Un navío marto[22], en algún lugar entre Asquelón y Busiris…
En el fondo de la bodega, Moshem trataba de comprender la concatenación de acontecimientos que lo habían conducido a aquel maldito navío, que lo habían arrinconado como una vulgar mercancía entre fardos de telas y jarras cuyos olores le agobiaban: láudano, incienso, especias, goma adragante, corderos, gallinas… El incesante cacarear de los pollos encerrados en las jaulas de mimbre le provocaba náuseas.
De vez en cuando, los carceleros le llevaban un caldo infame y agua. A su belleza juvenil debía las atenciones de la hija del capitán, Saadra. De noche, cuando el resto dormía en el puente, ella iba a la bodega y le traía fruta y pan. Ya hacía tres días que duraba el calvario. De siempre lo habían tratado con mucha consideración, pues era el hijo del jefe de la tribu, Ashar. Hoy, sin embargo, sufría el destino de los esclavos. Se habría quejado, pero no cabía duda de que su dios, Rammán, lo estaba poniendo a prueba.
Cuando el crepúsculo sumió las entrañas del navío en las tinieblas, una sorda angustia volvió a embargarlo. El único conocimiento que tenía del mar se debía a las visiones lejanas que de él tenía, cuando la tribu fijaba el campamento cerca de alguna ciudad costera. Los olores poco habituales, el fragor incesante de las olas siempre lo habían angustiado. Nunca anteriormente había subido a un barco. Tras una serie de desventuras, se encontró en aquella nave que se dejaba conducir por las olas, en el centro mismo de aquel mundo que tanto lo impresionaba. Solamente su orgullo le impidió doblegarse al pánico. La presencia de Saadra había sido de gran ayuda.
Aguardaba su llegada. La joven era preciosa y él sentía una irresistible ansia de hablar con alguien. Y, sobre todo, se moría de hambre. Pero tardaba. Finalmente, oyó unos pasos furtivos y emitió un suspiro de alivio: no se había olvidado de él. Un ligero viento atizó las brasas y el resplandor de una lámpara de aceite iluminó discretamente la bodega y la sonrisa infantil de Saadra.
—Mi padre ha tardado en dormirse —le explicó. Le acercó unos dátiles y una hogaza de pan que mordió con fuerza—. Mañana llegaremos a Egipto.
—No tengo muchas ansias de llegar —respondió él, con un deje de amargura.
—¿Por qué? ¿Prefieres permanecer en esta bodega apestosa?
—Tu padre quiere venderme.
—No somos ricos —contestó ella, como excusándose.
—No te guardo rencor —murmuró—. Después de todo, no soy más que un esclavo, pero… —Apretó los dientes y espetó con voz cargada de odio—: Que Rammán me conceda algún día el gozo de vengarme de mis hermanos. ¡Aquellos perros me traicionaron!
—Baja la voz —se alarmó la muchacha—. Si mi padre me descubre aquí, me castigará.
Moshem apretó las mandíbulas para calmarse. Saadra se acomodó, le tomó de la mano y murmuró:
—Nunca me has contado qué te sucedió.
En efecto, aún no había osado narrarle su aventura, tal vez porque sentía una extraña vergüenza que le impedía mancillar el nombre de su familia. Pero eso ahora carecía de importancia.
—¡Habla! —insistió.
—Soy Moshem, hijo de Ashar. Mi madre era la esposa más joven de mi padre, y su predilecta. Cuando murió, hace ya unos años, mi progenitor trasladó a mi persona todo el afecto que sentía por ella. Me regalaba las prendas más hermosas, exigía que me sirvieran las mejores viandas, las frutas más sabrosas. Siempre lo consideré algo natural. En verdad, yo era estúpido y orgulloso. Y Rammán me castigó. Pese a todo, me colmó con sus bendiciones. Me enviaba extraños sueños que me permitían prever algunos acontecimientos. Usé aquel don divino para hacer el bien. Así salvé a mi tribu de las grandes inundaciones que asolaron Levante unos años atrás. A menudo, las visiones me permitían encontrar animales perdidos o descubrir plantas necesarias para curar a los enfermos.
