Capítulo 8

Los días epagómenos[24] se acercaban, con sus festividades tradicionales. Aquel año cobrarían mayor importancia a causa de los proyectos reales. El anuncio de la construcción de una ciudad sagrada en la meseta de Sakkara suscitó una reacción entusiasta entre el pueblo. El Doble País no había dejado de prosperar desde que el rey Neteri-Jet ascendiera al trono de Horus. La ciudadela de los Muros Blancos recuperó el esplendor del pasado, que sólo recordaban, y vagamente, los más viejos del lugar. Afirmaban que era mucho más bella ahora, todo un cumplido. En general, solían considerar que cualquier tiempo pasado era mejor.

Uno tenía la impresión de hallarse en un mundo en ebullición, en plena metamorfosis. Renenutet se había mostrado muy generosa y las cosechas fueron abundantes. Nunca los rebaños habían crecido tanto. Las ansias por construir, por crear, se habían apoderado del reino. Auspiciados por el soberano, los ricos propietarios se rodeaban de artistas: músicos, escultores, bailarines… La moda se renovaba, integrando nuevos tonos y formas. Egipto prosperaba y la fiesta que se desató en las calles de la ciudad era la viva imagen de la alegría de vivir de los habitantes. En las plazas y a orillas del río se organizaban pasatiempos espontáneos.

Fuera de las estaciones, los días epagómenos estaban dedicados a los dioses, fechas en que se celebraban sus aniversarios. En el segundo se festejaba el nacimiento de Ra-Horus. Como mandaba la tradición, Djoser ordenó que se preparara una gran recepción en palacio.

Poco antes de la caída de la noche tuvo lugar, frente a la Gran Morada, una representación teatral dirigida por el viejo Shudimu, a quien Djoser había ratificado como organizador de los espectáculos reales. La pieza narraba el nacimiento de Horus en Behedu y la huida de su madre, Isis, ante las tropas de Set, que habían invadido el valle sagrado, hasta el momento en que el joven dios libraba un feroz combate con su tío, el asesino de su padre, Osiris. Shudimu trató de que Tanis interpretara el papel de Isis. No olvidaba que poseía una voz excepcional. Pero la joven reina se negó a causa de su embarazo. Se esperaba que diera a luz en menos de dos meses. Refunfuñando como de costumbre, el viejo acabó capitulando.

Confortablemente instalada en un sillón de patas de león que los sirvientes habían ornado con cojines, Tanis seguía con interés las peripecias de la obra cuya historia ya le era conocida. No olvidaba la representación de hacía cuatro años atrás y en la que interpretó el papel de la diosa Sejmet. En aquella época aún no había captado el sentido simbólico y premonitorio del personaje. Ocurrió la misma noche en que Djoser le pidió a su hermano permiso para desposarla. Pero Sanajt lo denegó, trastornando así sus vidas.

Hoy, nada semejante podía suceder. Habían triunfado. Djoser se había convertido en el nuevo Horus y se casó con ella. A poca distancia de la esposa, seguía con atención la interpretación de los actores, los giros de la trama. Le habría encantado deslizar la mano entre la de su marido, que su calor la tranquilizara. Sin embargo, el protocolo no era de gran ayuda. No distinguía más que su perfil, extrañamente iluminado por la luz amarillenta de las lámparas de aceite dispuestas aquí y allá. Sonrió con ternura. Conocía todos y cada uno de los detalles de aquel rostro que tanto impresionaba a nobles y campesinos. Tal vez Djoser fuera la encarnación de Horus, pero para ella no era más que el hombre a quien amaba y a quien había amado desde su infancia. Conocía sus puntos débiles, sus temores. Por todo ello, disponía de cierta influencia sobre él, el rey divino, el hombre más poderoso de las Dos Tierras, e incluso del mundo, que nadie jamás podría poseer.

Y con todo, aquel inconsciente poder no la resguardaba de la desagradable sensación de inseguridad que experimentaba desde hacía meses. Algunas noches la asaltaban horribles pesadillas. Una de ellas la aterrorizaba especialmente. Un espectro, cuya monstruosa cara le recordaba vagamente la de una serpiente, merodeaba por palacio. En plena noche, raptaba a Seschi y a Jira para conducirlos a un laberinto oscuro y cenagoso. Tanis trataba de seguirlos, pero se perdía entre los árboles cuyas ramas, como garras, obstaculizaban su avance. Quería pedir socorro, aunque de su garganta no salía ruido alguno. Poco a poco, el bosque se estrechaba como queriendo triturarla, y se despertaba sobresaltada, con el corazón palpitando y la respiración agitada.

