El anciano Hamura observó con rostro satisfecho el dique que, con golpes enérgicos de la pala de madera, había vuelto a clavar. Aquel año Apis había sido generoso y las aguas subieron lo justo para fertilizar los campos sin inundar los islotes poblados. Las cosechas serían buenas. En aquel momento, los brotes de trigo y cebada cubrían la tierra oscura con una bruma de un verde pálido y prometedor. Hamura dirigió una breve plegaria a Renenutet, la diosa serpiente de la fertilidad, para que el trigo creciera bien. Dio las gracias al dios Neteri-Jet que reinaba en el Doble País, en compañía de la reina, la preciosa Nefertiti. Como había prometido en su coronación, el rey bajó los impuestos y los ricos señores dejaron de enriquecerse en detrimento de los campesinos y los artesanos. Supo devolver a los egipcios el orgullo y la dignidad. Todos comían según su hambre y le estaban agradecidos por ello.
Hamura sentía auténtica adoración por la pareja real. Conservaba en su memoria el día de la coronación y aquel otro, más reciente, en que viajó a la capital y se sorprendió al cruzárselos en el barrio de los artesanos, cuando visitaban a uno de éstos. Contrariamente a los reyes anteriores, no usaban la litera tradicional para desplazarse; iban a pie y no dudaban en conversar con toda sencillez con los súbditos más modestos. Se dirigieron a él. Cada palabra que pronunciaron quedó grabada en el recuerdo.
Sin duda, ambos eran las vivas imágenes de Horus y de Hator. Nunca el país conoció semejante prosperidad. Sin que fuera posible explicarlo, la gente sentía que en la tierra sagrada de Egipto había sucedido algo. Desde hacía un año la vida era más dulce, más fácil, más alegre. Como si los dioses hubieran cubierto con su manto protector el Doble País…
Él mismo estaba encantado por poder vivir cerca de Iunú[18], la ciudad del sol, donde vivía el señor Imhotep. Hamura se había beneficiado de sus atenciones, dos meses atrás, porque sufría dolores en brazos y piernas. El señor Imhotep le recomendó que tomara tisana y le ofreció unos cristales mágicos engastados de cobre que no había abandonado desde entonces. Y el dolor remitió. Aquel hombre era, con mucho, el mayor sabio que había conocido. Lo llamaban médico, aunque conocía el arte de la piedra mejor que los mismos escultores. Lo llamaban astrónomo porque sabía descifrar los secretos de las estrellas mucho mejor que los magos de la Gran Morada. Y, sobre todo, ¿no era acaso el amigo único de Horus Djoser? Hamura estaba orgulloso de depender de un señor tan cercano a los dioses.
Lentamente, el anciano retomó el camino de la ciudad, a media milla de distancia. De pronto, al atravesar un pequeño bosque de palmeras, algo llamó su atención. Un pie salía de un matorral. Creyó, en un primer momento, que se encontraba ante un borracho que había abusado de la cerveza. Se aproximó para prestarle ayuda. El pie era pequeño. Sin duda se trataba de un adolescente imprudente.
Separó con ayuda del bastón los zarzales…, y lanzó un grito de horror. Ante sus ojos se hallaba el cuerpo de una joven desnuda, cubierta de sangre reseca. Le habían cortado el cuello con tanta violencia que la cabeza estaba parcialmente separada del tronco. El vientre era una gran herida abierta. A su alrededor zumbaba un enjambre de moscas voraces. Mal que bien, Hamura retrocedió y echó a correr en dirección a la ciudad.
Unos instantes más tarde, la gente llegaba al lugar, precedida por una escuadra de la guardia dirigida por el capitán Jerseti. Éste debió apretar los dientes para no ceder a las náuseas. Era imposible determinar la causa de aquellas heridas terribles; si los colmillos de algún animal o un arma humana.
—Parece que se hubieran ensañado con ella —observó un soldado.
—¡Es imposible que esto lo haya hecho un hombre! —añadió otro, con tono lúgubre.
No tardaron en identificar a la joven.
—Se llamaba Janut —dijo el alcalde, sombrío—. Su padre falleció el año pasado.
Sostenida por un joven alelado, una anciana sollozaba mientras contemplaba el cuerpo mutilado de la víctima. Con voz entrecortada por el dolor, se dirigió al capitán de la guardia, Jerseti:
—¿Quién ha podido hacerlo, señor?
—Intentaremos descubrirlo, señora. ¿Cuándo la viste por última vez?
El joven tomó la palabra.
—Nos visitó ayer por la noche. Su marido había ido con los rebaños al delta. Debió de salir con sus hijos a por agua, pero pensamos que había vuelto a casa. No nos inquietamos.
—¿Tenía hijos?
—Un chico de cuatro años y una hijita de dos.
—¿Dónde están?
El joven palideció.
—No lo sé.
Buscaron concienzudamente por los bosques de los alrededores. Sin éxito. Los niños habían desaparecido. Negándose a aceptar el fracaso, Jerseti mandó reunir a todos los hombres aptos de la ciudad y organizó una batida por la región. El joven capitán se puso en marcha, acompañado de su perro, un magnífico galgo que solía usar para cazar gacelas.
Gracias, sin duda, al olfato del animal y a la obstinación de su amo descubrieron, poco antes del crepúsculo, a un pequeño que se había cobijado en una guarida abandonada. Por algunas palabras que dejó escapar entre las lágrimas se supo que su madre había sido «atacada por una cosa con una cabeza monstruosa que le hizo mucho daño». Después la cosa cogió a su hermana y él salió en su persecución. Pero se le escapó al esconderse «en la tierra».
El relato jalonado por sollozos provocó reacciones encontradas. Algunos consideraron que la madre del niño había sido víctima de un loco sanguinario que pronto sería detenido. Tal vez no era más que una manera de tranquilizarse. Otros pensaban que había sido atacada por un affrit, uno de los espíritus perversos que pueblan el desierto para confundir a los viajeros. Otros estimaban que aquella cosa desconocida era más temible que cualquier espíritu del desierto. Con medias palabras, comenzaron a evocar el ataque de un monstruo aterrador que merodeaba aún por los al rededores. Así, era poco probable que se encontrara a la pequeña con vida.
Perplejo, Jerseti regresó al lugar del crimen. Sus hombres habían levantado el cadáver aunque algunas manchas de sangre aún maculaban la arena. Le costaba creer en la existencia de una criatura abominable y antropófaga. No obstante, no encontraba explicación para las atroces heridas de la víctima. Parecía que el asesino había experimentado un perverso placer en golpearla, incluso después de muerta.
El pequeño había hablado de «una cosa con cabeza monstruosa». Entonces, si no se trataba de un ser humano, ¿quién o qué había matado a la joven y secuestrado a la hija?