaba cargada de ambigüedad y emoción.
Aquel día, Moshem se instaló en un rincón sombrío del jardín, cerca del estanque que las aguas de la crecida habían alimentado. Puso sobre las rodillas la tabla de escriba y se esforzó en copiar los signos que el viejo Hotará le había enseñado. No se sorprendió al oír a su espalda el paso ligero de Anjeri. Solía ir a hacerle compañía. Se volvió y la saludó.
—¡Que el día de hoy os sea dulce, señora! —dijo con su cálida voz.
—¡Y que Apofis, el dragón maldito, devore tus entrañas! —respondió ella con un tono acerbo.
Él dejó el cálamo y la miró con expresión contrita.
—¿Qué crimen he cometido para que mi señora me desee tan desgraciado destino? —En realidad, conocía perfectamente los motivos de a cólera.
—Te vi esta mañana huir de la morada del señor Jofir. Y no me digas que deseabas robarle algo. No eres un ladronzuelo.
—¿Por qué os iba a mentir, mi dulce señora? Fui a ver a su mujer, la bella Serenet.
—¡Y te atreves a decírmelo a la cara!
—¿Qué hay de malo en ello? No soy más que un pobre esclavo. ¿Soy responsable de que alguna bella mujer de Egipto me encuentre de su agrado?
—¿Bella mujer, dices? ¡Serenet es odiosa!
—No sois muy benévola. Su rostro es hermoso, y el pecho, firme.
Anjeri estalló.
—¡Y su marido, ciego!
—¡Afortunadamente para mí!
—¡No eres más que un golfo desvergonzado! A partir de ahora, te prohíbo que abandones la casa.
—¿Por qué encolerizarse así? ¿Estáis celosa de Serenet?
—¿Celosa yo? ¿Cómo te atreves?
Levantó el brazo para abofetearlo. Él respondió con una sonrisa irresistible. El brazo cayó inerte mientras las lágrimas anegaban los ojos de la joven. Moshem se puso de pie y le tomó la mano.
—Tranquila, dulce señora, no volveré a verla. Os lo prometo. De todos modos, me encanta burlarme de Serenet.
—Entonces ¿por qué vas a verla? A ella… y a todas las demás.
Él enlazó sus dedos con los de ella un poco más. Una oleada de calor invadió a la joven.
—Ya os lo he dicho. No soy más que un esclavo, Anjeri. Hay cosas que no puedo esperar, cosas con las que no debo soñar. Así pues, me contento con las migajas que mi condición me depara. Si soy un joven apuesto, y las mujeres egipcias me encuentran atractivo, es todo un consuelo.
—¿Y qué es eso con lo que ni siquiera puedes soñar? —preguntó ella con voz alterada.
Él la miró enarcando las cejas.
—¿Es preciso que os lo diga, Anjeri?
—Me gustaría oírlo.
—No lo oiréis.
—Quiero que lo digas —insistió, y su voz dejaba adivinar de nuevo la cólera.
—¡Bien! —respondió él con otra sonrisa irresistible—. Me consuelo en los brazos de aquellas mujeres porque no puedo conseguir a la que deseo.
—¿Quién es?
—¡La conocéis! Es una mujercita adorable de larga melena morena hasta las caderas y nariz respingona. Tiene los ojos más preciosos del mundo y mi corazón parece salírseme del pecho cuando la veo. O cuando pienso en ella. Lo que sucede mil veces al día, pues vive en mi misma casa.
—¡Insolente! ¿Cómo osas?
Entonces él exclamó:
—¡Oh, mi dulce señora! ¿Cómo habéis podido pensar…? No me refería a la esposa de mi señor.
Anjeri rugió de cólera.
—¡Y encima te burlas de mí!
Él fingió sorprenderse.
—¿No hablabas de ella?
Excitada, Anjeri insistió:
—¡Quiero que me digas a quién deseas realmente!
—La señora Saniut no me importa en absoluto. Sólo me interesa la hermosa Anjeri, señora.