—Así pues, ¿conoces el significado de los sueños? —dijo sorprendida la joven.
—Para mi desgracia, sí. —Se quedó con la mirada perdida en los recuerdos nostálgicos. Saadra respetó su silencio. Emitió un suspiro y continuó—: Una noche soñé algo extraordinario. Veía cómo el sol me invitaba a compartir su morada. Me hallaba en un mundo extraño, muy luminoso. Había una inmensa ciudad, con murallas de un blanco resplandeciente y gente vestida con elegantes ropajes multicolores que se inclinaban ante mí. Deduje que algún día me convertiría en un personaje importante. No obstante, cuando les conté este sueño a mis hermanos, se burlaron de mí.
Dejó escapar una risa desafecta.
—Sin duda, estaban en lo cierto, pues heme aquí reducido a un simple esclavo. Por más que sea capaz de predecir el futuro a través de los sueños ni siquiera me di cuenta de que mis propios hermanos habían incubado unos terribles celos contra mí. Los designios de Rammán son a veces incomprensibles. Hace dos meses mi padre marchó al reino de los muertos. En ese momento floreció con toda su fuerza el odio de mis hermanos. Tras el período de luto, me alejaron de la tribu con el pretexto de una cacería. Allí me golpearon como a un perro. Creí que deseaban matarme. No osaron porque yo era de su sangre. Temían la venganza de Rammán. Pero me arrancaron la túnica y la macularon con la sangre de un cordero recién sacrificado.
—¿Por qué?
—Sin duda deseaban que la tribu creyera que una bestia salvaje me había despedazado. Posteriormente, me condujeron a una ciudad marta de la costa, donde me vendieron como esclavo.
—Y mi padre te compró…
Moshem rompió a llorar. Saadra le secó con sus finos dedos las lágrimas.
—No llores. Me encantaría conservarte a mi lado, pero ya te lo he dicho, no somos ricos. Mi padre espera sacar una buena tajada con tu venta en Egipto.
—¡No soy un esclavo!
—¡Cállate! —dijo ella.
Se callaron, temerosos de que los hubiesen oído. Pero sólo oyeron el batir regular de las olas contra los flancos del navío. Saadra se encogió afectuosamente a su lado.
—¡Escúchame! Si el sueño que tu dios te transmitió te desveló la verdad, no te convertirás en esclavo. Serás un gran señor.
—Pero entretanto mis manos permanecen encadenadas.
—Estoy convencida de que no te abandonará.
Al día siguiente, el navío entró en el puerto de Busiris. Tres años atrás, había sido el escenario de una terrible batalla entre la armada egipcia y los invasores edomitas y los Pueblos del Mar. La ciudad había quedado muy maltrecha como consecuencia de los combates, aunque la mayoría de hogares y almacenes fueron reconstruidos y una intensa actividad comercial dio pie al desarrollo urbano.
Poraan, el padre de Saadra, no compartía el interés de su hija por Moshem y, a bastonazos, le ordenó que descargara en el muelle los fardos de telas, las jarras y las jaulas con los pollos. Exhausto, cegado por la luz del sol, el joven apenas tuvo tiempo de dirigir un secreto adiós a Saadra, a quien no le estaba permitido desembarcar. Sin miramientos, lo condujeron al mercado de esclavos.
La importancia de la ciudad sorprendió al chico. Ningún otro puerto de Levante era tan grande, ni daba muestras de semejante volumen de actividad. Una multitud de mercaderes, soldados, artesanos, pastores y nobles seguidos de sus sirvientes caminaba aprisa por las callejuelas. Le sorprendió el elegante atuendo de las mujeres, así como la riqueza de las joyas. Sus fosas nasales se veían castigadas por innumerables olores, desde el del pescado de los mostradores hasta las fragancias del incienso y las especias, el olor de los troncos de árboles procedentes de Biblos, los perfumes de la fruta y la verdura o el del pan crujiente que los avispados vendedores ofrecían. Aquel desconocido país lo aterraba y atraía a un tiempo. Desde que su viejo preceptor le enseñara egipcio, siempre había anhelado visitarlo. Más habría preferido hacerlo en tanto que hijo de Ashar, el jefe de la tribu.
