Capítulo 4

La nave real, empujada por la corriente, descendía por el brazo oriental del Nilo, camino de Iunú, a una distancia de unas quince millas. Djoser y Tanis respondían así a la invitación de su amigo y padre, Imhotep.

Instalada en proa, Tanis contemplaba cómo las orillas le mostraban lentamente los paisajes esmeralda, alternando palmeras, marismas y vastas extensiones de papiros. Ante la aparición del navío, los campesinos dejaban de trabajar para dirigir ademanes ostensibles a los soberanos.

La ansiedad no había abandonado a la joven. Habló de ello con su esposo, quien trató de tranquilizarla. Los magos de la capital se pusieron de acuerdo para predecir una prosperidad sin precedentes y unas cosechas abundantes en las Dos Tierras. Djoser no se creía la maldición que el ladrón había lanzado. Su amenaza no se basaba en nada. Tan sólo había querido vengarse, asustando a una mujer frágil por su propio estado. Tanis acabó rindiéndose ante aquellos argumentos. Tal vez sufría una dolencia extraña, debido a su gestación, que la llevaba a imaginar peligros inexistentes. Con todo, no lograba deshacerse del oscuro malestar que la hacía sentirse en el centro de un mundo hostil, de donde podía surgir cualquier peligro mortal.

Llevado por la corriente, el navío alcanzó su destino pasado el mediodía. En el muelle, Tanis distinguió las siluetas de su padre y su madre, Merneit, rodeados por diversos notables de la ciudad. Siguiendo los usos, cuando Djoser y Tanis desembarcaron, la concurrencia se prosternó. El Menen-Ptah declaró:

—¡Luz de Egipto, sé bienvenido a la ciudad de Ra-Horus! Digna extender tu protección a tus hijos que te aman y se regocijan con tu visita.

Al principio de su reinado, esta tradición importunaba a Djoser. Estimaba que ningún hombre, ni aun siendo rey, era suficientemente importante para que el resto se rebajara de aquel modo ante él. No obstante, Imhotep le explicó que los egipcios no le veneraban a él sino al dios Horus, de quien era la reencarnación. Era el guardián del equilibrio entre el mundo de los humanos y el de los néteres, las murallas contra Isfet, la diosa del caos, el señor de la verdad y la justicia. Así, Djoser se acostumbró a aquel mal necesario. No obstante, no podía evitar pensar que un hombre ambicioso que por error llegara al trono divino consideraría para sí aquel homenaje rendido al dios. Y una actitud así daría pie a excesos contrarios a su significado sagrado.

Cumplido el rito de bienvenida, Djoser mandó a los huéspedes que se levantaran y abrió los brazos a Imhotep. Desde el momento en que se conocieron, dos años atrás, las relaciones entre ambos se habían visto marcadas por el afecto y la estima. La inteligencia intuitiva de Djoser se complementaba admirablemente con la de Imhotep, quien además poseía una fenomenal memoria. La madurez del padre de Tanis temperaba el ardor del joven soberano, muy dado a encolerizarse en cuanto descubría el menor atisbo de injusticia o de falta de respeto hacia los dioses. El espíritu de Djoser se asemejaba a su cuerpo: grande, poderoso, generoso, rebosante de energía e ideas. Conservaba de las enseñanzas de su antiguo maestro Meritrá una gran erudición y cierta sabiduría, zarandeada en ocasiones por un temperamento impetuoso que no soportaba ni la cobardía ni la mezquindad.

Este ardor encontraba un compañero en la pasión que animaba a Imhotep, en quien no parecía hacer mella la edad. De él emanaba un sentimiento paradójico de energía y serenidad que se traducía en un amor sin límites por la vida. Las numerosas actividades que practicaba habían evitado que desarrollara aquella gordura habitual en los egipcios ricos a partir de cierta edad y que ellos consideraban el reflejo exterior del éxito. Por el contrarío, Imhotep conservaba un cuerpo joven y esbelto y tan sólo algunas arrugas alrededor de los ojos revelaban su edad. Aunque también le conferían un encanto irresistible a su mirada. En tanto que sumo sacerdote de Ra-Horus, llevaba la cabeza afeitada; asimismo, se depilaba cada tres días, hasta las cejas.

Desde el esclavo más humilde hasta el Menenptah, todos los habitantes del nomo querían a Imhotep. Nada malo podía suceder en su presencia. ¿Se debía acaso a su voz cálida y profunda, a su mirada benévola, que jamás emitía juicios y parecía ignorar la severidad? La gente adoraba estar cerca de él, oírle hablar, como quien escucha hablar a un padre.

