Capítulo 7

Poco antes de la llegada de Apis tuvo lugar una ceremonia fastuosa. Siguiendo la tradición, Horus Djoser debía delimitar la ubicación de la morada de eternidad y poner la primera piedra siguiendo un ritual preciso.

A media mañana, la nave real atravesó el canal que separaba Mennof-Ra de Sakkara, seguida por una multitud de falúas y de barcas de pasajeros. Varó donde se desembarcaban los restos de los reyes difuntos. En el pasado, un camino vagamente empedrado conducía hasta la necrópolis, que se extendía por los límites orientales de la llanura. Desde hacía unos meses, los obreros habían transformado el lugar. El canal, que databa del gran rey Narmer, se amplió para poder albergar los navíos pesados. Asimismo, se había iniciado la construcción de una red de canales secundarios para facilitar el transporte de los materiales. Un muelle alicatado, desde donde salía una rampa de ladrillos y morrillos camino de la meseta, sustituyó al antiguo embarcadero de madera.

Rápidamente se formó una impresionante comitiva, surgida de la nave real y de las del séquito. La divinidad esencial de aquella jornada era Sechat, néter de los jeroglíficos, la señora venerada que permitía acceder al Conocimiento, Sia, y que presidía la construcción de los templos y las moradas de eternidad: Una joven sacerdotisa personificando a la diosa encabezaba el cortejo. Vestía un largo traje de lino blanco, extremadamente fino, revestido por una piel de pantera. Una diadema con forma de estrella de siete brazos, enmarcada por unos cuernos de vaca invertidos[23], coronaba su cabeza.

Los sacerdotes de los diferentes templos seguían a la joven portando los símbolos de las divinidades. Aparecía posteriormente la litera real, transportada por una veintena de guerreros. Majestuosamente instalado en un trono de sicómoro, Djoser dominaba sobre la multitud que se había amontonado en las orillas. Según los usos de toda ceremonia oficial, el rey portaba una barba postiza, el nejeka, el mayal, y el heq, cayado pastoral, insignias de su título. Tocaban la cabeza las magas, las dos coronas blanca y roja, adornadas con el ureo, la cobra hembra de Sejmet, que se suponía ahuyentaba a los enemigos de Egipto. Una ovación atronadora saludó su paso y la aparición de la segunda litera, donde se habían postrado Tanis y los infantes reales, Seschi y Jira. Los seguían los grandes señores del Doble País, los ministros, los directores y los nomarcas procedentes de provincias lejanas.

El cortejo tomó la rampa, suficientemente ancha para que pasaran cuatro bueyes al frente, y la pendiente regular los condujo hasta un llano poblado de vegetación.

En el momento en que alcanzó el lugar, Djoser volvió a sentir la misteriosa atmósfera que lo bañaba. En aquel instante intemporal, una imagen acudió a su cabeza. Muchos años atrás había percibido ese extraño clima, la presencia de unos espíritus invisibles y poderosos. Desde el inicio de los tiempos, aquél había sido el lugar escogido para enterrar a los Horus de las primeras dinastías. Por desgracia, sus tumbas, construidas en ladrillo, no resistían el paso de los años, el viento del desierto o la codicia de los ladrones.

La procesión superó las mastabas que se extendían por la explanada, hacia el norte, y se dirigió a una extensión situada más al oeste, donde aguardaba un grupo de sacerdotes dispuestos en torno a Imhotep, tocado con una larga peluca.

Los guerreros posaron las literas en tierra. Djoser y Tanis descendieron, aclamados por la enfervorizada multitud que se agolpaba a su alrededor. El pueblo había decidido ignorar la rampa y situarse en las laderas de la colina rocosa. Una marea humana se formó en torno del cortejo real, mantenida a cierta distancia por la guardia. Lentamente, el entusiasmo de la concurrencia se difuminó y cedió su lugar a un silencio majestuoso. A una señal del arquitecto Imhotep, el rey se encaminó a un carro uncido por dos magníficos toros blancos.