Sufrió un instante de humillación total cuando Poraan lo presentó al señor de los esclavos, el regente del mercado. Se trataba de un pequeño individuo cejijunto. Sin la menor vergüenza, palpó los miembros de Moshem, le separó los labios para observar la dentadura y levantó el taparrabos para estudiar los genitales. Ruborizado, Moshem lo insultó en beduino, lo que le costó un latigazo de Poraan. Dos guardias gigantescos provistos de unos largos bastones se aproximaron. Encolerizado y confundido, Moshem tuvo que mostrarse más dócil.
La transacción se llevó a cabo sin problemas. Radama, el comerciante de esclavos, no tuvo problemas en embaucar al marino marto, quien estaba encantado con el precio que le ofreció.
Encadenaron a Moshem en unas cuadras, junto con otros cautivos de mirada abatida y procedentes de regiones remotas. La mayoría habían sido capturados durante las escaramuzas entre los guerreros egipcios y las fieras tribus locales. Sin embargo, entre ellos también se contaban algunos individuos vendidos por los suyos. Los harapos y la mirada hundida hacía pensar en animales. El joven apretó los dientes y conservó la cabeza alta. Hijo de un jefe como era, comportándose como tal.
Radama lo observaba a hurtadillas. Una buena zurra propinada por el látigo habría acabado con la soberbia de aquel perro, mas decidió no hacer nada. El beduino era bello, y estaba convencido de que le sacaría un beneficio sustancioso. Tal vez despertaría el interés de algún viejo señor amante de los jóvenes o de alguna gran dama a quien su esposo hubiera abandonado. Sin embargo, la venta iba a superar sus expectativas.
Aquel día, Busiris recibía la visita de un alto dignatario de la capital, el señor Nebejet, el fabricante de rollos de papiro más rico de Mennof-Ra. De rostro bonachón, Nebejet exhibía orgulloso una gordura cómoda, símbolo exterior de su prosperidad. Junto a él caminaban dos mujeres mucho más jóvenes que él, seguidas de un séquito de administradores y una docena de esclavos. Una vez Nebejet penetró en el palacio real, todos se mostraron atentos para satisfacer su menor deseo, deferencias que aceptaba con agrado.
Moshem avistó rápidamente a aquellas dos mujeres que permanecían claramente distanciadas la una de la otra. Pensó que se trataba de dos esposas celosas. Ambas se detuvieron, interesadas, ante él. Lo estudiaron con la mirada. Posteriormente, una susurró al oído del marido. El señor se acercó a él y le preguntó:
—¿Hablas egipcio?
—¡Sí, señor! Un esclavo de mi padre me lo enseñó.
—¿Qué sabes hacer?
—Sé ocuparme de un rebaño, cuidar de las bestias, cruzar a los ejemplares más hermosos para evitar así vástagos enclenques. También sé contar. Mi padre me inició en la gestión de su fortuna.
—Así que eres hijo de un notable de la tribu.
—Soy Moshem, el hijo de Ashar.
El hombre emitió un refunfuño de duda. A su lado, la mujer insistió:
—Mira qué ojos tan inteligentes, esposo mío. Estoy convencida de que puede sernos de suma utilidad.
El hombre abrió los brazos con gesto de resignación.
—No sé negarte nada, preciosa Saniut. Está bien, lo compro.
Obsequioso, Radama se acercó y propuso un precio, un precio elevado que sabía le sería rechazado. No obstante, Nebejet ni siquiera intentó discutir. Perplejo, Radama se lanzó a sus pies para besar el suelo. Liberó al joven beduino de las cadenas. El comprador se dirigió a él.
—Soy el señor Nebcjet, jefe de los fabricantes de papiros del gran rey Djoser. ¡Vida, fuerza y salud! Ésta es mi esposa Saniut, y mi hija Anjeri. Deberás obedecerlas como si de mí se tratara.