Junto a Imhotep se hallaba Merneit, la madre de Tanis. Viuda del general Hora-Hay, muerto en los tiempos del usurpador Nekufer, se casó con él poco después de su retorno. Así quedó libre de la penosa tutela del irascible Nerunet, que conservó para ella sola la gran morada del general. A pesar de sus cuarenta y dos años, nunca Merneit había parecido tan joven. Entre sus brazos, un bebé de tres meses lanzaba miradas de curiosidad.

—Por los dioses, ¡tu hijo es un mozo vigoroso! —exclamó Djoser.

A pesar de los veinte años que los separaban, los sentimientos de Imhotep y de Merneit no habían variado. El ardor que los reunió no tardó en dar sus frutos. Y Tanis se vio recompensada con un hermano, de nombre Amanaú, a quien llamaban familiarmente Naú. Aquel acontecimiento, entre muchos otros, contribuyó a crear en torno de Imhotep y Tanis un clima de afectuosa veneración por parte de los habitantes de Iunú.

Entre los personajes que rodeaban a Imhotep, Djoser reconoció a Bejen-Ra, el arquitecto, y Hesirá, el escultor. La alegría lo invadía. Le había llevado a su amigo los planos de la mastaba, que tal vez estarían concluidos. Con buen humor entró en la ciudad en compañía de Tanis, prescindiendo ambos de la litera para recorrer a pie el camino que les conduciría del puerto a la morada de Imhotep. La pareja real era seguida por las damas de compañía de la reina y algunos miembros de la corte, a quienes escoltaban diversos esclavos que agitaban flabelos de plumas de avestruz. El anciano sacerdote Sefmut, a pesar de la deficiencia en una de sus piernas, aprovechó la ocasión para visitar a su amigo Imhotep.

Antiquísima ciudad consagrada al sol, Iunú era una de las más hermosas de las Dos Tierras. Una multitud de artesanos, pescadores y escribas y religiosos se agolpó sobre el cortejo. Iunú era, en efecto, el mayor centro espiritual de Egipto y ahí los sacerdotes de cabezas rapadas confrontaban sus teorías teológicas hasta perder el aliento. Por este motivo, la visita del rey era todo un acontecimiento, pues se trataba del primer oficiante del Doble Reino.

Desde su regreso, Imhotep ordenó restaurar los templos dedicados a Ra-Horus. En un punto se alzaba un enorme monolito tallado, denominado tejenú o piedra benben[19]. Para estupefacción de Tanis, Imhotep explicó:

—El benben representa los rayos de Ra cuando sale de Nun, el océano primordial. Es la morada del Pájaro Benú[20], símbolo de la muerte y la resurrección. Se dice que el Benú vive quinientos años. Cuando llega su hora, construye un nido que perfuma con incienso, le prende fuego y se tiende sobre la hoguera. Cuando ha quedado reducido a cenizas, surge un nuevo pájaro, más joven y más fuerte que nunca. Pues el Benú es inmortal; se engendra a sí mismo; es, al tiempo, padre e hijo.

—¿A qué se asemeja?

—Según la leyenda, a la garza cenicienta que vuela al alba, como engendrada por la luz del sol naciente, Jepri-Ra.

En el centro de la ciudad se alzaba la morada de Imhotep, heredada de sus padres, y que restauró y amplió a su retorno. Desbordante de actividad, repartía el tiempo entre sus diferentes pasiones, entre las que se encontraban la medicina, la astronomía y la arquitectura. En verdad, todo era de su interés. En ocasiones, se lamentaba a su inseparable compañero, el enano Uadji, de no haber jamás suficiente tiempo.

—La vida de un hombre es demasiado corta para conocer todos los secretos del mundo. Cuanto más aprendo, más descubro que no sé nada. Algunos pretenden que el espíritu de Tot habita en mí, mas estoy lejos de poseer esos conocimientos. Afortunadamente, los símbolos sagrados nos permiten conservar el saber. Debemos protegerlos con la ayuda de Sechat, diosa de la escritura, amigo mío, pues ellos transmitirán esta sabiduría a nuestros descendientes.

Allende el jardín donde habían excavado un estanque, mandó construir una vivienda donde acogía a los enfermos. Uadji encabezaba un séquito de alumnos a quienes enseñaba los conocimientos que compartía con Imhotep. Desde hacía más de un año, los enfermos se hacinaban en aquel lugar para beneficiarse de las atenciones de aquel a quien consideraban el mayor médico de todos los tiempos. Su reputación ya había franqueado las fronteras egipcias y diversas personalidades acudían de Levante, de Akkad e incluso de Sumer para visitarlo.