Hasta ese instante se había observado escrupulosamente el ritual. Los rostros de los grandes maestros de los diferentes templos denotaban afectación, como era menester en ceremonias así. Tan sólo la mirada de Mejerá, el sumo sacerdote de Set, dio muestras de una breve sorpresa. Se sentía intrigado por algo, pero no acertaba a discernirlo. De sopetón sintió que estaba relacionado con las piquetas de delimitación que acababa de observar. Pero era imposible: una mastaba no podía alcanzar semejantes dimensiones. Debía de ser otra cosa. Se obligó a adoptar una expresión de impasibilidad.

Durante todo ese tiempo, Djoser llevaba las riendas del carro. La joven sacerdotisa que personificaba a la diosa Sechat se situó ante los animales, y a una señal de Imhotep se inició el ritual. El rey empuñó con firmeza las riendas y dibujó, partiendo de la primera piqueta, un surco de una rectitud perfecta. La experiencia adquirida en los trabajos de Kennehut demostraba hoy su utilidad, y la dirección del trazo llenó a Djoser de orgullo. Creía adivinar tras él la presencia de unas entidades invisibles que lo alentaban, como si el mismo Horus hubiera dirigido el instrumento con que delimitaba el área de su futura ciudad.

De repente creyó percibir la silueta furtiva del ciego del desierto, pero la visión se disipó. Tal vez el sudor que le caía de la frente le había deformado la visión. Una leve sonrisa iluminó sus rasgos, y se dispuso a continuar con la tarea.

Los asistentes contuvieron el aliento. El nerviosismo se apoderó de Mejerá. No se había equivocado. La mastaba cuya ubicación estaba delimitando el rey tendría unas dimensiones desconocidas hasta la fecha. A primera vista, unos quinientos codos separaban las dos primeras piquetas. La tercera, sin embargo, debía estar, como mínimo, a mil codos de la segunda. La cólera embargó al sumo sacerdote de Set. Sucedía algo insólito y nadie le había informado de ello.

Cuando Djoser llegó al tercer poste, apretó los dientes. El rey hizo efectuar un viraje perfecto a los toros, dando muestras de su gran dominio. Siguiendo en todo momento a la sacerdotisa, Djoser se puso de nuevo en marcha describiendo un camino recto y recorrió los quinientos codos que le separaban de la cuarta piqueta. Los comentarios entre la multitud crecían: jamás nadie había construido una morada de eternidad de aquellas dimensiones.

En el cuarto poste, Djoser volvió a virar en ángulo recto y regresó al punto de partida. Acababa de jalonar, ante la mirada estupefacta de la concurrencia, una sorprendente extensión de mil codos de largo por quinientos de ancho. Los murmullos de la multitud se amplificaron. No podía tratarse de una mastaba clásica. La superficie marcada podía contener varias decenas de tumbas enormes. Intrigado, el pueblo observaba las reacciones de los sacerdotes. Muchos no comprendían nada. Mejerá no disimulaba su furia. Estuvo a punto de abandonar la ceremonia, aunque la curiosidad le hizo permanecer en su lugar.

Djoser no había terminado. Siguiendo a la diosa Sechat, ganó el interior del perímetro y se dirigió al pequeño grupo de sacerdotes que portaban unos lingotes de oro que el rey había hecho fundir días atrás, así como unos sacos que contenían piedras preciosas. Tras regresar al punto de partida, cavó un hoyo con una pala de cobre y depositó en él los lingotes y las piedras. Luego recubrió el agujero con tierra. Posteriormente, dos obreros trajeron un extraño objeto sobre una camilla. Se trataba de un bloque de calcárea cuyas proporciones recordaban las de un ladrillo de arcilla. Sin embargo, era mayor y debía pesar lo que un hombre. Djoser lo colocó sobre el lugar donde había enterrado los lingotes y las piedras. El público contuvo la respiración durante la operación, que sólo podía llevar a cabo con éxito un hombre de una fuerza excepcional.

En estas ceremonias solía utilizarse un ladrillo de arcilla fabricado por el mismo rey, que se convertía en la primera piedra del edificio que se proponía construir. En esta ocasión, los espectadores se perdieron en conjeturas. Las colosales dimensiones de la superficie definida y del bloque de calcárea eran impresionantes.

