Capítulo 5

Imhotep condujo a Djoser a la parte posterior de la casa, una sala oscura en cuyos muros había varios frescos. Media docena de guerreros, los mismos que lo habían acompañado durante sus viajes, parecía haber tomado vivienda en aquel lugar. Se prosternaron ante el rey para saludar. Imhotep se dirigió a un nicho que contenía un mecanismo secreto que manipuló. Oculta entre los frescos se reveló una abertura y una escalera descendente. Llegaron así a una galería excavada en la roca y alumbrada por lámparas de aceite. Una puerta de madera maciza daba paso a una enorme cripta donde reinaba un frescor agradable. Varias celdillas contenían numerosos rollos cuidadosamente ordenados. Imhotep tomó algunos.

—Tan sólo Bejen-Ra y Hesirá conocen el secreto —le confió—. Y, aun así, no poseen más que la parte que les toca. Nadie, salvo mi persona, conoce la totalidad del proyecto.

El rostro de Djoser se iluminó.

—Así que has concluido los planos de tu morada de eternidad.

—Exacto, están acabados. Pronto iniciaremos su construcción.

No obstante, la actitud de Imhotep intrigaba al rey. Miró alrededor, levemente sorprendido por la extrañeza del lugar.

—Pero ¿a qué todo este misterio? La construcción de una mastaba no es un secreto.

—No se trata de una mastaba. ¡Mira!

Desenrolló un papiro sobre la gran mesa que presidía el centro. Ante la mirada atónita del soberano apareció un dibujo complejo, un gigantesco cuadrado doble donde había diferentes figuras geométricas regulares señaladas por cifras enigmáticas. La más importante, rectangular, limitaba al norte con un segundo diseño, algo más modesto.

—Éste es el plano del conjunto de la ciudad consagrada a los dioses cuya construcción en la llanura de Sakkara te propongo.

—¿Una ciudad sagrada?

Imhotep no respondió directamente.

—¿Has decidido ya que el culto a Horus se convertirá en el culto al rey?

—Sí. Deseo evitar que Egipto vuelva a sufrir guerras internas por causa de la oposición entre los partidarios de Horus y los de Set. Ya tenemos bastante con las amenazas de los beduinos y los pueblos de ultramar. Así, es preciso que un monumento excepcional, sin parangón en el mundo entero, reafirme tu voluntad. Esta ciudad no será sólo una tumba, sino el símbolo del poder real y el lazo entre el mundo de los hombres y el de los dioses.

—¡Explícate!

—¡Observa el plano! En ese ángulo se encontrarán las capillas dedicadas a los dioses principales. Aquí, el primero de todos, Atum, aquél que es y no es, el dios creador auto engendrado a partir del Nun, el océano primordial.

—Se dice también que surgió de una flor de loto que flotaba en la superficie de las aguas originales —observó Djoser.

—Es un símbolo. De él nacieron Shu, el aire, y Tefnut, la humedad, que a su vez engendraron a Geb, el dios de la Tierra, y a Nut, la diosa del cielo y las estrellas. Geb y Nut procrearon a Osiris, Isis, Set y Neftis. Estos nueve dioses constituyen la gran Enéada. Construiremos una capilla en honor de cada uno de ellos.

Imhotep mostró en el plano una sucesión de emplazamientos.

—¿Y Horus? —preguntó el rey.

—Hay diez capillas —le hizo ver Imhotep—. Horus es el Décimo elemento. En él, el resto de dioses recobran la unidad.

Djoser meditó por un momento y declaró:

—Horus es el dios de Menes el unificador. Con todo, en Mennof-Ra, los antiguos estimaban que el dios más poderoso era Ptah.

—Horus tiene múltiples rostros. Ptah es el que muestra a los artesanos, pues él mismo es artesano. Ra es el nombre que lleva cuando es el sol en pleno día. Set es su reflejo en las tinieblas, el destructor estéril y seco que da muerte aunque permite la resurrección. Según la ciudad, Horus tiene diferentes nombres: en Nejen, es Hor-Nedj-Itef, el salvador de Osiris; en Kon-Ombo y en Yeb lo denominan Haroeris, casado ya no con la preciosa Hator sino con Tefnut; en Jent-Min, se convierte en Hor-Min-Najt, el hermano de Min, dios de la fertilidad. En verdad, los nombres de los dioses poco importan. Sólo cuenta el poder que representan. Un poder que se une y se armoniza mediante Maat en Horus, el señor del Cielo y la Tierra. Él es la Vida; él es la Luz. La ciudad de Sakkara se erigirá a su imagen.

Entusiasmado, Djoser examinó con detenimiento el proyecto.

—¿Qué representan esos dos dibujos?

—Aquí construiremos dos casas opuestas, que simbolizarán el Alto y el Bajo Egipto. Estarán edificadas con la misma base que las capillas de caña usadas para la fiesta de Heb-Sed. Pero éstas no desaparecerán, pues serán de piedra.

—¿De piedra?