Ella volvió a levantar la mano y exclamó:
—¡Eres un insolente! ¿Y si te castigara con el látigo para que aprendas a respetarme?
—Cada latigazo sería una caricia si fueras tú quien me los propinara, ¡oh, señora!
Se puso de pie con brusquedad.
—¡Descarado! No eres más que un esclavo. ¡Mi esclavo! Mi padre te ha dado a mí. ¿Cómo te atreves a mirar a la hija de tu señor?
Él irguió la cabeza.
—No olvides que yo también soy un príncipe. Ni aun siendo esclavo perderé mi condición.
Su fiera mirada impresionó a la joven. Le encantaba aquella actitud desafiante. Aunque fuera un prisionero, sabía mantener la compostura de un noble. Ella bajó los ojos.
—Perdóname, Moshem, he sido injusta contigo. Conozco tu historia. Pero tienes razón, estoy celosa.
Él volvió a tomar la mano de la chica entre las suyas.
—Y yo, ¿crees que me gusta ir saltando de una a otra cuando sólo pienso en una? Creo que te he amado desde el día en que te vi, en Busiris. Llevabas un vestido de lino tan claro que el tejido dejaba entrever la finura de tus piernas. Creí que eras una esposa más de Nebejet. Cuando supe que eras su hija, y que no estabas casada, no pude evitar imaginar que algún día me convertiría en tu marido. Me olvidé de las cadenas. Pero tu padre me compró y se inició así la más sutil de las torturas. Verte, hablarte un día tras otro sin poder esperar nada más salvo mirarte y volverte a mirar, hasta gastar tus ojos. —Emitió un suspiro que hendió su alma—. ¿Qué más puedo esperar? Me lo has dejado claro: no soy más que un esclavo insolente, cuyo título principesco es sólo un recuerdo, y que se merece el látigo.
—Mi padre te adora, Moshem. A menudo me dice que le habría encantado tener un hijo como tú. Tal vez te adopte.
—¡Y te convertirías en mi hermana! ¡No quiero que seas mi hermana!
—Yo tampoco —se apresuró a decir ella.
Él se levantó y la llevó a los límites del jardín, desde donde se dominaba el río y la ciudad.
—Tiempo atrás tuve un sueño —dijo—. El sol me invitaba a su morada, y ordenaba que el trigo se inclinara a mis pies porque era un hombre importante. En mi sueño aparecía una ciudad. Y esa ciudad se parecía a… —Le mostró el panorama de la ciudad y la ciudadela—. ¡A Mennof-Ra! —concluyó—. Sé que Rammán, mi dios, no me abandonará. Aquí, en Egipto, debe cumplirse mi destino. Tal vez hoy sea un esclavo, pero algún día seré un señor poderoso y admirado. Y ese día desearé tener a una mujer a mi lado. Sabrás entonces que mis pequeñas aventuras carecieron de importancia y que tú eres la única mujer que me importa.
Anjeri no soñaba con nada más. No obstante, aunque se moría de ganas por arrojarse a los brazos de Moshem, no se atrevió a hacerlo. Demasiados esclavos fieles a Saniut merodeaban por los jardines.
De repente, un lejano estrépito procedente del río llamó la atención de la pareja.
—Mira —dijo ella—, la nave real. El rey Neteri-Jet y la reina Nefertiti van a bordo. Atraviesan el Nilo.
Moshem aguzó la mirada para distinguir a la pareja real. Vio poco más que dos siluetas magníficamente vestidas en el puente de un navío soberbio. Estaban demasiado lejos.
Anjeri lo llevó fuera del jardín y poco después estaban a orillas del Nilo. A lo lejos, la nave real se deslizaba por las oscuras aguas del río, camino de la cuenca oriental, hacia las canteras de Turah.
Anjeri no había soltado la mano de Moshem. Se volvió hacia él y clavó su mirada brillante en los ojos del joven. Sus bocas se acercaron y se unieron…
Moshem supo en aquel momento que nunca volvería a ver a la esposa de Jofir.