Finalmente, Djoser regresó a la asamblea, seguido de la diosa Sechat e Imhotep, cuyos ojos brillaban de alegría. El rey levantó los brazos y se dirigió con voz poderosa al azul inmutable donde se arremolinaban colonias de pájaros.

—¡Oh, Horus todopoderoso, Príncipe de la Luz, Señor del Cielo y las Estrellas! He trazado hoy el perímetro sagrado donde pronto se levantará una ciudad erigida para gloria de tu nombre. Concede a los egipcios el gozo de venerarte para que tu reinado perdure por los siglos de los siglos y tu nombre resuene después de que los hijos de sus hijos se hayan unido al padre Osiris en su reino.

Y se volvió hacia la multitud.

—Pueblo de las Dos Tierras, habéis oído bien. En el día de hoy no he trazado únicamente los límites de mi morada de eternidad. Próximamente se alzará en esta llanura una ciudad sagrada donde, por primera vez, el mundo de los dioses y el de los hombres se armonizarán según Maat. Será el monumento más impresionante jamás construido y en él se mezclarán lo visible y lo invisible; será una fuente de sorpresa para cuantos visitantes vengan al reino de Kemit.

Dejó que se produjera un silencio estupefacto y añadió:

—Esta ciudad divina reflejará el alma del Doble País. Por ese motivo será el pueblo quien la construirá, y los encargados de levantarla, los artesanos. No obstante, precisaremos de una mano de obra considerable. Quiero que cada uno de vosotros, durante el período en que Apis inunda el valle y no permite que se trabaje la tierra, dedique una parte de su tiempo libre al levantamiento de la ciudad. Será, así, la obra de todos y el mayor homenaje que se habrá rendido a los dioses.

Se produjo un momento de vacilación. Acto seguido, la idea del rey tomó cuerpo en la mente de todos. Nadie había intentado llevar a cabo semejante empresa. Las mastabas eran obra de trabajadores especializados. En esta ocasión, Horus no proponía la construcción de la tumba de un rey sino de una ciudad eterna, de arquitectura desconocida, y que se convertiría en la morada de los dioses. Los asistentes sentían cómo el entusiasmo se apoderaba de ellos. Todo el pueblo participaría en la construcción. Todos, incluso los más modestos, pondrían su piedra. El júbilo insufló el pecho de la concurrencia y se produjo una formidable ovación que saludó las palabras del rey.

Cuando Djoser regresó lentamente hacia la litera real, Tanis tuvo ganas de lanzarse a sus brazos. Al igual que él, ella había evocado el recuerdo de aquella lejana tarde en que ambos sintieron la presencia de unas entidades impalpables, los reflejos de los néteres que habitaban el lugar. El ciego del desierto no había mentido: habían seguido los pasos de los dioses, habían triunfado y reinaban sobre las Dos Tierras. Él era Horus; ella era Hator, su bella esposa. Y el fervoroso apoyo del pueblo demostraba el amor que sentían por ambos.

Desde hacía unos días, la angustia de su esposa había disminuido. Djoser prestó atención a sus temores con benevolencia. Le habló de la entrevista con Imhotep y de la extraña predicción de los oráculos. El que no fuera la única persona que había percibido el peligro latente que amenazaba Egipto la tranquilizó ligeramente. Tanto más cuanto que Djoser había duplicado la guardia.

Pero ¿qué podía temer? El fervor que el pueblo manifestaba para con sus soberanos la reconfortaba. ¿Cómo era posible imaginar que entre ellos se ocultara un enemigo implacable?