Tal vez las pesadillas eran fruto de su estado. No entendía nada. La pequeña Jira fue concebida bajo unas circunstancias espantosas, el embarazo tuvo lugar en medio de un ataque de leones y, a pesar de todo ello, dio a luz sola, sin ninguna dificultad. Hoy, mientras se beneficiaba de las atenciones del mejor médico del mundo, su propio padre, la maternidad la agotaba de un modo extrañamente anormal. El mismo Imhotep la previno: el parto podía tener complicaciones.

De vez en cuando, su energía vencía y se apoderaba de ella el deseo de luchar. Aunque, por lo general, sucedía lo contrario y la invadía un profundo cansancio, su naturaleza optimista se esfumaba y unas insidiosas ansias de abandonar, como una fatiga inmensa, la asaltaban. La vida de una reina no era en absoluto compatible con la de una futura madre.

La obra concluyó con el triunfo de Horus, quien tras vencer a Set acababa reconciliándose con éste. Tanis no pudo evitar pensar que había algo ambiguo e inconcluso en aquel curioso combate entre tío y sobrino, dos divinidades poderosas y diferentes, aunque también complementarias. Sentía que Shudimu había querido complacer a los adeptos de Set, encolerizados con el proyecto de Sakkara. Los sacerdotes del dios rojo no aceptaban con agrado que, día tras día, sus prerrogativas fueran recortadas.

Tanis sabía que la lucha entre ambas divinidades revestía un carácter simbólico, el ciclo inmutable de la muerte y la resurrección. Sin embargo el pueblo, poco proclive a las sutilezas de los símbolos, no retenía de la historia más que el combate que había enfrentado a los dos dioses. Dos dioses reconciliados por el padre de Djoser, Jasejemúi. ¿Acaso no había reavivado Djoser las viejas rencillas con el restablecimiento del culto a Horus como divinidad principal?

Todo le parecía estúpido. La verdadera naturaleza de Set no era mala, afirmaba el viejo maestro Meritrá. Por desgracia, la interpretación que los hombres hacían podía ser peligrosa. Los néteres eran las potencias invisibles que regían el universo. Set, el Set de los orígenes, constituía, tan sólo, uno más de ellos. No obstante, Tanis notaba que detrás de aquella máscara inquietante, aunque del todo familiar, se ocultaba algo más terrorífico que aún no acertaba a definir, toda vez que merodeaba entre las sombras. Como el reflejo de una potencia oscura en gestación que aguardaba una señal para hacer acto de presencia en el mundo. A pesar del calor, percibió en la nuca un aliento abrasador y gélido al mismo tiempo. Se giró, como si una bestia monstruosa estuviera detrás de ella. Pero no había nada. Nada salvo los espectadores que abandonaban lentamente el lugar comentando el espectáculo. Uno de ellos la contempló. Cuando se cruzaron sus miradas, se sorprendió de la rara belleza del individuo, cuyo rostro quedó iluminado por una sonrisa que mezclaba respeto y un deseo inequívoco. Habría querido obviar aquella audacia, pero le resultó imposible. En ese momento, un malestar hasta el momento desconocido se mezcló con su angustia. El desconocido se postró ante ella y luego se perdió entre la multitud. Tanis conservó durante un momento el eco de su mirada oscura, similar a la de una serpiente o una fiera que deslumbrara a un pájaro.

Después de la representación, las festividades continuaron en los jardines reales, donde unas mesas repletas de vituallas aguardaban a los invitados. El escanciador, Nakao, proponía, además de las tradicionales cervezas, una variedad de vinos, algunos de los cuales procedían de los lejanos oasis del sur. Uti, el panadero que había servido a Sanajt e incluso al usurpador Nekufer, exigió que sus artesanos se superaran. Los panes multiplicaban formas y variedades. Ramois se había mezclado con los músicos y varias orquestas, instaladas en diferentes puntos del parque, añadían sus notas a la algarabía reinante. Junto al estanque, una cohorte de bailarinas desnudas llevaba a cabo danzas para deleite de los invitados. Constelaciones de lámparas de aceite difundían una luz dorada, realzando los rostros, alumbrando la sensualidad en los ojos de las mujeres y la pasión en los de los hombres.