En una gran sala había instalado una treintena de camas, ocupadas por hombres o mujeres cuyo estado requería atención constante. En una sala algo menor anexa a la primera, Imhotep practicaba las operaciones en aquellos casos necesarios. Los estudiantes habían aprendido a trepanar, devolver a su lugar un miembro dislocado o coser una herida. Cada mañana, aguardaban la llegada del maestro para conocer su opinión. Djoser y Tanis observaron que los enfermos eran tanto gente del pueblo como ricos comerciantes o nobles.

—Los hombres son todos iguales ante la enfermedad —explicó Imhotep—. Ésta trastorna el orden establecido. Ante el sufrimiento, los grandes señores abandonan su arrogancia y aparecen más humildes que el campesino más pobre, y los valerosos guerreros lloran como niños. A veces los niños muestran más coraje que los adultos.

Los cuidados consistían en brebajes, pomadas, ungüentos o vendajes o entablillados en los miembros luxados o fracturados. Se llevaban a cabo encantamientos mágicos en honor a los dioses. No obstante, Imhotep concedía gran importancia al poder de las piedras. Les aconsejaba a sus pacientes que llevaran collares donde había engarzado cristales cuya acción era beneficiosa para combatir las enfermedades. Así, luchaba contra el nerviosismo con la ayuda del lapislázuli, contra los problemas de las articulaciones con la malaquita, y contra la fiebre y las afecciones respiratorias con el ámbar y la turquesa.

No exigía pago alguno por estas atenciones.

—Aliviar los males de los hombres no es un oficio —afirmaba—. Es un don de los dioses. Un médico jamás debe negarse a atender a un enfermo. Del mismo modo, jamás debe reclamar retribución. El paciente debe decidir, después de haber sanado, cómo desea obsequiar al médico, atendiendo a su riqueza. La medicina debe estar al alcance de todos, incluso de los pobres. Un médico que se negara a aceptar este principio no debería valerse de su título y merecería el oprobio de sus pares.

Jamás mentía a los enfermos. Uno de ellos, un mercader de Nejen, corpulento, parecía encontrarse muy mal. Después del examen, Imhotep le dijo:

—Mi ciencia no podrá salvarte, amigo. A menos que los dioses cambien de parecer, se acerca la hora en que deberás presentarte ante Anubis. No puedo más que aliviar tu dolor, pero debes prepararte para el gran viaje que te aguarda a través del Nilo celeste. Si has sido un hombre justo, nada debes temer de la pluma de Maat.

A otros, por el contrario, les recomendaba que lucharan.

—Tu dolencia no es tan grave como crees —le dijo a un joven noble herido durante una cacería—. Pero yo solo no puedo hacer nada. Si te convences de que vas a morir, entonces morirás. Si piensas que debes vivir, el mal desaparecerá. De ti depende que remita.

El afecto y la compasión con que se dirigía a los pacientes estremeció a Tanis. Todos debían de tener la impresión de que únicamente se ocupaba de su caso.

—Ante la enfermedad, el hombre se encuentra desarmado —explicó—. El hombre habla alto y claro cuando goza de buena salud, se cree invulnerable, invencible. Sin embargo, la menor afección le priva de su fuerza y vuelve a ser como un niño pequeño. Tiene miedo, sufre, duda y su comportamiento cambia totalmente. He observado cosas sorprendentes. Así, aquellos que parecen débiles tienen, en ocasiones, una mejor resistencia. Las mujeres, por ejemplo, poseen un mayor control del dolor que el más fiero guerrero. Día tras día descubro cosas que me hacen pensar que soy un ignorante, visto lo que debería saber. En verdad, lo fundamental que he aprendido es que para curar y sanar a los hombres, hay que amarlos, amarlos de verdad. Y la relación que me une a todos aquellos que confían en mí, que se han ofrecido para que los cure, supera todo lo imaginable. Entre ellos y yo perdura el recuerdo de un lazo fuerte que no desaparecerá. No os podéis imaginar el gozo que siento cuando veo cómo un enfermo parte curado. Muchas enfermedades me tienen en jaque. Pero cada curación es una victoria.

Imhotep gozaba de un don poco común que tan sólo Uadji compartía con él: sentía las enfermedades, las adivinaba como si su paciente fuera transparente. Algunos ofrecieron ibis al templo de Tot a modo de agradecimiento por la curación. En su interior no albergaban la menor duda de que Imhotep era la encarnación del dios.

