Al cuarto día epagómeno, el aniversario de Isis, la dama dulce de amor, un ligero viento del norte anunció el próximo retorno de Apis, el dios hermafrodita que simbolizaba las crecidas del Nilo. Al día siguiente, las aguas empezaron a subir lentamente y a oscurecerse, al tiempo que un olor fétido invadía el país. Lentamente, los campos y prados cercanos a las orillas del río desaparecieron bajo el manto irresistible. En los koms, las colinas donde se alzaban los pueblos, los campesinos contemplaban las inundaciones con una mezcla de temor y respeto. Nadie podía prever cuándo se detendría. El río, con toda su fuerza, había llegado a sumergir en alguna ocasión las casas y a arrastrar a los habitantes y rebaños que habían quedado aislados.
En el puerto de Mennof-Ra, el nivel cubría los muelles más bajos y los límites de los almacenes, como una marea alta procedente de las montañas lejanas y que obligaba a los campesinos a quedarse en casa para reparar las herramientas y preparar el grano que no podrían plantar hasta la retirada de las aguas negras.
No obstante, aquel año el rito inmutable de las ocupaciones no seguiría el curso normal. Horus había hablado. Había solicitado que cada habitante consagrara una parte de su tiempo en la edificación del fabuloso monumento que pronto se alzaría en la llanura sagrada de Sakkara. No bien hubieron finalizado las festividades de finales de año, millares de labradores ociosos se presentaron en las canteras indicadas por los escribas encargados de la contratación. Ujer, un puerto medio tomado por las aguas, recibió a la turbamulta, decenas de obreros impacientes que embarcaron en las falúas que les habían de transportar a las canteras de la orilla oriental.
Tan sólo en otra ocasión el pueblo se reunía así: cuando un enemigo amenazaba el Doble País y debía formarse lo antes posible el ejército. Esta vez no existía adversario. Pero todos eran conscientes del formidable poder que representaba la suma de aquellos brazos, de aquellas buenas voluntades. Aquella gigantesca obra sería también la ocasión para volver a encontrarse con amigos, con parientes lejanos, con vecinos con quien compartir el pan y la cerveza durante las pausas. El dios-rey se había negado a que los prisioneros de guerra convertidos en esclavos trabajaran en la construcción de la ciudad sagrada. Sólo debía ser obra de los egipcios, para que todos se sintieran implicados y pudieran decir: «Esta ciudad encierra una parte de mi trabajo». Así lo había querido el rey Neteri-Jet, y los ancianos, demasiado débiles para participar en los trabajos, se enorgullecían al contar con algunos de sus descendientes entre los obreros.
Con todo, a pesar del entusiasmo popular, el proyecto real no había gozado de unanimidad. Uno de los primeros actos de Djoser al llegar al trono fue reafirmar la unidad del Doble País, amenazada por la oposición entre las dos divinidades, Horus y Set. Reunió a los sacerdotes y las sacerdotisas de los diferentes templos. Proclamó que el culto a Horus sería, a partir de ese momento, el culto real. En tanto que encarnación del dios en la tierra sagrada de Egipto, Djoser se aseguraba de este modo el papel de primer oficiante del culto solar. Iunú, la ciudad del Sol, se convertía así en el mayor centro espiritual, bajo la égida de Imhotep.
Esa decisión exasperó a determinados religiosos, en especial a los adeptos del dios rojo, que veían cómo se esfumaban sus privilegios. No dejaron de rumiar su fracaso recordando la época precedente en que ambas divinidades competían en igualdad de condiciones. Las estatuas se alzaban frente a frente, los templos gozaban de idénticas ventajas… ¿Cómo podía lucharse contra las decisiones reales? Mejerá siempre había hecho partícipe al rey de su desacuerdo. En cada ocasión, Djoser se mostraba diplomático y había sabido evitar las susceptibilidades del viejo sacerdote aduciendo que Set continuaba siendo uno de los dioses principales, por encima de Horus. Mejerá cedió, sin duda porque no se sentía con fuerzas para luchar contra la fuerte personalidad del rey.
Aun así, desde la ceremonia de fundación, Mejerá no veía con buenos ojos la disminución de influencia de su templo, que le procuraba unos pingües beneficios. No disimulaba su mal humor. Imhotep, sumo sacerdote de Iunú y primero después del rey, dirigía el culto a Horus. Él mismo en persona habría debido ocupar un cargo similar, algo que no sucedió pues se vio relegado a la categoría de sacerdote responsable de los templos de Ptah, el dios artesano; de Sobek, el dios cocodrilo, o de Neftis, la hermana de Isis. Y no estaba dispuesto a aceptarlo. Set era el más poderoso de todos los dioses, era el Guerrero, poseía la fuerza del mismísimo desierto. Y aquella ciudad sagrada constituía una amenaza inaceptable para la preponderancia del culto a Set.