Semuré, primo del soberano y jefe de la Guardia Real, no apartaba la mirada de Djoser ni de Tanis. Aquellas recepciones lo ponían nervioso. El rey contaba con muchos enemigos. Los cómplices de Ferá y Nekufer, a quien el rey había confiscado los bienes, se habían dispersado por el país. Alguno de los dos tal vez quisiera vengarse. El desarrollo del culto a Horus no era del agrado de los partidarios del dios rojo, entre quienes se contaban algunos fanáticos que no dudarían en sacrificar su vida para asesinar al rey que había menoscabado la influencia de su divinidad.

Semuré se había rodeado de una falange de jóvenes capitanes dignos de confianza que tejían alrededor de la pareja real una red de vigilancia difícil de sortear. A pesar de todo, Semuré sentía un cosquilleo en el estómago en todo momento. Tenía constantemente la mano en la espada y no se alejaba del rey.

De vez en cuando, pensaba que el puesto de jefe de la Guardia Real no era nada fácil. En el pasado le gustaban esas fiestas, pues en ellas podía conocer a mujeres bellísimas. Hoy, ya no pensaba en distraerse. Sin embargo, le habría cedido su lugar a quien se lo hubiera propuesto.

Además, no podía decir que hubiera sido privado de la compañía de las mujeres. Inmaj, la hija de Ferá, el visir destronado, no se apartaba de él. Era una chica preciosa y no carecía de encanto. Destilaba una especie de fragilidad que animaba a protegerla.

Semuré conocía bien su historia. El celoso Ferá, más preocupado en satisfacer sus ambiciones que en la felicidad de su única hija, la ofreció al anterior rey, Sanajt. Éste la convirtió en su amante cuando apenas contaba trece años. Esperaba que le diera un hijo, pero los dioses no se mostraron favorables, sin duda a causa de la pésima salud del rey. Tras la muerte de Sanajt, Inmaj se quedó sola y odiada por su padre. Cuando Nekufer se hizo fraudulentamente con el poder, Inmaj vivió en un estado de angustia. Temía que su padre decidiera depositarla en el lecho del usurpador para sellar así la alianza. ¿Acaso no lo había hecho anteriormente con Sanajt? Tenía miedo de Nekufer, cuya brutalidad con las mujeres era conocida. La victoria de Djoser fue todo un alivio. Abandonó a su padre y el palacio real para presentarse y postrarse ante el nuevo rey.

Djoser la acogió en un primer momento con desconfianza. Era la hija de uno de los hombres cuyas acciones habían perjudicado toda la tierra de Egipto. Más tarde comprendió que detestaba a aquel padre autoritario que siempre la había considerado como una moneda de cambio destinada a satisfacer sus ambiciones. Además, había sido la compañera de Sanajt y los testimonios de muchos esclavos daban fe del apoyo moral y el afecto con que lo había acompañado a lo largo de la enfermedad. Había llegado a pensar incluso en casarse con ella, pero su deteriorada salud no se lo permitió.

Por diferentes motivos, Djoser le permitió conservar una parte de su fortuna. Liberada de la tutela paterna, Inmaj se hizo valer. Generosa y sensible, poseía un encanto innegable, una seducción natural y una frescura y una belleza que eran la envidia de muchas mujeres, y que atraían a no pocos hombres. Tanis, que apreciaba su alegría y espontaneidad, estaba muy contenta de tenerla entre sus damas de compañía. Descubrió un nexo común entre ambas: a Inmaj le encantaban los animales.

Inmaj estaba enamorada de Semuré, y no lo ocultaba. Por su parte, el joven no era ajeno al infantil encanto de la dama y se sentía halagado por ese interés. No obstante, no deseaba sacar partido de su ventaja. Hija única de un hombre muy rico, Inmaj también era frívola y caprichosa, y estaba acostumbrada a que admiradores y esclavos la obedecieran. Tras la máscara de seducción que esgrimía, Semuré adivinaba a una mujer posesiva y celosa, que no le dejaría un momento de respiro. Mantenía una relación amistosa, fingiendo no ver las miradas que ella le dirigía y que deleitaban a toda la corte. Semuré consideraba que Kemit rebosaba de chicas preciosas, y que sería una estupidez contentarse con una sola.

Cerca del foso de los leones observó a su cómplice Pianty, jefe de la Casa de Armas, que conversaba con una hermosa chica que parecía estar a sus pies: Semuré sonrió. Amigo fiel y alegre compañero, resistente al sufrimiento, valeroso ante el enemigo y jefe militar riguroso y eficaz, Pianty jamás había sido un gran seductor. En esta ocasión, sin embargo, parecía haber echado las redes sobre una perla rara.