—El ladrillo es un producto humano. Los vientos del desierto acaban erosionándolo, pulverizándolo. Dentro de unos siglos, ¿qué será de las mastabas de los antiguos reyes? No serán más que ruinas informes que acabarán mezcladas con las arenas del desierto. La piedra, calcárea o granítica, emana de los dioses. Perdurará mucho después que nosotros hayamos alcanzado el reino de Osiris. Decenas, centenares de generaciones se sucederán y contemplarán esa ciudad sagrada cuando ya nos hayan olvidado. Así, tu reino durará un millón de Heb-Sed.

Djoser se inclinó de nuevo sobre el papiro, tratando de desvelar el misterio de los extraños nombres escritos en los cuadrados y los rectángulos que parecían yuxtaponerse con una armonía singular. Uno de ellos, mayor que el resto, llamó su atención:

—Y esa figura, ¿qué significa?

—Se trata de tu morada de eternidad: un monumento mayor que todos los construidos en Egipto, en Sumer o en cualquier lugar del mundo. Tendrá ciento veinte codos de alto.

—¿Ciento veinte? ¡Eso es imposible! Ningún edificio puede alcanzar semejante altura.

—Salvo si se construye con piedra —respondió Imhotep—. Su centro se alzará sobre una mastaba cuadrada, donde se hallarán las sepulturas, en unas galerías que se cavarán en las rocas del llano. Sobre esta mastaba, construiré una pirámide de seis niveles que simbolizarán las escaleras que te permitirán ascender al sol una vez haya llegado el momento en que debas unirte a las estrellas.

Djoser se incorporó, algo aturdido. Jamás habría osado imaginar tan colosal monumento. Ni siquiera los magníficos templos de Sumer se le podrían comparar.

—¿No es demasiado, Imhotep? Nunca se ha construido una tumba así en honor de ninguno de mis antecesores.

—Tú eres más que un hombre, Djoser. No lo construimos para el hombre, sino para el dios al que representas. No olvides que eres la encarnación de Horus. A él, a través de ti, estará dedicada la pirámide. —Imhotep hizo una pausa y prosiguió—: Y además, ¿qué ladrón osaría penetrar en una ciudad sagrada como ésta? —Indicando un lugar del plano, el extremo sudeste del gran cuadrado, explicó—: Estará protegida por una muralla similar a los Muros Blancos. Esta empalizada sólo tendrá una entrada verdadera. Añadiré catorce puertas falsas, ocultas por la muralla. Sólo los iniciados podrán penetrar en la ciudad sagrada. La pirámide debe continuar siendo un misterio para el resto, con el objeto de estimular su imaginación.

Djoser estudió el plan con una mezcla de exaltación y perplejidad.

—Será un trabajo colosal. ¿De dónde sacaremos los obreros necesarios? ¿Cómo les pagaremos?

—Esta ciudad sagrada no será únicamente tu morada de eternidad, ¡oh, Djoser! Será también un lugar sagrado donde se unirán el Nilo terrestre y el Nilo celeste, donde se mezclarán, según Maat, el mundo de los néteres y el de los hombres. Todos los egipcios, hasta el más humilde, contribuirán gustosos a la construcción. Será la obra de todo un pueblo llevado por la fe que deposita en sus dioses. —Imhotep se calló por un momento, y precisó—: Cada año, durante los meses en que Apis recubre los prados y los campos con sus generosas aguas, los campesinos dejan de trabajar. Esos meses los dedicarán a la edificación de la ciudad. Has bajado los impuestos y los tributos. Te lo deben.

Djoser no respondió de inmediato. Seguía de cerca las finanzas del reino y sabía que el proyecto era viable. Kemit atravesaba un momento formidable. Tal vez los dioses deseaban concretarlo con el levantamiento de un lugar a imagen de esta bonanza.

Imhotep insistió:

—Esta ciudad constituye el mejor medio para luchar contra la amenaza de que te hablaba hace un momento. No sé ni cuándo, ni dónde se manifestará, pero temo que será un peligro mucho más aterrador que el que supuso Nekufer. Kemit está sufriendo una auténtica metamorfosis. Su poder aumenta, su comercio se desarrolla, los habitantes prosperan. Sin embargo, todo ello puede dar pie a movimientos contrarios que se aprovechen del nuevo esplendor del Doble País para arrastrarlo a la barbarie y el caos. Así hablan los símbolos mágicos.

—¿De qué se trata?

—Aún lo desconozco. Tanis también ha notado esa presencia inquietante, pues a ella la amenaza directamente.

Una brusca preocupación asaltó a Djoser.

—¿Tanis?

—Un grave peligro se cierne sobre ella. Los oráculos han mostrado una zona muy perturbada en el momento del alumbramiento. Puede perder la vida o que muera el hijo. Habrá que protegerla.

—Soy un estúpido —murmuró el rey—. Debería haberme temido algo así. Normalmente está alegre, pero hace unos días parece inexplicablemente nerviosa. Lo había atribuido a su embarazo.

—Debemos estar atentos. Hoy, esta amenaza merodea por los confines del reino. Pronto lo atacará. No obstante, es posible que no la notemos, pues puede adoptar cualquier aspecto, incluido el de la inocencia o la amistad. Por este motivo debes reafirmar el poder de Horus con la construcción de esta ciudad sagrada.

—¡De acuerdo! ¡Construyámosla! Empezarás los trabajos en cuanto dé a conocer la decisión al pueblo.