Perdido entre la multitud, Moshem observaba a la pareja real. Desde donde se encontraba habría sido incapaz de reconocer a Tanis, engalanada con las insignias reales. A su alrededor, todos se dirigían a ella por su nombre de reina: Nefertiti. No distinguía más que una silueta fina y orgullosa, de vientre ligeramente hinchado por el hijo del dios viviente que llevaba en su seno. De ella emanaba una curiosa mezcla de autoridad natural y sensualidad. Moshem le estaba muy agradecido a su maestro por haberle permitido seguirlo para asistir a aquella excepcional ceremonia. El rito de la fundación lo había impresionado grandemente. Él pertenecía a un pueblo de nómadas, cuyas únicas construcciones se limitaban a tiendas de piel. Siguiendo la tradición beduina, ningún edificio humano podía rivalizar con la eternidad de Rammán, el dios de las tormentas. Un esclavo extranjero le había hecho observar la vanidad de las mastabas construidas con ladrillo crudo, presa de los ladrones y los vientos del desierto. Aun así, el gesto del rey significaba su deseo de sustituir el ladrillo por bloques de calcárea. O eso había creído entender. No obstante, la calcárea no era de fabricación humana, sino un regalo de Rammán, el dios todopoderoso. Así pues, ¿se preparaba acaso el rey Djoser para edificar un monumento que desafiaría el paso del tiempo con la ayuda de las piedras divinas?

Moshem no podía evitar sentir una gran admiración por aquel soberano tan joven, tan bello, enfundado en los ropajes reales. Aunque no era más que un esclavo, experimentaba un orgullo paradójico mientras asistía a una ceremonia tan impresionante. Desde que vivía en Mennof-Ra, estaba convencido de que aquella ciudad le depararía un destino excepcional. La confianza en el futuro se reflejaba en su rostro. No supo cuánto atraía a la esposa ni a la hija de su señor el brillo de su mirada.

La morena Saniut lo observaba con el rabillo del ojo, oculta por la espalda de su marido. Nebejet era un marido estupendo. Ingenuo y enamorado, era incapaz de ver sus deslices. Ella amaba a los hombres y no se privaba de ellos. Todos los esclavos masculinos de la morada se habían beneficiado de sus favores, así como los numerosos amigos de su marido. Éste, ya anciano y poco ducho en cuestiones sexuales, no notaba nada. Engañarlo no entrañaba peligro alguno. Sin embargo, estaba aquella maldita Anjeri, nacida de su primera esposa. Y la odiaba.

Anjeri así se lo daba a entender. Desde hacía un par de años asistía impotente a los atropellos de su madrastra sin osar decírselo a su padre. Ella sabía que él no la creería. Anjeri temía, asimismo, que Nebejet quisiera casarla con uno de sus amigos, todos tan ancianos como él. Pero Nebejet la quería. Y no tenía pensado separarse de ella. Así, dejaba que su hija escogiera con total libertad entre los numerosos pretendientes que se sentían atraídos por su fresca belleza. A causa de Saniut, Anjeri pensó en aceptar a alguno…, hasta la llegada de aquel extraño esclavo de porte orgulloso y mirada cálida. No bien su padre lo hubo adquirido en Busiris, se le pasaron las ganas de abandonar el hogar paterno. Se las ingenió incluso para que Nebejet destinara a Moshem a su servicio. Desde entonces, pasaba la mayor parte del tiempo en compañía del joven beduino. Lo trataba como a un amigo, un confidente, en ocasiones como al esclavo que era. Pero él lo aceptaba todo con aquella sonrisa ardiente que hacía que en la muchacha hirviera algo que no acertaba a comprender.

Aunque no entendía el motivo, en aquel instante en que Moshem observaba a la pareja real con semejante intensidad, le habría gustado cogerle la mano y mantenerla entre la suya. Su sonrisa la hacía sufrir. Había sabido complacer tan bien a su padre que éste cedía a todos sus caprichos y lo autorizaba para que pasara la noche con sus esclavas, quienes no juraban por nadie más que por él. De vez en cuando, le permitía abandonar la mansión para ir con alguna mujer de la ciudad, a quien miraba con ternura.

¿Por qué no la escrutaba del mismo modo?

Después de todo, no era más que un esclavo. Retiró la mano, la misma que Moshem no había tocado.

Cuando el joven siguió a la multitud enfervorizada en dirección a Mennof-Ra, Anjeri se sintió despechada. Nebejet, llevado asimismo por la decisión de Djoser, le había concedido unas horas de libertad al joven esclavo beduino.