Semuré se acercó al estrado donde se había ubicado la pareja real, sentada en unos sillones de ébano incrustados de nácar, y se interesó por el séquito de nobles que entraba en los jardines.

Aún tocado con los atributos reales —la falsa barba, el cayado y el mayal—, Djoser recibía uno a uno a los invitados, algunos procedentes de regiones lejanas. Tras él se habían colocado Imhotep y Merneit. Semuré sonrió al presenciar el discreto bostezo de Imhotep. Aquellos grandes fastos lo aburrían soberanamente porque le hacían perder un tiempo de trabajo precioso.

Un hombre grande y de piel oscura como el ébano se aproximó. Encantado, Djoser lo reconoció como su viejo adversario Hakurna, antiguo rey de Nubia. Djoser lo había derrotado y, tras las súplicas de Tanis, se reconcilió con él y lo convirtió en su aliado. Hakurna se erigió, con el tiempo, en uno de los más firmes apoyos del rey en la frontera meridional de Egipto.

Hakurna, de Nubia, aportaba numerosos presentes: unos maravillosos colmillos de elefante, pieles de hipopótamos, leopardos y leones y una pareja de guepardos con que obsequió a la reina.

La atmósfera de la corte había cambiado considerablemente desde la llegada de Djoser. Expulsados sin miramientos los antiguos ministros y los directores de su hermano Sanajt, que se habían aprovechado una y otra vez de su debilidad, formó su propia corte, compuesta por capitanes que combatieron a su lado durante la campaña contra el usurpador Nekufer y jóvenes cuyos méritos y lealtad apreciaba. Aun así, hubo de alcanzar pactos con las grandes familias de terratenientes, quienes habían aceptado las condiciones impuestas por Sanajt durante el conflicto que los enfrentó. A pesar del temor y el respeto que suscitaba, no era tonto y sabía que algunos esperaban al primer signo de debilidad para imponer su voluntad.

Bajo la máscara acogedora, Djoser se esforzaba por adivinar qué barruntaban quienes se ocultaban tras las sonrisas y reverencias. La experiencia le había demostrado que era aconsejable repartir la confianza poco a poco y recelar de las hermosas palabras de todos, pompas de jabón que se demudaban con el viento o los cambios de humor.

Djoser hablaba poco, y escuchaba mucho, sin dejar jamás que sus sentimientos se notaran. Se podría decir que era una persona impasible. Sin embargo, su cólera era temida y podía surgir en cualquier momento sin que nada lo anunciara, cuando atisbaba en un interlocutor el menor signo de hipocresía.

Además de los monarcas llegados de provincias lejanas, Mennof-Ra acogía igualmente a multitud de señores egipcios que residían en el extranjero, en los protectorados de Biblos o Ashquelon. Algunos, sabedores del ascenso al trono de Djoser, habían incluso decidido no volver a marcharse.

Tal como sucedía con uno de ellos, que se postró largamente ante Djoser y Tanis. Detrás de él, una docena de esclavos depositaron presentes, piezas de tela, objetos de cobre cincelado procedentes de Sumeria, dos sofás con incrustaciones de marfil y un cofre de madera elegantemente decorado y bañado en oro.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Djoser.

—Soy Kaianj-Hotep, hijo de Hetepzefi —dijo el hombre con una voz profunda—. Me honraría que aceptarais estos regalos destinados a sellar nuestra amistad. Con vuestro permiso, quisiera regresar a Egipto.

Tanis reconoció en él al hombre que le había sonreído al final de la representación. De unos treinta años, desprendía un poder de seducción indiscutible. De hermosa prestancia, debía de tener éxito entre cierta clase de mujeres. No obstante, algo en su actitud molestaba a Tanis. Y no lograba saber qué era.

—¿De dónde procedes? —inquirió el rey.

—De Biblos, ¡oh, Toro Poderoso! Pero no deseo volver allí pues me sucedió algo terrible cuyo recuerdo aún me estremece.

—Por los dioses, ¿nos narrarás tu aventura?

—Con gusto, majestad, si no temiera aburriros.

—Al contrario, te escuchamos. ¡Que le traigan una silla!

Era evidente que el hombre dominaba el arte de cautivar a la audiencia. El mismo Imhotep le prestó atención. Kaianj-Hotep se aproximó con familiaridad y tomó asiento en una silla plegable que un esclavo le acercó. De inmediato, Tanis tuvo la impresión de que el relato iba dirigido a ella; tal vez a causa de las miradas que parecían desnudarla.