A la mañana siguiente de la primera gran concentración de obreros, Mejerá se presentó en palacio, seguido por una docena de compañeros, y solicitó audiencia a Djoser. Aquella mañana, Semuré acababa de informar al rey que en los últimos meses se habían cometido varios crímenes idénticos. Todos habían tenido como víctimas a madres jóvenes cuyos hijos pequeños habían sido secuestrados. El último tuvo lugar en el nomo de Per Bast, cuya capital, Bubastis, era la ciudad de la diosa Bastet. Cuando Mejerá se personó ante el rey, Djoser no estaba de muy buen humor. El viejo sacerdote debió morderse la lengua para contener sus recriminaciones.
—He acudido a veros, ¡oh, Toro Poderoso!, para haceros partícipe una vez más de nuestras inquietudes al respecto de la construcción de esa ciudad sagrada que concederá una mayor importancia al culto a Horus.
—Ya conozco tus quejas, Mejerá. Debes saber que es inútil insistir.
—Aceptad escucharme, majestad. El buen dios Jasejemúi, vuestro padre, hizo gala de sabiduría al reconciliar los dos néteres. ¿Por qué debemos poner en entredicho ese equilibrio? ¿No teméis que la cólera de Set se cierna sobre nosotros?
—Horus no teme a Set. Así, yo tampoco le temo. Hemos mantenido discusiones inacabables, Mejerá. No estoy dispuesto a reconsiderar mi decisión. ¡La ciudad se construirá!
El otro persistió:
—¿No podríamos concebir en dicha ciudad, acaso, dos templos idénticos, uno consagrado a Set y el otro, a Horus, y mantener así la igualdad entre ambas divinidades?
—Ni pensarlo. El culto a Set continuará, con el mismo rango que el del resto de dioses. Horus, sin embargo, es el décimo elemento de la Enéada sagrada, aquél en quien todas las divinidades se armonizan según Maat. Horus es el dios del Sol. Ningún otro puede oponérsele. Sería una aberración. No seguiré discutiendo.
—¿Debo entender que os negáis a escucharme?
—¡Así es! En tanto que rey del Doble País, ¿no soy yo acaso el primer sacerdote de Kemit?
—Incluso un rey está sujeto a error, ¡oh, Luz de Egipto! ¿No veis que los partidarios de Set se rebelarán contra vos?
—Mejerá, estoy harto de esta disputa. Peribsen murió y con él sus ambiciones guerreras. El culto a Horus será la religión principal de Egipto. Ése es mi deseo.
Mejerá comprendió que nunca conseguiría decir la última palabra. Se inclinó antes de retirarse refunfuñando. Junto a Djoser, el viejo Sefmut, apoyado en el bastón esculpido, declaró:
—Habéis hecho gala de una gran autoridad, señor. No obstante, Mejerá no está equivocado. Le creo íntegro, aunque muchos partidarios de Set no os perdonarán haber mancillado su nombre. Y entre ellos se hallan quienes, en su tiempo, siguieron al usurpador Peribsen. La cólera de Set podría expresarse por medio de sus actos.
—¡Sabré contenerlos! ¡Por la fuerza, si es preciso! —replicó con firmeza Djoser—. Me niego a que Egipto vuelva a sufrir un nuevo enfrentamiento como el que mantuve con Nekufer.
—Sería preciso saber, señor, quiénes son. La corte es hipócrita y versátil. Os aclaman y os juran amor y fidelidad, aunque tras las máscaras, ¿cuánta es su sinceridad? ¿Sabríais reconocer aquellos que os cubren de caricias y elogios aun estando dispuestos a apuñalaros por la espalda a la menor ocasión? Los partidarios de Set, los nostálgicos de Peribsen, los antiguos amigos de Nekufer y de Ferá aún pueblan la Gran Morada. La popularidad de que gozáis entre el pueblo no os pone a salvo de enemigos invisibles que preparan sus funestos golpes en la sombra.
—Semuré está atento. Él es mi vista y mi oído.
—Lo sé, señor, pero desconfío de los fanáticos engendrados por el dios maldito. Cuando Nekufer se apoderó de la corona y yo los defendí, yo mismo sufrí la venganza. Aún guardo algunas cicatrices y una pierna que se niega a prestarme servicio.
Djoser cogió afectuosamente al anciano por los hombros.
—Soy consciente de todo ello, ¡oh, Sefmut! Sabes cuánto te agradezco que me hayas sido fiel. Daré órdenes a Semuré de que doble la vigilancia, pero… —Hizo una pausa y añadió—: Ya tiene bastante con la sórdida historia de las jóvenes asesinadas y los niños desaparecidos.
En ese momento apareció Tanis, seguida por sus esclavos, y con Seschi y Jira de la mano. En cuanto los niños vieron al rey, a quien Jira consideraba su padre, se precipitaron sobre él para besarlo. Encantado por abandonar las preocupaciones, Djoser les tendió los brazos.
—Ya hemos hablado bastante de todo —le susurró a Sefmut—. La reina está inquieta y no quiero acrecentar su angustia.