Tanis, cómodamente apoltronada en un sillón bajo abarrotado de cojines, observaba cómo sus sirvientes, esposas o hijas de grandes señores, se divertían dando de comer a un cachorro hembra de león cuya madre había sido asesinada durante una cacería. Semuré, primo del rey, jefe de la Guardia Real y autor de la hazaña, recogió a la huérfana y la ofreció a la reina. Más allá, las dos esclavas con que Imhotep obsequió a Jira y Seschi, quienes ya habían cumplido dos años, jugaban con ellos. Tanis sonreía distraída ante los gritos de alegría y de miedo entremezclados que emitían los críos cuando unos traviesos monos se acercaban a comer de sus manos. Jira, más osada o tal vez más inconsciente que Seschi, no dudaba en correr tras los animales, aunque regresaba gritando en busca de cobijo en los brazos de la nodriza cuando uno de los dos se daba la vuelta. Entonces, Seschi se situaba delante de ella como para protegerla, empuñando el bastón con forma de espada que su padre le había confeccionado.
Jira y Seschi se consideraban hermanos. Sin embargo, no tenían ningún lazo sanguíneo. Seschi era hijo de Djoser y Letis, su primera esposa, que dio la vida para salvarla de un ataque dirigido por el usurpador Nekufer.
Y Jira…
Tanis rememoró la bahía protegida de Siyutra, los marineros súmenos masacrados por los piratas de Jacheb, el perverso, un hombre a quien creyó amar con una pasión desgarradora y cuya relación culminó con una horrible violación. Su venganza fue espantosa y destruyó Siyutra. Algunas imágenes insoportables aún regresaban a su mente: el incendio que devoraba la ciudad, las calles transformadas en braseros, el cuerpo de Jacheb sucumbiendo entre las llamas después de haberle confesado a gritos una vez más su amor y su odio.
Jira era el fruto de una noche abyecta, cuando la joven esclava acadia Beryl se suicidó después de haber sido víctima de los ultrajes de los hombres de armas del rey pirata. En ocasiones, la fresca risa de la joven volvía para atormentar las noches de Tanis, que se había aferrado a la pequeña como a una hija. Jira nació en el desierto de Punt, rodeada de leones. Tanis creyó odiarla, pero la niña no era responsable de la ignominia del padre. Así, dejando que aflorara su maravilloso instinto maternal, la amó. Más tarde, cuando por fin conoció a Djoser, él adoptó a la pequeña, como ella hizo con Seschi. Ambos eran considerados como hijos.
¿Acaso éste era el motivo que traía de nuevo aquellos dolorosos recuerdos? Tanis no lograba deshacerse de una angustia incomprensible que la asaltaba desde hacía unos días. Envidiaba la despreocupación de sus compañeras, que no esperaban de los dioses más que el pleno disfrute de su posición en el entorno de la reina.
Con todo, no había razón para inquietarse. ¿Qué podía temer? Nunca el reino había conocido tal esplendor. Mennof-Ra era la ciudad más poderosa de Egipto y la fortaleza de los Muros Blancos inspiraba terror. Los magos habían interrogado a los oráculos, que predijeron años de prosperidad para Egipto. A pesar de ello, tras el ambiente entusiasta y alegre que reinaba en aquellos tiempos, parecían desvelar el espectro de una amenaza insidiosa. Ella atribuía esta preocupación inexplicable a las náuseas que sentía cada mañana, si bien tenían un motivo. Se acarició el vientre, apenas hinchado, y sonrió. Estaba convencida de que en esta ocasión sería niño.
De pronto, un trío de hombres que aparecía por el bosque de sicómoros llamó su atención. Reconoció al instante al gran Mentucheb y al filiforme Ayún. Su interior proyectó otras imágenes que la transportaron al valle del Hayarden, que había atravesado tres años atrás. Se alzó ágilmente y, obviando el protocolo, avanzó hacia los recién llegados.
—Sed bienvenidos, mis fieles compañeros —dijo, tomándoles las manos.
—¡Que Isis os proteja, noble reina! —respondieron a coro.
—Sois aún más bella que en nuestra última visita —añadió Mentucheb,
Reparó rápidamente en el collar de cristales adornado con una efigie en oro engastada de piedras que representaba a la diosa hipopótamo Taueret, protectora de las futuras madres. Un vistazo al vientre de Tanis le confirmó sus sospechas, y la joven comprendió.
—En seis meses, si no pasa nada, los dioses me otorgarán un hijo.
—¡Una nueva maravillosa, noble reina! —contestó Ayún inclinándose.
Tanis sonrió.
—Olvidad el protocolo, amigos, y venid a sentaros conmigo. Tendréis mil historias que contarme. ¡Hablad! ¿Qué ha sido de Sumer? Y Gilgamesh, Enkidu y el resto.
Ocuparon unos asientos que acababan de traer los esclavos, tras lo que Mentucheb tomó la palabra.