—¡Ahí va! Siempre he vivido en Biblos, donde mi padre ocupaba un alto cargo en el gobierno. A su muerte, le sucedí y mis negocios prosperaron. Poseía la morada más hermosa de la ciudad. Cada mañana daba gracias a los dioses que se habían mostrado benévolos para conmigo. Pensaba que todo aquello duraría hasta que mi hijo, a su vez, me sucediera. Sin embargo, hace unas semanas se produjo un acontecimiento espantoso que a punto estuvo de costarme la vida. —Se interrumpió, dosificando el efecto buscado.

—¿Qué sucedió? —preguntó Djoser.

—Una noche estaba en mi habitación en compañía de mi esclava predilecta. Debo decir que mi bien amada esposa se unió al Campo de Rosales[25], hace varios años. Comenzaba a conciliar el sueño cuando, de sopetón, un extraño olor anegó mi nariz. Me desperté y lancé un grito de terror: estaba rodeado por un humo espeso que ascendía desde el suelo como un monstruo siniestro. Inmediatamente comprendí que mi vivienda era presa de un incendio. Me levanté llamando a gritos a mis esclavos. Sin embargo, el fuego ya había asolado la mayor parte de la casa. Mi compañera murió. Ignoro cómo me salvé. A mi alrededor, los muros ardientes se derrumbaban, mostrando telones de llamas que devoraban todo lo que encontraban a su paso. No podía respirar. Tuve que abrirme camino entre los jardines hasta llegar, por fin, a la calle. No llevaba vestimenta alguna. —Kaianj-Hotep bajó la voz y sus ojos brillaron—. Mi hijo pereció entre las llamas, señor. Un niño de diez años, el orgullo de mi vida. Tan sólo la mitad de mi servidumbre consiguió escapar. Los vecinos y la guardia intentaban extinguir el fuego. Entonces asistimos a un fenómeno extraordinario: las llamas se negaban a apagarse. El agua no tenía ningún efecto sobre ellas. Y mi soberbia morada resultó totalmente destruida.

—¡Y vienes a ofrecerme estos magníficos presentes! —dijo Djoser con sorpresa.

—Por fortuna mi almacén, en el muelle, quedó intacto. Aún soy un hombre rico. Pero la muerte de mi hijo me ha trastornado. Jamás habría pensado que los dioses podrían infligirme un castigo tan duro. No he dejado de pensar en aquel extraño incendio. Parecía tener vida propia, como si un demonio se ocultara tras él. Tuve miedo, ¡oh Luz de Egipto! Biblos, que siempre me había parecido tan acogedora, se había tornado una ciudad hostil. Y pensé que mi familia había abandonado Egipto hacía ya tres generaciones. No conocía el país más que por algún viaje. Así que tuve ganas de volver. Ya nada me retiene allá abajo. Con vuestro permiso, pretendo instalarme en una propiedad que poseo en Hetta-Heri, en el nomo del Toro Negro.

Djoser se arrellanó en el sillón. En efecto, unos marineros le habían hablado de un extraño incendio en Biblos que destruyó la morada de un rico comerciante.

—Kemit necesita de hombres como tú, Kaianj-Hotep. ¡Sé bienvenido!

Tanis preguntó:

—Tu historia es inquietante. ¿Tenías enemigos?

—No, mi reina. En verdad, tras todo esto veo la mano de Set.

—¿Por qué Set?

—Porque yo también creo que Horus es el dios principal de Kemit. Todo el mundo conocía mis opiniones en Biblos. No obstante, en los últimos tiempos creí observar la presencia de unos individuos obligados a huir de Egipto después de la llegada del nuevo rey.

—Partidarios de Nekufer, sin duda —intervino Semuré.

—Lo ignoro. Tal vez quisieron vengarse de su derrota conmigo. Por eso decidí regresar. Trataron de asesinarme y pueden volver a intentarlo. A pesar de mi desgracia, aún soy joven y amo la vida.

Tanis inclinó la cabeza para confirmar la acogida del rey. La inquietud que la voz del hombre había desatado la turbaba más de lo que ella habría deseado, dando pie a que una angustia latente volviera a renacer en su interior. ¿Quién había podido iniciar el fuego-que-no-se-extingue en su vivienda? ¿Un hombre? U… ¿otra cosa?