A pesar de su fortuna, Imhotep se burlaba de los fastos y su morada conservaba dimensiones modestas. Sin embargo, la acogida que dispensaba hacía de ella un lugar agradable, rodeado por un jardín poblado de fragancias poco habituales, surgidas de las plantas traídas de sus muchos viajes. En el centro se extendía un pequeño estanque cubierto de nenúfares y bordeado por un dique donde los esclavos habían instalado sillones y mesas bajas repletas de víveres, viandas asadas, brochetas de pato y oca, verduras y frutas y pan de todos los tipos. Al alcance de todos los invitados, ánforas con vino y cerveza reposaban sobre pies clavados en el suelo. Las lámparas de aceite, cuyo fulgor dorado combatía la noche que empezaba a caer, colgaban de unas columnas de granito.

Cada uno ocupó el lugar que le correspondía. Tanis y su madre, más unidas aún por los embarazos casi simultáneos, iniciaron una larga conversación. Mientras los esclavos servían a los comensales, aparecieron unas jóvenes desnudas que se pusieron a bailar al son de una orquestina compuesta de sistros, panderetas y arpas. Ramois, que acompañaba a la pareja real en sus viajes, unió su flauta al resto de instrumentos.

—¿Qué nuevas me traes de Mennof-Ra? —preguntó Imhotep a Djoser.

—Continúa la refección de los Muros Blancos. También he ordenado aumentar la guardia en Sakkara. Semurá ha arrestado a una docena de ladrones. Los ejecutamos hace tres días. Pero temo que todo esto no sirva para atemorizar al resto. Esos perros no tienen ningún respeto por las moradas de eternidad. Lo que me exaspera es que algunos de ellos eran egipcios. Me habría encantado cortarles la cabeza personalmente.

Sefmut intervino:

—Las riquezas acumuladas en las tumbas siempre han atraído a los ladrones, majestad. El mismísimo Peribsen se apropió de algunos tesoros contenidos en las sepulturas de los antiguos Horus y de todos los personajes embalsamados en la Explanada de Ra. Se dice, incluso, que amasó su fortuna con el fruto de estas rapiñas y que pagaba a los mercenarios con riquezas que pertenecieron a los antiguos soberanos. Aquel tesoro era tan magnífico que ni tan siquiera la guerra ha podido agotarlo.

—¿Y qué se ha hecho de él? —inquirió sorprendido Djoser.

—Nadie lo sabe. Cuando Peribsen desapareció, tu padre, el buen dios Jasejemúi, pensó en recuperarlo para restituirlo a las mastabas de los reyes. Hizo que los prisioneros confesaran pero ni torturados pudieron revelar nada. El tesoro se había esfumado, como si jamás hubiera existido. Desde entonces circulan numerosas leyendas. Según algunas, Peribsen lo ocultó en algún lugar del desierto de Ament[21] Otras afirman que uno de sus tenientes lo engañó y huyó de Egipto con el tesoro. De hecho, nadie sabe nada, y creo que nunca lo encontraremos.

—¡Pertenece a los antiguos dioses! —exclamó Djoser, furioso—. Ordenaré que se abra una investigación.

—Tu padre ya lo hizo, Luz de Egipto —respondió Sefmut con resignación—. Pero no condujo a ninguna parte.

—¡Y el infame pillaje continúa! —rugió Djoser—. De todos modos, no puedo asignar todo un ejército a Sakkara.

Más tarde, durante aquella misma velada, Imhotep invitó al rey a seguirlo a la terraza que bordeaba los jardines y dominaba la ciudad y las Orillas del Nilo. Al oeste, un sol rojo se ponía sobre el Delta, de donde acudía un rumor sordo, un calidoscopio sonoro de graznidos de pájaros, de campesinos, de depredadores del crepúsculo. Desde la terraza, Djoser e Imhotep contemplaron un paisaje imbuido de magia y aquel misterioso instante en que la luz del día pugna con las sombras rampantes de la noche naciente. Y el rey declaró:

—Pareces preocupado, mi fiel amigo. Dime qué turba al gran Imhotep.

—Me he dirigido a los oráculos —respondió tras un silencio—. Según algunas conjunciones, se adivinan unas anomalías incomprensibles. A priori, los presagios parecen favorables. Con todo, los símbolos mágicos muestran unos curiosos elementos, como si una amenaza imprecisa merodeara por las fronteras de las Dos Tierras.

—¿Una amenaza? He sellado la paz con todos nuestros antiguos enemigos…

—No se trata de un elemento humano, sino de una entidad nefasta que pone en peligro, incluso, la armonía de nuestros dioses. Por ello te pedí que vinieras. Debo mostrarte algo.