—A pesar de algunas escaramuzas aquí y allá, la Liga parece empezar a formarse. El rey Aggar de Kish invitó a Gilgamesh con objeto de celebrar la reconciliación. Ishtar huyó a Lagash, donde sedujo al lugal[16] Enmeralil, que desde entonces se arrastra para ingresar en la Liga. Enkidu se porta de maravilla. Gilgamesh escucha sus consejos y la ciudad goza de prosperidad. Enkidu es más sabio que el rey y modera los excesos. En el norte se ha iniciado la reconstrucción de Til Barship, que quedó totalmente destruida a causa de las inundaciones.
Mientras les servían cerveza y dulces, ambos hombres continuaron con la narración. No obstante, Mentucheb, perspicaz como siempre, no tardó en percibir que la afectada felicidad de Tanis ocultaba una ansiedad que trataba de disimular.
Posteriormente, cuando Ayún conversaba con las damas de compañía, cogió del brazo a Tanis y la condujo aparte.
—Algo os preocupa, reina mía.
No era una pregunta. La joven suspiró.
—Tal vez sea el niño. Una mujer encinta suele estar sujeta a accesos de angustia.
Mentucheb no respondió. Adivinaba que tras aquellas palabras se ocultaba otra cosa, algo que ella no podía formular. Como había compartido con ella el pan y la sal durante unos meses, conocía bien a Tanis. La experiencia pasada le había demostrado que su intuición siempre tenía una base. Los dioses le habían concedido el don de presentir los acontecimientos. La ciudad tan aparentemente acogedora le pareció, de repente, inquietante, como si en aquel momento sólo viera una imprecisa amenaza planear sobre ella.
Para tratar de alejar el malestar, Tanis le llevó a recorrer el parque. De pronto el ruido provocado por un tumulto llamó su atención. En la calle paralela a los jardines avanzaba una multitud agitada. Abucheados y maltratados por algunos individuos encrespados, una docena de personas caminaban con dificultades, precariamente protegidas por guardias reales.
—Esos hombres morirán —comentó Tanis, nerviosa—. Penetraron en la morada de eternidad del buen dios Jasejemúi. Los conducen a la plaza de las ejecuciones, donde serán decapitados.
—Y no os agrada…
—¡No!
—Son saqueadores de tumbas. Ladrones de la peor calaña.
—Lo sé, pero no puedo alejar de mi mente la imagen del hacha que caerá sobre sus nucas. He visto demasiados muertos en el campo de batalla y me he cruzado en innumerables ocasiones con la mirada enloquecida de gentes agonizantes que saben que afrontarán el juicio de Anubis y la pluma de Maat.
—Los ladrones siempre han existido, mi reina. No hay por qué alarmarse. Merecen ser castigados.
—Djoser espera disuadir así al resto. Dudo, no obstante, de la eficacia del método.
Se habían aproximado a las murallas que dominaban la calle. Al reconocer a la soberana, la multitud la saludó con afecto. Tanis contempló a los condenados. Estaban manchados de fango y suciedad. Unos largos rastros sanguinolentos recorrían sus cuerpos desnudos. Evidentemente, esos hombres eran dignos del castigo. Con todo, el comportamiento de sus súbditos la aterrorizaba. Parecían chacales encarnizados sobre una presa indefensa. Un sentimiento de asco la obligó a girar la cabeza.
Una voz estridente la llamó. Se volvió. Uno de los condenados, un beduino del desierto del oeste, se dirigió a ella:
—Escucha mis palabras, reina canalla. Mi cabeza caerá, ya no tengo nada que perder, pero recuerda bien lo que te diré: la maldición de los dioses del desierto pesa sobre ti y los tuyos.
Un guardia golpeó con el curbash[17] la espalda del hombre, que gimió de dolor. Aun así, se alzó y tendió el puño en dirección a Tanis:
—¡No lo olvides! ¡Estás maldita! ¡Maldita!
Y, sin dejar de mirarla, se alejó con una carcajada histérica arrastrado por la multitud. El látigo cimbró en su espalda, entrecortando la sonora carcajada. Un segundo guardia intervino para lograr que el insolente se callara. Lívida, Tanis vio cómo el hombre caía mientras continuaba señalándola con el puño. Clavó en ella una mirada febril a pesar de los golpes.
Ella se alejó precipitadamente en dirección al parque. En sus oídos reverberaba el eco de aquella risotada demencial. Mentucheb la siguió.
—¿Sucede algo, mi reina?
Fue incapaz de responder. Una náusea se apoderó de ella y empezó a vomitar. Mentucheb la sostuvo mientras el séquito y las esclavas corrían hacia ella. Finalmente, recuperó el aliento.
—No pasa nada —suspiró—. Ya está.
No obstante, sabía que jamás podría olvidar la mirada de aquel condenado. No se trataba sólo del odio que en sus ojos ardía, sino del reflejo de algo abominable, como si un dios desconocido y aterrador se hubiera alzado de repente ante ella.
La angustia que hacía unos días se había apoderado de ella se había, por fin, materializado. Ignoraba cuándo y dónde aquella entidad maligna atacaría. Sabía, sin embargo, que no tardaría en manifestarse.