Moshem se inclinó ante ambas mujeres. No le importunaba. Eran preciosas.
—Vendrás conmigo a Mennof-Ra —prosiguió Nebejet—. Si me satisface tu trabajo, serás bien tratado y recibirás vestidos y comida.
—Soy su servidor, señor —respondió Moshem, postrándose.
El futuro no le parecía tan desesperado. La mirada de su nuevo señor transmitía bondad. Y, como fabricante de papiros, debía conocer los símbolos sagrados. Tal vez estaría dispuesto a enseñárselos. La perspectiva de aprender el arte mágico de la escritura egipcia le seducía. Se prometió mostrarse dócil. Con un ánimo más ligero se mezcló en el cortejo de Nebejet.
De reojo, observó a las dos mujeres. Habida cuenta de la juventud de Saniut, era evidente que no podía ser la madre de Anjeri. Sin duda ésta era fruto de un primer matrimonio. Percibió la mirada de ambas. Se regocijó. Siempre había gozado de cierto atractivo para las mujeres. Y las hermosas egipcias no eran, en apariencia, una excepción a la regla.
Al día siguiente, el navío de Nebejet abandonó Busiris para remontar el Nilo camino de la capital. Moshem temía que lo mezclaran con los remeros, aunque no fue así. Cómodamente instalados en la proa, bajo un ligero palio, Saniut y Anjeri reclamaron al esposo y padre la presencia del joven, encargado de presentarles alimentos y bebidas frescas. Asimismo, tuvo que hacer el relato de sus aventuras y responder a las numerosas preguntas que le hicieron sobre su país y su gente. Como estaba de humor, no dudó en inventar detalles divertidos que provocaron la hilaridad de las mujeres. Dado su encanto y belleza, exigieron que permaneciera junto a ellas durante todo el viaje.
Dos días después, la nave llegó a la capital. Maravillado, Moshem no pudo alejar los ojos de aquella fabulosa ciudad. En el puerto se alineaban tantos barcos que los mástiles dobles constituían una especie de bosque. A lo largo del muelle se alzaban almacenes de ladrillo rojo donde trabajaban los marineros, los pescadores, los negociantes y los esclavos encargados de transportar los fardos.
Los escribas llamaron la atención de Moshem, con la tablilla sobre las rodillas, los cálamos y los recipientes de tinta roja y negra. Los beduinos no practicaban la escritura.
Asimismo, la poderosa muralla blanca que rodeaba la ciudadela lo deslumbró. Un pueblo capaz de construir semejantes monumentos sólo podía ser un gran pueblo. En cuanto penetró en la ciudad, detrás de Necjet, ya no supo dónde posar la vista. Todo lo que descubría lo maravillaba, lo sorprendía e intrigaba: los tenderetes de los artesanos, las mesas de los vendedores de fruta, carne, pescado, joyas, vestidos y utensilios diversos. Los habitantes gritaban, se llamaban entre sí, mercadeaban, charlaban alegres, discutían, reían. Los niños corrían en todas direcciones, por entre animales errantes, en particular una increíble cantidad de gatos perezosos.
Ninguna otra ciudad del Levante podía rivalizar con Mennof-Ra. A medida que la descubría, el joven experimentaba una curiosa sensación: la ciudad le recordaba mucho a la de su sueño. Sin embargo, jamás había visto aquellos muros resplandecientes, aquel amplio puerto… Una formidable exaltación le asaltó. Estaba seguro de que Rammán no le había guiado hasta aquel lugar en vano. No era más que un esclavo, pero la visión no podía mentir: pronto se convertiría en un personaje importante de aquel país. Pues ahí, en el reino del sol, se cumpliría su sino. Además, ¿no había conocido, unos años atrás, a una princesa egipcia? Se preguntó qué habría sido de ella. La última vez que la vio se encontraba en Biblos. Deseaba ir a Sumer, pero Rammán desencadenó su cólera sobre el mundo y quedó asolada por unas grandes inundaciones. ¿Sobrevivió? El diluvio se había llevado a tanta gente…